—Escucha, tres catorce, orden del
día.
—Sí, amo.
—Primero, desayuno fuerte. Tres
huevos fritos, dos salchichas medianas y una buena jarra de cerveza liofilizada
con un poco de sábila, para rebajar la digestión.
—SÍ, amo.
—Segundo, apertura del
laboratorio y zona de observación, quiero los cristales de la bóveda impecables.
—Sí, amo.
—Tercero, destrucción del planeta
Tierra.
—Sí, amo.
Tres catorce se quedó pensativo.
—¿Todo el planeta, amo? —preguntó
con la duda en su rostro.
—Todo, por completo —confirmó—. Quiero verlo
reventar, desmenuzarse en millones de trozos, escuchar los alaridos de su….
esto no, el espacio es un mal transmisor del sonido. Pero quiero que sea un
espectáculo visual a lo grande. Un fin grandioso, algo digno de mí.
El amo se levantó de su cómodo
sillón, poniendo una pose bastante ridícula mientras hablaba.
—Sí, amo.
Tres catorce tomó buena nota del
tercer punto del día. Le puso un circulito rojo, para que no se le olvidara.
—Preparadlo todo. Hoy debe ser un
día magnífico.
—Sí, amo.
Como otras jornadas, allí en la Luna,
en su guarida de supervillano, el amo daba instrucciones para su ejército de
clones, hechos a su imagen y semejanza. Una horda de millones de esclavos que
no hacían sino obedecer sus caprichos.
Tres catorce sabía que se le
estaba olvidando algo. Era algo importante, algo que había hecho pero no
recordaba. Tal vez, siete veinticinco lo supiera, tenía que ver con el día de
hoy, pues tenía una marca verde en su agenda y eso era algo significativo.
Ahora, lo importante era que el
amo quería desayunar, ocho diecisiete se ocuparía de prepararle cuanto había
pedido.
Con el apetito calmado, el supervillano se
dispuso para vestir con la dignidad suficiente que requería ese día. Se puso su
traje más elegante, de etiqueta, hecho a medida por el modisto más de moda que
había podido encontrar.
Se colocó ante el espejo,
metiendo la tripa que se obstinaba en salir y deformar su «estilizada» figura,
poniéndose el caro sombrero de copa, hecho de piel de castor, para tapar su
extendida calvicie y evitó sonreír. El último dentista no había realizado bien
su trabajo, ahora lo tenía reciclando en la zona de residuos radiactivos. Se
puso unos guantes blancos y cogió su bastón favorito.
Con su porte elegante, se dirigió
directo al laboratorio, donde nueve doce acababa de ultimar, junto a otros muchos, el trabajo del día.
—Hola, amo. Todo está dispuesto.
Se cuadró, inclinando su cabeza
cuanto pudo. Casi no pudo contener la risa por los pasos del amo, cual pato mareado, dio al entrar debido a los zapatos demasiado estrechos que calzaba.
Si deseaba destruir la
Tierra, de seguro querría utilizar su arma más destructiva: el cañón de
hadrones. Un ingenio de su invención que llevaba perfeccionando desde hacía
muchos años.
—¿Está preparado el cañón de
hadrones?
—Preparado y dispuesto, amo.
Se quitó el sombrero de copa y
los guantes, así como el bastón, entregándoselos a cuatro diecinueve para que
los guardase. Era hora de trabajar.
Se colocó en su asiento, evitando
dar un suspiro que sus subordinados pudiesen apreciar. Deshaciéndose del
calzado y poniéndose unas alpargatas mucho más cómodas.
«Malditos zapatos, deben estar
hechos por algún desconocido enemigo» pensó aliviado desprendiéndose de ellos.
Todo supervillano debía ir siempre impecable, aunque fuera doloroso.
—Perfecto, que el cañón de hadrones apunte
a la Tierra —dijo de forma pomposa.
Un monstruoso artefacto empezó a
emerger en la superficie de la Luna, con decenas de relampagueantes estructuras
cristalinas que lo cubrían.
—Que empiece la cuenta
atrás —el amo preparó con solemnidad su dedo índice para ejecutar el movimiento
final.
Se fijó que al lado de botón de
disparo había un pequeño sobre.
—Quince.
La cuenta regresiva había comenzado.
La cuenta regresiva había comenzado.
—¿Qué es esto? —señaló aquel
sobre a nueve doce.
—Lo dejó tres catorce para su
conocimiento, amo —contestó con toda celeridad.
—No puede ser nada importante
—dijo el amo.
—Ocho.
Miró el sobre. «No tiene
importancia» pensó.
—Tres.
Elevó el índice para caer sin
piedad sobre el bonito botón rojo de recargado diseño.
—Cero.
Apretó el pulsador.
Nada.
Siguió apretando con insistencia, cual furia desatada.
Nada de nada.
—¿Pero qué diablos pasa?
—preguntó indignado.
Todos se miraban nerviosos, nadie
entendía que había ocurrido.
Cogió el sobre y lo abrió.
«Querido amo, le informó que,
bajo ninguna circunstancia, toque el botón rojo del cañón de hadrones. El
sistema está sobrecargado y la Luna, con todos nosotros, explotaría en
diez segundos. Qué tenga un buen día».