Abrió los ojos, ojos de alma, ojos sin forma que
todo ven. Ojos antiguos que ahora no se comprenden, contemplar cómo caía al
abismo cuanto conocían. No habría lágrimas ni desaliento por su pérdida, solo
quedaría silencio en lo que perece. Sombras vacías, palabras marchitas, la
furia de la desesperación y certidumbre de quien sabe ha fracasado. La falsa
muerte que oculta la verdad a quienes no la miran, cara a cara, nada más…
El naciente sonido atrapa pensamientos relegados al olvido. Por
encima de toda aquella barahúnda, la figura observa el campo de batalla,
extiende sus límites hasta donde nadie podría predecir. La inmensidad de las fuerzas
congregadas sobrecoge, tal es la visión y cólera manifiesta que se evidencian en la locura del
enfrentamiento. La ciudad arde en muchos de sus puntos, llamaradas de fuegos
multicolores compuestas de matices irreales, levantándose como bocanadas de un
ser moribundo. Alzan hacia un cielo oscurecido, falto de razón para que alguien
observe su existencia, en una lucha desproporcionada.
Los muros caen ante máquinas de guerra, colosales
e impresionantes. Ningún bastión retiene los monstruosos engendros y desploman,
cual fichas de un juego colosal en manos de un gigante, ante su empuje. Las
magnificas construcciones son sacrificadas, el amor con que fueron construidas
queda desmoronado y solo la ruina domina
su lugar.
Las dos fuerzas se mantienen parejas, iguales en
pérdidas y ganancias. No ceden terreno ni desean hacerlo, determinadas a ser las
triunfadoras, a terminar con sus contrarios, a no dejar nada que recuerde su
existencia. Los escudos quiebran, las armas rompen y los proyectiles, surcan el
vacio entre su lanzador y el objetivo. Quienes se erigieron en mandos gritan
frenéticas nuevas órdenes, obedeciéndose sin discusión. Férreas llamadas a las
armas los mantienen sujetos en su frenesí y no hay propósito que despierte de
esta pesadilla.
Nada puede detenerlos, la ciudad cae por ambos
lados. Nada puede salvarlos, la causa de su enfrentamiento los condena. Nada es el nombre de su propia maldición, la auténtica oscuridad los envuelve, los arropa en esa lucha y no desea se detengan, salvo quien se mantiene expectante, alejado, observando
toda esa demencia y consciente de que si interviene, todo terminara.
Mira hacia el lugar donde una pequeña loma parece
ajena a todo conflicto. Allí, en una reposada y corta pradera de fina hierba,
luce la única luz a la cual quiere llamar suya. En el punto más alto de esa altura,
una flor, cuyo capullo permanece cerrado, resplandece ignorando cuanto ocurre a
su alrededor. Luce más allá de lo imaginable, evidenciando su origen incierto y
frustrando aún más, a quienes en miradas perdidas, la observan.
Odian y quieren. Desean y saben no podrán
tenerla, no pueden alcanzar ese deseo, pues otro hay quien la ha pedido para
sí. Ha declarado que es suya, y no permitirá nadie más reclame su posesión.
La mirada celosa enturbia sus ojos, el fragor de
esa luz poderosa la cual nunca cede su vigilancia, quema esos ojos
imperecederos. Abrasa su fulgor, el fuego de algo perdido que en su interior se
encuentra y ahora no recuerda. Aún así anhela, desea retenerla entre sus manos,
para siempre.
Aunque reconoce la verdad de que jamás podrá
tenerla, pues ningún amo ha de tener, ni se dejará poseer, ni conocerá palabra
alguna de posesión sobre ella. No desea afirmar esa creencia, la niega; su voz
y poder la doblegara. No permitirá escape de entre sus manos. El furor domina
su saber, ira sin medida, la locura de un deseo incumplido para dar rienda
suelta a cuanto ha negado hasta ese momento. Desea luchar, destruir, aniquilar
y cuando ninguna lógica queda, perece ante esas intenciones. Sin otra razón, se
lanza a la desesperante batalla.
No se puede detener lo eterno… ni parar lo que no
existe…