No recordaba cómo había
llegado hasta allí, aunque no le importaba. Era una sensación ajena que algo no
le importase, incomodaba a su interior, negándole la supuesta paz que debería
disfrutar en ese tranquilo viaje.
Iba en una gran embarcación,
cruzando una mansa agua negra, de pesada consistencia cual si fuera brea. Dejó
caer su mano a la líquida superficie, no estaba fría ni caliente, solo notaba
su roce, abriéndose al choque del impedimento que constituía su carne y
fluyendo, dejando que la hundiese en esa tenebrosa masa, sin
impedirle continuar.
Sabía no estaba sola, a pesar
de que en aquel sitio, nadie parecía acompañarla. Una forma oscura se
podía apreciar en la parte final de la enorme barca, parecía manejar un timón
sin inquietarse por cuanto le rodeaba.
Estaba aburrida y necesitaba
hablar con alguien, levantó de la tarima donde se encontraba, dispuesta a
entablar conversación. Un paso tras otro, lento pero decidido, acercó hasta quien suponía el
barquero de la extraña embarcación.
La forma oscura transformó en
un individuo con una túnica negra, que se cubría la cabeza con una capucha de
igual color. Se fijó en las manos de aquel extraño personaje, eran
esqueléticas, constituidas por las falanges desnudas de los huesos, por los carpianos y metacarpianos, que por
razón desconocida seguían manteniéndose juntos sin la unión de carne ni
músculos algunos.
Aquello siguió sin importarle.
—¡Hola, que tal! —habló con
una sonrisa de oreja a oreja. Quería agradar, mostrarse cordial con ese único
acompañante.
El barquero movió su cuerpo.
La faz oculta por la capucha se hizo claramente visible. Era una calavera, más
no una normal. Poseía vida en sus ojos, el brillo de una inteligencia y del
conocimiento de existir.
Tampoco le importó su aspecto.
—¡Hola, encantada de verte!
—dijo con renovada alegría.
El ser pareció removerse
inquieto. Ladeó su cabeza, demostrando una sorpresa y la incógnita de si debía
ignorar a esa mujer o atender el creciente interés que manifestaba por su
persona.
—¡Hola! ¿Se te ha comido la
lengua un gato? —preguntó la persistente viajera. No dejaba de mirarle y estaba
resultando incómoda esa situación.
—No tengo lengua. Nunca he
tenido —contestó con severidad.
—¡Oh, es una lástima!
—exclamó la mujer. Debía ser cierto, porque su aspecto demacrado no dejaba lugar
a dudas, carecía de cualquier carne y le hubiera sorprendido, hubiese mostrado
una, aunque ese hecho tampoco mereciera importarle.
—Me llamo Hurtadillas. ¿Y tú?
—siguió insistiendo, acercándose hasta poner a su lado. Con ello disfrutaba de
una mejor vista de su entorno, al ser la parte más elevada de la enorme barca.
Un paraje triste y monótono, al que no le hubiera venido mal un poco más de
color.
—Caronte. Soy el barquero.
—hizo ademán de ignorarla. Con la revelación de quien era creía ya se habría
satisfecho esa curiosidad y le dejaría tranquilo.
Eran igual de altos, pasajera
y navegante, pudiendo verle con claridad los ojos a esa mujer. Nunca había
visto nada igual, una tormenta de fuerza, un poder sosegado que podía estallar
en cualquier momento. El descubrimiento de una desmedida belleza que se
ocultaba en aquellas cuencas, un dominio como el suyo,
imponderable y eterno.
—Encantada de conocerte.
¿Llevas mucho tiempo en este trabajo? —lo miró directamente, como si conocieran
de toda la vida.
Era la pregunta más estúpida
que le habían hecho jamás. Y había conocido de todo. Incluso desde intentos de
flirteo hasta quien quiso mirar que escondía tras su negra túnica.
—Una eternidad —contestó
secamente.
—¡Ah, qué bien! Como yo,
también una eternidad, de aquí para allá. ¿Y está bien pagado?
Admiraba a esa mujer. Dos
preguntas estúpidas y seguidas, era todo un acontecimiento que nunca más creía
nadie superara.
—Todo el mundo paga. Incluso
tú —dejó por un momento el timón. No hacía falta lo siguiera gobernando, su
barca conocía el camino y no necesitaba de su ayuda, pero era un buen sitio
donde apoyarse y lo aprovechaba.
La elfa se mostró cavilante.
No recordaba cuando había subido, ni que le había dado para que la dejase
subir—. ¿Y era mucho, lo que te he pagado? —dijo indecisa, mientras palpaba una
bolsa que a su hermoso cinto iba agarrada.
—Lo estipulado. Dos monedas.
Hurtadillas quedó expectante.
Dos monedas no era gran cosa, dependiendo del material que fuesen y el lugar
que la acuñase—. ¿Eran ruines imperiales, o la moneda local de algún
reino? —la curiosidad de esa mujer no
tenía límites.
—Dos monedas —Caronte volvió a
coger el timón, ignorando a la mujer.
—Espero no te haya timado. A
veces, pierdo la memoria y no recuerdo algunos detalles. Me pasa en pocas
ocasiones, pero me pasa. Y temo, puedo ser un tanto picara en esos olvidos,
pues comportó como un viviente cualquiera. Y según me han dicho, despliego un
saber nada común, más propio de ladronzuela avezada que de quien representó en
realidad. ¿Qué clase de monedas te di? —insistió de nuevo.
—Dos monedas —repitió. Y
estaba dispuesto a repetir las dos palabras, hasta que los propios cielos
desplomasen.
Hurtadillas lo miró con
expresión turbada— ¡Bueno, si insistes! Si dices que dos monedas, serán dos
monedas y no hay más que hablar.
Calló por un breve rato, en el
que no hacía sino mirarlo. Una veces a la cara, otras a las manos huesudas.
Caronte sabía para su desgracia, la mujer volvería a insistirle— ¿Y donde
llevas la bolsa del dinero?
—¿Quieres robarme? —los ojos
de Caronte se inflamaron. Su ira podía ser apocalíptica, si pretendía llevarse
el dinero de cuantos había trasladado, de una orilla a otra.
—¡No! ¡Claro que no! —confesó
la elfa con decisión inquebrantable— solo es simple curiosidad. Como vas tan de
negro, no logró ver donde lo guardas.
—El negro me gusta. ¿Te causa
algún problema mi color de ropa? —sonó su voz amenazante. Nadie nunca le había
discutido la razón del color de su vestimenta.
—Por supuesto que no. El negro
es elegante y refinado. Y sabes llevarlo con gusto, he de reconocerlo. Te
sienta muy bien.
Eso también era nuevo. Nunca
nadie lo alababa por esa cuestión, esa mujer era un pozo de sorpresas
continuas.
—¿Siempre vas de verde?
—decidió llevar por una vez la iniciativa. Su viajera parecía dispuesta a no
abandonarlo, y si quería hablar de colores, la pregunta era evidente.
—El verde es mi color —aseguró
orgullosa, dando una coqueta vuelta para que apreciase que la cubría por
completo—. Aunque los demás colores no me desagradan, el verde es mi favorito.
—Te sienta muy bien —no supo
porque lo dijo, aquellas palabras salieron sin que siquiera las pensase.
La elfa se detuvo, mirándolo
con una expresión agradecida— gracias. Es un bonito cumplido.
Sintió el poder de los ojos de
la viajera, dándose cuenta era mucho más poderosa que él. No tendría nada que
hacer en un enfrentamiento directo. Pero eran unos ojos calmados, curiosos y
satisfechos. Los más hermosos que nunca había visto.
—Un par de cumplidos más. Y
pensaré que estas intentando conquistarme —contestó sonriendo Hurtadillas. Una
sonrisa que no tenía igual. La mujer miró de nuevo hacia el horizonte, una
línea que no acaba nunca de definirse— ¿Y adonde vamos?
—A la otra orilla —habló con
voz mucho más cordial.
—¿Y esa orilla? ¿Está muy
lejos? —se dio cuenta, no le importaba si estaba lejos o no, pero le gustaba la
compañía de Caronte. En un primer vistazo, parecía huidizo y cascarrabias. No
dudaba, un rato más y acabarían siendo grandes amigos.
—Depende. Unas veces más y
otras, menos —no creyó fuese sensato dar cualquier otra explicación.
—Eso me gusta. El misterio de
no saber, donde se encuentra el final de este viaje —Hurtadillas se recostó
sobre la borda, mirando al infinito y suspirando.
—Eres un personaje singular. A
mi me inquieta ese misterio que tan grato te parece —aseguró Caronte, aferrando
el timón con más fuerza, aunque no lo necesitaba. Su barca navegaba firme y
directa a su destino.
—Es interesante, saber que
tienes sentimientos —volvió a mirarlo con sus punzantes ojos de verde
resplandor.
—Es interesante, saber que no
me tienes miedo —dijo el barquero cuando le devolvió su mirada. Las cuencas
vacías resplandecían, de un fuego interior, de una llama que no podría
consumirse. Estuvieron manteniendo las miradas durante lo que pareció toda una
existencia.
—¿Debería tenerte miedo? —la
mujer de verde vestidura colocó sus manos sobre su rostro de un débil gris azulado, al
igual que si fuera una caprichosa niña, mientras sus codos apoyaban en la barandilla que bordeaba la barca y su largo cabello, caía salvaje por ambos
lados. La baranda estaba formada por huesos, suaves y tallados con delicadeza. A otros
hubiera sobrecogido, a ella no le importó.
—Nunca —fue toda su
contestación. Y la elfa sonrió satisfecha, no creyendo oportuno insistir en
aquel asunto. A los demás, el barquero impresionaba, recordaba la propia
fragilidad de la vida. A Hurtadillas, solo le despertaba una infantil
curiosidad.
Había un silencio absoluto,
solo roto por sus palabras al hablar. Las pisadas de la elfa, crujieron sobre
la tablazón de la embarcación, sonando como lastimeros quejidos, por tener que
soportar a un pasajero diferente a cuantos trasportaban.
—¡Estas viva! —exclamó confuso
Caronte. Hasta ese momento, no había apreciado esa diferencia. Nunca admitía a
vivos en su transporte, era una ley no escrita que todo el mundo conocía.
—¡Es evidente lo estoy!
—contestó encarándole.
Caronte solo recordaba cuando
la vio ya en la embarcación, sentada en la tarima, admirando el lento viaje sin
decir nada. Miró su puño izquierdo, dos monedas de oro, mil ruines buenos imperiales. Había pagado el trayecto y se veía obligado a llevarla hasta la
otra orilla.
—No deberías estar aquí —soltó
el timón, acercándose hasta ella. La elfa lo miraba, directamente al rostro
cadavérico, sin mostrar ningún temor—. ¿Qué te propones?
—Como bien me has dicho,
llegar a la otra orilla —Hurtadillas no mentía a su nuevo amigo, ni tenía
deseos de hacerlo.
—Tú no lo necesitas.
Perteneces a las dos.
—Y al mismo tiempo, no
pertenezco a ninguna —le contestó con amargura—. La única verdad que nunca
cuestiono, es que todo debe morir.
—Eres eterna, no es tu
destino.
—Yo hago mi destino y esa
eternidad, tiene un límite. Y cuando llegue el momento, espero me lleves en tu
confortable barca. Tengo muchos amigos en esa orilla a quienes deseo ver de
nuevo.
—Me has pagado con dos monedas
de mucho valor —abrió su mano, enseñándoselas— creo, tu último viaje ya esta
costeado con creces.
—¿Y si te hubiese dado dos
monedas de la más baja acuñación? —preguntó con un rostro más severo.
El barquero negó con la
cabeza. Dos monedas era cuanto pedía, nada más. No le importaba el valor de las
mismas, ni ahora, ni nunca—. Ahora sé, siempre has sido la dueña de esta barca
y yo, no soy más que un sirviente tuyo. No puedo pretender cobrar a mi señora,
por un servicio que ya me ha pagado antaño.
—Y yo sé, mi buen Caronte,
pues ahora recuerdo con claridad, siempre has trasladado a todo el mundo, sin pedir nada más a cambio, que el
pago justo de tus dos monedas. Te puse en este lugar, para hacer un trabajo
ingrato. Muchos vinieron a tu barca sin las monedas, y eso no te importó.
Siempre había alguien que pagaba la diferencia de quienes no tenían, y la
balanza se equilibraba. Has visto pasar por aquí mucho dolor y rabia, esperanza
y alegría. Es hora te de algo más acorde a tu gran servicio prestado.
Su rostro iluminó. Los ojos estallaron,
convirtieron en un amanecer verde, resplandeciente, que abarcaba hasta el horizonte
más lejano. El mar de aguas negras, cambió. Y todo cuanto les rodeaba, lo hizo
de igual manera.
Un hombre. Una embarcación. Un
rio cuyo nombre, las dos mujeres que pretendían pasarlo, no mencionaban.
—Pues creo que no estás
haciendo un buen negocio. Esta barcaza es muy agradable y la sabes manejar con
estilo. Si cruzases el Miajomoja, en dos días, serias famoso y ganarías una
considerable cantidad de dinero —la elfa midió la longitud de la embarcación,
calculando peso y anchura—. No dudo, aquí al menos caben más de quince carretas
y trescientas personas a la vez. Y si las aprietas un poco sin agobios, tal vez
llegues hasta veinte vehículos y las trescientas cincuenta.
—Soy recién llegado a este
lugar, mi señora. Recuerdo compré una licencia para transportar personas y
enseres, pero sufrí un accidente y perdí la memoria. No sé de dónde vengo, ni
si tenía familia. Únicamente, tengo la constancia de que esta embarcación me
pertenece. Y tengo los papeles que los demuestran —habló aquel tranquilo y
servicial hombre, mientras sufría la escrutadora mirada de Test, la recelosa maga, que no le
quitaba ojo en ningún momento.
—Os lo digo con total
sinceridad. En el Miajomoja tenéis vuestro futuro. Y este rio es afluente del
mismo que os nombro, no tenéis más que dejaros arrastrar por la corriente y
llegareis a su confluencia. Una vez allí, será asunto vuestro buscar una buena
ubicación. Con vuestra licencia en regla nadie os pondrá problemas —dijo
Hurtadillas, quien bajo su encantamiento de la capa, mostrandose como un mercader cualquiera, no suscitaba sospechas al
hombre que prestaba interesada atención en cuanto decía.
Test, bajo su disfraz de viejo
huraño, se acercó a la elfa, mientras dejaban hacer al barquero su trabajo— ese
hombre es raro. Hay algo en él extraño… —comentó en voz baja, sin dejar de
observarlo—. Además, juraría que os conocéis de algo, os habláis como si
fueseis viejos amigos.
—¿Por qué eres tan suspicaz,
morenaza? Acaso no puedo tratar a la gente, con sincero agrado y con cortesia —amonestó a la
intolerante archimaga, quien no cesaba en su empeño en controlar los
movimientos del dueño de la barcaza.
—A tu lado es lo mejor que he
aprendido, orejuda. Ser desconfiada con cuanto te envuelve.
—Cada día, me siento más
halagada con tu preocupación por mí —dijo devolviéndole su férrea mirada.
—Vete al cuerno, orejas largas
—increpó la furiosa morena, quien atendía ahora su montura, preparándose para
desembarcar en la orilla acordada.
Las dos descendieron con calma
de la barcaza. Hurtadillas se fijó en el nombre de la embarcación, esbozando
una cálida sonrisa.
—Un bonito nombre. Tendrás
mucho éxito con el. Hasta pronto, buen hombre —el barquero se acercó hasta
ellas, inclinando su cabeza con agradecimiento y deseándoles buen viaje. La
elfa le entregó el dinero acordado en su mano, cerrándosela para que la maga no
viese el pago del paso por el tumultuoso rio.
Test miró el costado de la
barcaza. Con dificultad lo pudo leer, le pareció un nombre corriente, aunque parecía
sugerirle mayor viaje, comodidad segura y descanso sin fin. Sacó esas ideas de
su cabeza. Todo eso era una tontería, empezando a llevar su caballo por el camino de tierra que
ascendía hasta la llanura.
Hurtadillas se detuvo un
momento. Saludó con su brazo al hombre, quien le respondió con gratitud. Había
descubierto que le había pagado con dos monedas, tal como había solicitado,
pero eran de mil ruines buenos de oro. Una verdadera fortuna.
“Hasta pronto,
Caromonte. A quien todos conoceran como Caronte". Y el conocimiento de que la buena fortuna rondaría a ese
sencillo hombre, aquello, si le importó.