martes, 5 de mayo de 2015

EL BARQUERO Y HURTADILLAS



No recordaba cómo había llegado hasta allí, aunque no le importaba. Era una sensación ajena que algo no le importase, incomodaba a su interior, negándole la supuesta paz que debería disfrutar en ese tranquilo viaje.

Iba en una gran embarcación, cruzando una mansa agua negra, de pesada consistencia cual si fuera brea. Dejó caer su mano a la líquida superficie, no estaba fría ni caliente, solo notaba su roce, abriéndose al choque del impedimento que constituía su carne y fluyendo, dejando que la hundiese en esa tenebrosa masa, sin impedirle continuar.

Sabía no estaba sola, a pesar de que en aquel sitio, nadie parecía acompañarla. Una forma oscura se podía apreciar en la parte final de la enorme barca, parecía manejar un timón sin inquietarse por cuanto le rodeaba.

Estaba aburrida y necesitaba hablar con alguien, levantó de la tarima donde se encontraba, dispuesta a entablar conversación. Un paso tras otro, lento pero decidido, acercó hasta quien suponía el barquero de la extraña embarcación.

La forma oscura transformó en un individuo con una túnica negra, que se cubría la cabeza con una capucha de igual color. Se fijó en las manos de aquel extraño personaje, eran esqueléticas, constituidas por las falanges desnudas de los huesos, por los carpianos y metacarpianos, que por razón desconocida seguían manteniéndose juntos sin la unión de carne ni músculos algunos.

Aquello siguió sin importarle.

—¡Hola, que tal! —habló con una sonrisa de oreja a oreja. Quería agradar, mostrarse cordial con ese único acompañante.

El barquero movió su cuerpo. La faz oculta por la capucha se hizo claramente visible. Era una calavera, más no una normal. Poseía vida en sus ojos, el brillo de una inteligencia y del conocimiento de existir.

Tampoco le importó su aspecto.

—¡Hola, encantada de verte! —dijo con renovada alegría.

El ser pareció removerse inquieto. Ladeó su cabeza, demostrando una sorpresa y la incógnita de si debía ignorar a esa mujer o atender el creciente interés que manifestaba por su persona.

—¡Hola! ¿Se te ha comido la lengua un gato? —preguntó la persistente viajera. No dejaba de mirarle y estaba resultando incómoda esa situación.

—No tengo lengua. Nunca he tenido —contestó con severidad.

—¡Oh, es una lástima! —exclamó la mujer. Debía ser cierto, porque su aspecto demacrado no dejaba lugar a dudas, carecía de cualquier carne y le hubiera sorprendido, hubiese mostrado una, aunque ese hecho tampoco mereciera importarle.

—Me llamo Hurtadillas. ¿Y tú? —siguió insistiendo, acercándose hasta poner a su lado. Con ello disfrutaba de una mejor vista de su entorno, al ser la parte más elevada de la enorme barca. Un paraje triste y monótono, al que no le hubiera venido mal un poco más de color.

—Caronte. Soy el barquero. —hizo ademán de ignorarla. Con la revelación de quien era creía ya se habría satisfecho esa curiosidad y le dejaría tranquilo.

Eran igual de altos, pasajera y navegante, pudiendo verle con claridad los ojos a esa mujer. Nunca había visto nada igual, una tormenta de fuerza, un poder sosegado que podía estallar en cualquier momento. El descubrimiento de una desmedida belleza que se ocultaba en aquellas cuencas, un dominio como el suyo, imponderable y eterno.

—Encantada de conocerte. ¿Llevas mucho tiempo en este trabajo? —lo miró directamente, como si conocieran de toda la vida.

Era la pregunta más estúpida que le habían hecho jamás. Y había conocido de todo. Incluso desde intentos de flirteo hasta quien quiso mirar que escondía tras su negra túnica.

—Una eternidad —contestó secamente.

—¡Ah, qué bien! Como yo, también una eternidad, de aquí para allá. ¿Y está bien pagado?

Admiraba a esa mujer. Dos preguntas estúpidas y seguidas, era todo un acontecimiento que nunca más creía nadie superara.

—Todo el mundo paga. Incluso tú —dejó por un momento el timón. No hacía falta lo siguiera gobernando, su barca conocía el camino y no necesitaba de su ayuda, pero era un buen sitio donde apoyarse y lo aprovechaba.

La elfa se mostró cavilante. No recordaba cuando había subido, ni que le había dado para que la dejase subir—. ¿Y era mucho, lo que te he pagado? —dijo indecisa, mientras palpaba una bolsa que a su hermoso cinto iba agarrada.

—Lo estipulado. Dos monedas.

Hurtadillas quedó expectante. Dos monedas no era gran cosa, dependiendo del material que fuesen y el lugar que la acuñase—. ¿Eran ruines imperiales, o la moneda local de algún reino?  —la curiosidad de esa mujer no tenía límites.

—Dos monedas —Caronte volvió a coger el timón, ignorando a la mujer.

—Espero no te haya timado. A veces, pierdo la memoria y no recuerdo algunos detalles. Me pasa en pocas ocasiones, pero me pasa. Y temo, puedo ser un tanto picara en esos olvidos, pues comportó como un viviente cualquiera. Y según me han dicho, despliego un saber nada común, más propio de ladronzuela avezada que de quien representó en realidad. ¿Qué clase de monedas te di? —insistió de nuevo.

—Dos monedas —repitió. Y estaba dispuesto a repetir las dos palabras, hasta que los propios cielos desplomasen.

Hurtadillas lo miró con expresión turbada— ¡Bueno, si insistes! Si dices que dos monedas, serán dos monedas y no hay más que hablar.

Calló por un breve rato, en el que no hacía sino mirarlo. Una veces a la cara, otras a las manos huesudas. Caronte sabía para su desgracia, la mujer volvería a insistirle— ¿Y donde llevas la bolsa del dinero?

—¿Quieres robarme? —los ojos de Caronte se inflamaron. Su ira podía ser apocalíptica, si pretendía llevarse el dinero de cuantos había trasladado, de una orilla a otra.

—¡No! ¡Claro que no! —confesó la elfa con decisión inquebrantable— solo es simple curiosidad. Como vas tan de negro, no logró ver donde lo guardas.

—El negro me gusta. ¿Te causa algún problema mi color de ropa? —sonó su voz amenazante. Nadie nunca le había discutido la razón del color de su vestimenta.

—Por supuesto que no. El negro es elegante y refinado. Y sabes llevarlo con gusto, he de reconocerlo. Te sienta muy bien.

Eso también era nuevo. Nunca nadie lo alababa por esa cuestión, esa mujer era un pozo de sorpresas continuas.

—¿Siempre vas de verde? —decidió llevar por una vez la iniciativa. Su viajera parecía dispuesta a no abandonarlo, y si quería hablar de colores, la pregunta era evidente.

—El verde es mi color —aseguró orgullosa, dando una coqueta vuelta para que apreciase que la cubría por completo—. Aunque los demás colores no me desagradan, el verde es mi favorito.

—Te sienta muy bien —no supo porque lo dijo, aquellas palabras salieron sin que siquiera las pensase.

La elfa se detuvo, mirándolo con una expresión agradecida— gracias. Es un bonito cumplido.

Sintió el poder de los ojos de la viajera, dándose cuenta era mucho más poderosa que él. No tendría nada que hacer en un enfrentamiento directo. Pero eran unos ojos calmados, curiosos y satisfechos. Los más hermosos que nunca había visto.

—Un par de cumplidos más. Y pensaré que estas intentando conquistarme —contestó sonriendo Hurtadillas. Una sonrisa que no tenía igual. La mujer miró de nuevo hacia el horizonte, una línea que no acaba nunca de definirse— ¿Y adonde vamos?

—A la otra orilla —habló con voz mucho más cordial.

—¿Y esa orilla? ¿Está muy lejos? —se dio cuenta, no le importaba si estaba lejos o no, pero le gustaba la compañía de Caronte. En un primer vistazo, parecía huidizo y cascarrabias. No dudaba, un rato más y acabarían siendo grandes amigos.

—Depende. Unas veces más y otras, menos —no creyó fuese sensato dar cualquier otra explicación.

—Eso me gusta. El misterio de no saber, donde se encuentra el final de este viaje —Hurtadillas se recostó sobre la borda, mirando al infinito y suspirando.

—Eres un personaje singular. A mi me inquieta ese misterio que tan grato te parece —aseguró Caronte, aferrando el timón con más fuerza, aunque no lo necesitaba. Su barca navegaba firme y directa a su destino.

—Es interesante, saber que tienes sentimientos —volvió a mirarlo con sus punzantes ojos de verde resplandor.

—Es interesante, saber que no me tienes miedo —dijo el barquero cuando le devolvió su mirada. Las cuencas vacías resplandecían, de un fuego interior, de una llama que no podría consumirse. Estuvieron manteniendo las miradas durante lo que pareció toda una existencia.

—¿Debería tenerte miedo? —la mujer de verde vestidura colocó sus manos sobre su rostro de un débil gris azulado, al igual que si fuera una caprichosa niña, mientras sus codos apoyaban en la barandilla que bordeaba la barca y su largo cabello, caía salvaje por ambos lados. La baranda estaba formada por huesos, suaves y tallados con delicadeza. A otros hubiera sobrecogido, a ella no le importó.

—Nunca —fue toda su contestación. Y la elfa sonrió satisfecha, no creyendo oportuno insistir en aquel asunto. A los demás, el barquero impresionaba, recordaba la propia fragilidad de la vida. A Hurtadillas, solo le despertaba una infantil curiosidad.

Había un silencio absoluto, solo roto por sus palabras al hablar. Las pisadas de la elfa, crujieron sobre la tablazón de la embarcación, sonando como lastimeros quejidos, por tener que soportar a un pasajero diferente a cuantos trasportaban.

—¡Estas viva! —exclamó confuso Caronte. Hasta ese momento, no había apreciado esa diferencia. Nunca admitía a vivos en su transporte, era una ley no escrita que todo el mundo conocía.

—¡Es evidente lo estoy! —contestó encarándole.

Caronte solo recordaba cuando la vio ya en la embarcación, sentada en la tarima, admirando el lento viaje sin decir nada. Miró su puño izquierdo, dos monedas de oro, mil ruines buenos imperiales. Había pagado el trayecto y se veía obligado a llevarla hasta la otra orilla.

—No deberías estar aquí —soltó el timón, acercándose hasta ella. La elfa lo miraba, directamente al rostro cadavérico, sin mostrar ningún temor—. ¿Qué te propones?

—Como bien me has dicho, llegar a la otra orilla —Hurtadillas no mentía a su nuevo amigo, ni tenía deseos de hacerlo.

—Tú no lo necesitas. Perteneces a las dos.

—Y al mismo tiempo, no pertenezco a ninguna —le contestó con amargura—. La única verdad que nunca cuestiono, es que todo debe morir.

—Eres eterna, no es tu destino.

—Yo hago mi destino y esa eternidad, tiene un límite. Y cuando llegue el momento, espero me lleves en tu confortable barca. Tengo muchos amigos en esa orilla a quienes deseo ver de nuevo.

—Me has pagado con dos monedas de mucho valor —abrió su mano, enseñándoselas— creo, tu último viaje ya esta costeado con creces.

—¿Y si te hubiese dado dos monedas de la más baja acuñación? —preguntó con un rostro más severo.

El barquero negó con la cabeza. Dos monedas era cuanto pedía, nada más. No le importaba el valor de las mismas, ni ahora, ni nunca—. Ahora sé, siempre has sido la dueña de esta barca y yo, no soy más que un sirviente tuyo. No puedo pretender cobrar a mi señora, por un servicio que ya me ha pagado antaño.

—Y yo sé, mi buen Caronte, pues ahora recuerdo con claridad, siempre has trasladado a todo el mundo, sin pedir nada más a cambio, que el pago justo de tus dos monedas. Te puse en este lugar, para hacer un trabajo ingrato. Muchos vinieron a tu barca sin las monedas, y eso no te importó. Siempre había alguien que pagaba la diferencia de quienes no tenían, y la balanza se equilibraba. Has visto pasar por aquí mucho dolor y rabia, esperanza y alegría. Es hora te de algo más acorde a tu gran servicio prestado.

Su rostro iluminó. Los ojos estallaron, convirtieron en un amanecer verde, resplandeciente, que abarcaba hasta el horizonte más lejano. El mar de aguas negras, cambió. Y todo cuanto les rodeaba, lo hizo de igual manera.

                                                                            

Un hombre. Una embarcación. Un rio cuyo nombre, las dos mujeres que pretendían pasarlo, no mencionaban.

—Pues creo que no estás haciendo un buen negocio. Esta barcaza es muy agradable y la sabes manejar con estilo. Si cruzases el Miajomoja, en dos días, serias famoso y ganarías una considerable cantidad de dinero —la elfa midió la longitud de la embarcación, calculando peso y anchura—. No dudo, aquí al menos caben más de quince carretas y trescientas personas a la vez. Y si las aprietas un poco sin agobios, tal vez llegues hasta veinte vehículos y las trescientas cincuenta.

—Soy recién llegado a este lugar, mi señora. Recuerdo compré una licencia para transportar personas y enseres, pero sufrí un accidente y perdí la memoria. No sé de dónde vengo, ni si tenía familia. Únicamente, tengo la constancia de que esta embarcación me pertenece. Y tengo los papeles que los demuestran —habló aquel tranquilo y servicial hombre, mientras sufría la escrutadora mirada de Test, la recelosa maga, que no le quitaba ojo en ningún momento.

—Os lo digo con total sinceridad. En el Miajomoja tenéis vuestro futuro. Y este rio es afluente del mismo que os nombro, no tenéis más que dejaros arrastrar por la corriente y llegareis a su confluencia. Una vez allí, será asunto vuestro buscar una buena ubicación. Con vuestra licencia en regla nadie os pondrá problemas —dijo Hurtadillas, quien bajo su encantamiento de la capa, mostrandose como un mercader cualquiera, no suscitaba sospechas al hombre que prestaba interesada atención en cuanto decía.

Test, bajo su disfraz de viejo huraño, se acercó a la elfa, mientras dejaban hacer al barquero su trabajo— ese hombre es raro. Hay algo en él extraño… —comentó en voz baja, sin dejar de observarlo—. Además, juraría que os conocéis de algo, os habláis como si fueseis viejos amigos.

—¿Por qué eres tan suspicaz, morenaza? Acaso no puedo tratar a la gente, con sincero agrado y con cortesia —amonestó a la intolerante archimaga, quien no cesaba en su empeño en controlar los movimientos del dueño de la barcaza.

—A tu lado es lo mejor que he aprendido, orejuda. Ser desconfiada con cuanto te envuelve.

—Cada día, me siento más halagada con tu preocupación por mí —dijo devolviéndole su férrea mirada.

—Vete al cuerno, orejas largas —increpó la furiosa morena, quien atendía ahora su montura, preparándose para desembarcar en la orilla acordada.

Las dos descendieron con calma de la barcaza. Hurtadillas se fijó en el nombre de la embarcación, esbozando una cálida sonrisa.

—Un bonito nombre. Tendrás mucho éxito con el. Hasta pronto, buen hombre —el barquero se acercó hasta ellas, inclinando su cabeza con agradecimiento y deseándoles buen viaje. La elfa le entregó el dinero acordado en su mano, cerrándosela para que la maga no viese el pago del paso por el tumultuoso rio.

Test miró el costado de la barcaza. Con dificultad lo pudo leer, le pareció un nombre corriente, aunque parecía sugerirle mayor viaje, comodidad segura y descanso sin fin. Sacó esas ideas de su cabeza. Todo eso era una tontería, empezando a  llevar su caballo por el camino de tierra que ascendía hasta la llanura.

Hurtadillas se detuvo un momento. Saludó con su brazo al hombre, quien le respondió con gratitud. Había descubierto que le había pagado con dos monedas, tal como había solicitado, pero eran de mil ruines buenos de oro. Una verdadera fortuna.

“Hasta pronto, Caromonte. A quien todos conoceran como Caronte".  Y el conocimiento de que la buena fortuna rondaría a ese sencillo hombre, aquello, si le importó.
               

lunes, 4 de mayo de 2015

CG9834



Entró en la sala ante un expectante silencio. La iluminación era tenue con unos focos especiales, que no generaban calor alguno ni podían dañar cuanto bajo ellos se encontraba, conformando la única luz del lugar. Dio unos medidos pasos, acercándose a la tarima donde estaban expuestos los artículos que habían sido el comentario general durante aquellos días anteriores.

El lugar se iluminó solo en su entorno. Una pequeña plataforma rodeaba en un semicírculo la singular tarima, mientras alrededor las penumbras seguían dominando los límites de aquel recinto. Notó como muchos ojos posaban las miradas sobre él. Fue una sensación confortante, hasta ese momento no había gozado de la atención de los suyos y todo su esfuerzo, había culminado en la obtención de ese reconocimiento largamente esperado.

Sobre la plataforma, esperaban pacientes los mentores atentos a cualquier incidencia, vigilantes y tan entusiasmados, como el resto de quienes allí se encontraban.

Se dirigió con una actitud teatral hacia el primero de aquellos objetos que tanta conmoción habían creado. Podía permitirse ser afectado, mostrarse casi irreverente, su triunfo así lo permitía. Lo cogió y levantándolo se dispuso a presentarlo a su público.

—Primer objeto. Contiene proteínas fibrosas y globulares, a continuación entrego la composición química de este elemento tan peculiar —la plataforma donde reposaba se movió con suavidad, acercándola a donde el grupo de la estructura semicircular se encontraba observando.

—Trátenlo con cuidado. Es un objeto muy delicado —con un cariño que podría pecar de ser reverencial, fue pasando de unos a otros. Lo examinaron dándole múltiples vueltas, comprobando su textura, su resistencia y su tacto. Siempre sin poner en peligro su integridad estructural.

—Segundo objeto, diversos minerales como litio, cobalto, cobre, estaño, oro y plata, además de polímeros artificiales y vidrio. En las pantallas, les facilito el esquema de este curioso artefacto y su despiece.

Paso igualmente por entre todos los mentores, quienes lo contemplaban con asombro e igual aprecio que al primero de ellos habían mostrado.

—Tercer objeto, en cierta forma el más curioso de todos. Observen su peculiar estructura, sus elegantes y proporcionadas formas, la confección de dicho armazón está compuesto únicamente por hierro —le dio una vuelta con suavidad, pudiendo apreciarse era igual por todos sus lados— y fue pintado con aceites y resinas naturales, de los que aún conserva importantes trazas.

Al igual de los dos anteriores, fue acogido con fervor y tratado con igual cariño. Todos lo observaron, tocándolo y examinando su peculiar forma.

—Ellos han formado parte de mi hallazgo. Por supuesto, ninguno de estos objetos son naturales ni fruto de la casualidad. Formaron parte de algo… —dijo con cierta tristeza— algo singular.

La estancia se llenó de una intensa luz. En aquel momento pudo apreciar la profundidad del recinto donde se encontraba y la vasta cantidad de compañeros, de toda condición, observándole con grata satisfacción. Obtuvo un sonoro clamor a sus palabras, que resonó vibrante durante unos largos minutos.

Cuando la sala se desalojó, quedó con sus pequeñas maravillas. Las miró de nuevo, tocándolas con entusiasmo y con el miedo de dañarlas en un descuido. Activó un campo de energía a su alrededor para protegerlas de todo mal y se dirigió a un panel que en una de las paredes de la sala se encontraba.

Uno de sus mentores se acercó a su lado, mientras la pared se transformaba en un amplio ventanal que dejaba ver claramente el exterior.

—Has hecho un gran descubrimiento. Serás recordado por toda la posteridad —habló el mentor, contemplando donde su pupilo había logrado su éxito.

—Aunque nunca sabremos qué utilidad tenían. Son objetos extraños, hechos por seres aún más desconocidos —respondió CG9834, ahora famoso descubridor de otras formas de vida.

—Sí, por desgracia su planeta esta arrasado. Y no queda nadie ni nada que nos pueda dar una pista —respondió EM9304, maestro cibernético de la vigesimonovena generación, mediante su código binario. El lenguaje que su pueblo de origen metálico, basado en compuestos de silicio, usaba para expresarse.

Atrás en unas vitrinas de honor, figuraban los objetos, destacados entre todos los descubrimientos de su raza en su tranquilo deambular por un espacio interminable. Un sombrero de fieltro negro; un teléfono móvil de colores chillones y pantalla rota; y por último, una vieja jaula, que en un tiempo pasado pudo contener un loro, u otra ave parecida.

Y quedaron mirando el planeta gris y frío, vacío y muerto, el tercero de un sistema solar mediano, cuyo sol radiaba con bravura su infinita fuerza al cosmos, desde su inmensa nave de exploración.

EL ÚNICO



“Se lanzó hacia el otro balcón, arrojando sus manos en el único deseo de lograr alcanzar su salvación en ese momento desesperado. Los dedos se afianzaron en el pesado hierro forjado que formaba la balaustrada, forzando todos sus músculos y exigiendo ignorase el dolor que ese supremo esfuerzo le obligaba a realizar.

En la oscuridad de la noche, en esa perpetua sombra que formaban las calles sin iluminación escondiendo los terribles peligros, acechantes y malvados que le perseguían, solo la luz de la pequeña linterna que llevaba sujeta en su frente le permitía ver. Un pequeño rayo de esperanza que evitaba fuera una víctima más de aquellos que ambicionaban su fin.

Había sido un insensato. Su estúpida curiosidad estaba a punto de condenarle a un destino que no deseaba. Solo la inestimable fuerza de su corazón y la testarudez que siempre le acompañaba le habían evitado haber desaparecido, como el resto de los habitantes de esa infortunada ciudad, y del resto del mundo, por cuanto él sabía.

Las piernas le pesaban, incapaces de lograr alcanzar la repisa donde podría descansar y ayudarse a subir hacia el interior del balcón. Se estaba resbalando y las manos le dolían por sostener el peso de todo su cuerpo, suspendido en el aire a una gran altura. Sabía que ese edificio era alto, cuando lo habían cercado había dispuesto de tiempo suficiente para comprobar el nivel donde se encontraba. Y estaba demasiado alto, demasiado para dejarse caer intencionadamente.

Intentó mirar hacia abajo, a pesar de que ello le producía una desagradable sensación. Nunca le habían gustado las alturas y su refugio, en la profundidad de la tierra, entre los túneles del metro en un lugar seguro, lo constataba. Prefería ser una rata de alcantarilla a un águila de los cielos. Los cielos estaban demasiado lejanos y su vértigo lo condenaba a las entrañas del mundo.

En aquel momento sonrió, fue una sonrisa nerviosa, siempre había preferido vivir en un entresuelo o como mucho, en un primer piso. Su trabajo estaba a ras de la calle, en una humilde lavandería, donde desempeñaba sus labores diarias sin otras preocupaciones que las de distinguir los días laborales de los que no lo eran.

Él no era un héroe. Y el destino, un cruel destino, le había exigido que lo fuera.  

Y estaba solo, irremediablemente perdido en un mar de edificios sombríos, con el Sol ausente en aquel gigantesco cementerio, lleno de monstruosidades, de horrores que no comprendía como podían haberse engendrado. Todo aquello era una locura, solo el amanecer podía salvarle. Volvió a sonreír nerviosamente, él no era ese Van Helsing, cazador de monstruos que había visto en varias películas, luchando contra el poder de los infiernos.

—Dios, debería de haber prestado más atención en esas tontas películas —se dijo a si mismo, mientras sus manos resbalaban un tanto más de su escaso asidero.

Escuchó un sonido sobre él, no dudaba de que estaban a punto de alcanzarlo. Una sombra se movió en el balcón donde se encontraba. Allí había algo, y había sido muy afortunado de no encaramarse en lo que creía su cierta salvación.

En la breve pesquisa de su mirada hacia el suelo, había podido observar en el piso de abajo un poderoso toldo se encontraba aún abierto. Su aspecto daba la seguridad de ser una tela fuerte, preparada para inclemencias y de buena calidad. Conocía los tejidos, era su especialidad en la lavandería donde había estado tantos años y aguantaría. Debía de aguantar su peso.

Se soltó, justo cuando una garra estuvo a punto de prender sus indefensas manos. Dejó que el vacío hiciese su trabajo. Notó la tela aguantar su peso, pero en contra de cuanto esperaba se rasgó. Desesperado, se cogió a un trozo desgarrado en un intento de sostenerse. Algo le perseguía, podía apreciarlo con la triste luz que portaba. Una sombra que no estaba dispuesta a renunciar a su presa.

Se sujetó con fuerza al trozo de toldo. Caía y a pesar de ello, aquello estaba a punto de darle alcance”.
Un pitido sonó, una cancioncilla anunciaba unas galletas para el desayuno. Raúl esbozó un gesto de fastidio, esos idiotas siempre lo interrumpían en lo mejor.

—Raúl, coge la mochila del colegio. El autobús ya va a llegar —dijo su madre bajando la radio e insistió con una sonrisa maliciosa— o habré de llevarte de las orejas, malandrín.

Raúl asintió, sabía dos cosas seguras: su madre grabaría el resto y escucharían juntos; y de mayor, trabajaría en una lavandería.

ENTRE LAS SOMBRAS



Destapó el registro y se precipitó por la estrecha tubería sin temer atorarse. Sus muchos años de entrenamiento en la emblemática nave Proa Cortada, la mejor escuela de asesinos, le capacitaban para ello.  No sin merecimiento, había sido elegido para esa misión tan importante y se esperaba la cumpliera con éxito.

Nar Xaxa se relamió de placer pensando en las prácticas, con voluntarios forzados, que durante su larga estancia bajo los auspicios de la temible Hilandera, había matado. Sus proyectiles certeros, cuando las víctimas se creían a salvo, o el mero deslizar de sus cuchillas dentro de aquellos cuerpos, en sus centros de dolor, disfrutando de esos últimos instantes, donde la vida se apagaba en su ojos y la expresión de terror, de la muerte cubriéndoles, les marcaba el rostro.

La propia Hilandera lo eligió. Una mujer de fino cuerpo, cuyo semblante estaba siempre tapado por una tela blanca inscrita con los símbolos de odio y traición. Su sensual voz hablándole sobre cuán afortunado había sido, no le evitaba estremecerse ante su presencia. Todos sabían cuan peligrosa era y el respeto, nacido de un puro terror ante todos sus movimientos, paralizaba mente y cuerpo de quienes la rodeaban.

Sabía que ella disfrutaba de ese poder y del miedo que transmitía a cuantos rodeaba. Daría cuanto le restaba de existir, por haber saboreado ese conocimiento, la satisfactoria sensación de que nadie puede tocarte y que toda vida, puede ser sofocada con la gracia y soltura que su maestra poseía.

“Eso es poder” pensó el sagaz asesino. Él solo podía aspirar a ser una imitación, un burdo aprendiz que con dificultad demostraría sus dones en aquel memorable día. Su presa era alguien muy codiciado. Podría decirse no existía una prueba mayor a que someterse, pero gracias a su aprendizaje, podía darse por muerta.

Había dejado un notable rastro a sus espaldas. Ocho guardias, tres vigilantes de élite y un oficial de la Línea Sacra, aunque este último, probablemente aún seguiría con vida. Los demás fueron fáciles, pero el oficial se negaba a morir y tuvo que precipitarlo por una de las laderas de la gigantesca montaña donde se encontraban. Más por desgracia, los integrantes de la Línea Sacra eran reacios a comportarse como el resto. Eran unos bastardos, duros y desafiantes. Justo el tipo de retos que gustaban a Nar Xaxa, aunque no había podido dedicarle el tiempo que hubiese deseado, tenía una misión que cumplir y no tenía motivos para entretenerse. La Hilandera, no se lo perdonaría.

Se arrastró, sin dificultad, por el angosto tubo de ventilación. Sus huesos se combaron, los órganos de su cuerpo, se acomodaron al escaso margen. Solo un reducido grupo, selecto y secreto, era capaz de tal hazaña, hasta llegar a un pequeño habitáculo, donde se ensanchaba y podría sentarse para una corta espera. 

El tiempo era esencial. Aunque dudaba de que encontrasen los cadáveres, el cuerpo de seguridad no era tan estúpido, como para no sospechar algo pasaba. Pero ese mismo desconcierto, jugaba en su favor. Había dejado pequeñas pistas, pruebas no concluyentes, desviarían su atención y les provocaría errar, lo suficiente para darle ese tiempo que necesitaba. 

“Haz que tus enemigos duden” decía su maestra a sus alumnos. No podía darle más la razón, la duda era una poderosa aliada y sabía aprovecharla en su beneficio.

Empezó a montar su arma. Era un rifle de precisión, unas piezas de exquisita elaboración que costaban una fortuna. Podía atravesar uno de sus proyectiles, una pared del metal empleado en las naves espaciales de guerra, con más de diez metros de espesor, sin perder su potencia, ni su trayectoria. Las balas, eran un secreto su creación y ni el propio Nar Xaxa, lo conocía.

“Da igual, hoy tenéis un nombre marcado” volvió a pensar, mientras miraba por un pequeño orificio el lugar donde su víctima, en escasos momentos, ocuparía su lugar. Una sala abarrotada, donde diversos representantes se congregaban, a la espera que el máximo dirigente imperial, llegara al puesto de honor.

—Ahí estas —dijo, suspendiendo el silencio al que hasta ese momento se había sometido. La bala se introdujo suavemente en la recamara y con calma, producto de un acto reflejo al cual ya estaba condicionado, apuntó.

Iba acompañado de dos mujeres, con esa pobre escolta le seguían unos tamborileros, a la antigua usanza, flanqueándolos. El ilustre hombre se acercó al asiento y de improviso, le miró justo al punto de mira, sintiendo sus escrutadores ojos. Hizo una vigorosa señal y los tambores comenzaron a sonar…