sábado, 2 de abril de 2016

UN «BUEN» DÍA



—Escucha, tres catorce, orden del día.

—Sí, amo.

—Primero, desayuno fuerte. Tres huevos fritos, dos salchichas medianas y una buena jarra de cerveza liofilizada con un poco de sábila, para rebajar la digestión.

—SÍ, amo.

—Segundo, apertura del laboratorio y zona de observación, quiero los cristales de la bóveda impecables. 

—Sí, amo.

—Tercero, destrucción del planeta Tierra.

—Sí, amo.

Tres catorce se quedó pensativo.

—¿Todo el planeta, amo? —preguntó con la duda en su rostro.

—Todo, por completo —confirmó—. Quiero verlo reventar, desmenuzarse en millones de trozos, escuchar los alaridos de su…. esto no, el espacio es un mal transmisor del sonido. Pero quiero que sea un espectáculo visual a lo grande. Un fin grandioso, algo digno de mí. 

El amo se levantó de su cómodo sillón, poniendo una pose bastante ridícula mientras hablaba.

—Sí, amo.

Tres catorce tomó buena nota del tercer punto del día. Le puso un circulito rojo, para que no se le olvidara.

—Preparadlo todo. Hoy debe ser un día magnífico.

—Sí, amo.

Como otras jornadas, allí en la Luna, en su guarida de supervillano, el amo daba instrucciones para su ejército de clones, hechos a su imagen y semejanza. Una horda de millones de esclavos que no hacían sino obedecer sus caprichos.

Tres catorce sabía que se le estaba olvidando algo. Era algo importante, algo que había hecho pero no recordaba. Tal vez, siete veinticinco lo supiera, tenía que ver con el día de hoy, pues tenía una marca verde en su agenda y eso era algo significativo.

Ahora, lo importante era que el amo quería desayunar, ocho diecisiete se ocuparía de prepararle cuanto había pedido.

Con el apetito calmado, el supervillano se dispuso para vestir con la dignidad suficiente que requería ese día. Se puso su traje más elegante, de etiqueta, hecho a medida por el modisto más de moda que había podido encontrar.

Se colocó ante el espejo, metiendo la tripa que se obstinaba en salir y deformar su «estilizada» figura, poniéndose el caro sombrero de copa, hecho de piel de castor, para tapar su extendida calvicie y evitó sonreír. El último dentista no había realizado bien su trabajo, ahora lo tenía reciclando en la zona de residuos radiactivos. Se puso unos guantes blancos y cogió su bastón favorito.

Con su porte elegante, se dirigió directo al laboratorio, donde nueve doce acababa de ultimar, junto a otros muchos, el trabajo del día.

—Hola, amo. Todo está dispuesto. 

Se cuadró, inclinando su cabeza cuanto pudo. Casi no pudo contener la risa por los pasos del amo, cual pato mareado, dio al entrar debido a los zapatos demasiado estrechos que calzaba.

Si deseaba destruir la Tierra, de seguro querría utilizar su arma más destructiva: el cañón de hadrones. Un ingenio de su invención que llevaba perfeccionando desde hacía muchos años.

—¿Está preparado el cañón de hadrones?

—Preparado y dispuesto, amo.

Se quitó el sombrero de copa y los guantes, así como el bastón, entregándoselos a cuatro diecinueve para que los guardase. Era hora de trabajar.

Se colocó en su asiento, evitando dar un suspiro que sus subordinados pudiesen apreciar. Deshaciéndose del calzado y poniéndose unas alpargatas mucho más cómodas.

«Malditos zapatos, deben estar hechos por algún desconocido enemigo» pensó aliviado desprendiéndose de ellos. Todo supervillano debía ir siempre impecable, aunque fuera doloroso.

—Perfecto, que el cañón de hadrones apunte a la Tierra —dijo de forma pomposa.

Un monstruoso artefacto empezó a emerger en la superficie de la Luna, con decenas de relampagueantes estructuras cristalinas que lo cubrían.

—Que empiece la cuenta atrás —el amo preparó con solemnidad su dedo índice para ejecutar el movimiento final.

Se fijó que al lado de botón de disparo había un pequeño sobre.

—Quince.

La cuenta regresiva había comenzado.

—¿Qué es esto? —señaló aquel sobre a nueve doce.

—Lo dejó tres catorce para su conocimiento, amo —contestó con toda celeridad.

—No puede ser nada importante —dijo el amo.

—Ocho.

Miró el sobre. «No tiene importancia» pensó.

—Tres.

Elevó el índice para caer sin piedad sobre el bonito botón rojo de recargado diseño.

—Cero.

Apretó el pulsador.

Nada.

Siguió apretando con insistencia, cual furia desatada.

Nada de nada.

—¿Pero qué diablos pasa? —preguntó indignado.

Todos se miraban nerviosos, nadie entendía que había ocurrido.

Cogió el sobre y lo abrió.

«Querido amo, le informó que, bajo ninguna circunstancia, toque el botón rojo del cañón de hadrones. El sistema está sobrecargado y la Luna, con todos nosotros, explotaría en diez segundos. Qué tenga un buen día».

—¡Tres catorce!  —gritó, en sus últimos momentos, el amo.

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