jueves, 31 de enero de 2013

EN LAS TINIEBLAS



Abrió los ojos, no veía nada. Los volvió a cerrar, debía estar soñando, no podía ser de otra manera, aquello era una locura y él no estaba loco. La fisura crecía con cada mirada y un hedor cada vez más penetrante le inundaba las fosas nasales. Estaba allí, ante sus propias narices, la curiosidad había dado paso al temor, al miedo irracional que le dominaba. El primer impulso fue observar, ahora deseaba salvar su vida de lo que al otro lado pudiera encontrarse, no quería conocerlo. Todo su entusiasmo se convirtió en un lamentable error, fisgonear esos viejos textos no fue sino un idea desafortunada.

Mucho antes, antes de ver como la insensatez cobraba forma, era un estudiante modelo, uno de los mejores, sino el más ejemplar. En Nosonlastantas tenía buena reputación y podía acceder al material de la biblioteca de sus maestros sin ninguna restricción.

Había pasado quince años estudiando sobre la magia elemental y unos tantos menos sobre la espiritual. Entre los alumnos la elemental era conocida vulgarmente como “natural”, un término aceptado por todo el mundo para referirse a ella de una forma simple y más cercana. Esto no quería decir que hacer uso de esta fuese sencillo, a decir verdad no lo era ni lo fue nunca, se necesitaba mucho autocontrol y dedicación exclusiva para poder entender sus mínimos conceptos.

Al principio la libertad para poder acceder a ese fondo de sabiduría le convirtió en el ser más feliz de Gran Capital, pero los fundamentos de cuanto aprendía le parecían faltos de un verdadero contenido. Parecía como si le fuesen negados los verdaderos conocimientos, ocultándosele la fuente auténtica de poder mágico, el reverenciado “compendia”.

Necesitaba saber más, hundirse en la oculta ilustración de esa rama de extrema complejidad. Todo cuanto conocía le era insatisfactorio y empezaba a tornar su humor irascible e incontrolable.

Inició una búsqueda fuera de los límites de la escuela de magia, allí pudo comprobar no encontraría nada para saciar su apetito. Cuanto encontrase en la capital al final no merecía la pena, pues no eran sino redundancias de lo que ya conocía. Decidió entonces frecuentar lugares de esta, donde alguien pudiera darle indicaciones de cuanto quería, para comprobar aquella tarea no era fácil. La mayoría querían embaucarle y en más de una ocasión, tuvo que hacer uso de sus poderes para escapar de ladrones, no les interesaban los libros, sino la bolsa repleta de monedas del mago principiante.

Después de varias tentativas, el fracaso estaba asegurado. “Compendia” quedaría siempre lejos, cual susurro, como si fuese un cuento de niños. La autentica magia no existía, tan solo era un bulo, una fantasía creada para hacer suponer a todos una irreal dimensión de poder que nunca se alcanzaría. Debería conformarse con aprender cuanto pudiera de las dos ramas si demostradas, de ellas obtendría cuanto podían ofrecer y este era un vasto conocimiento, lo suficiente para complacer al más insatisfecho.

Dejo de buscar. Volvió a emprender la caza de libros en las inmensas librerías, acudiendo de vez en cuando a los maestros para resolver sus dudas, aunque en realidad estos no hacían sino confundirlo aún más. Con resignación, acalló sus enigmas y volvió a sus estudios. Todos sus dilemas tendrían solución si se esforzaba más en sus retomadas investigaciones.

Por aquella época, había causado sensación la llegada de un nuevo alumno, la gente hablaba sin pudor del enigma de su ingreso, más nadie conocía su aspecto. Se decía tenía un don excepcional y poseía un dominio de la magia jamás visto. Era joven, muy joven y por tal causa estaba restringido el acceso hasta él. Incluso su nombre estaba fuera de las listas normales de admisión, se comentaba  bajo la tutela de uno de los integrantes del propio Consejo Rector y por lo tanto a la propia responsabilidad de este. Ya nadie pudo averiguar nada más, así que olvidó este acontecimiento, siempre tendría tiempo de conocerlo cuando su tutor diese permiso para ello.

Un día quedó solo en la biblioteca, pasados ya varios meses de sus esfuerzos fallidos en el arte supremo, se centraba en comprender los entresijos de una complicada trama de conjuros. Con un montón de libros extendidos, su mirada iba y venía de estos con atenta resolución. Decidió necesitaba rebuscar en unas estanterías algunos textos que le ayudarían a dar mayor entendimiento a su mente, se entretuvo entre estas para oír a sus espaldas unos pies que se arrastraban a gran velocidad. Al estar tan solo él, el sonido claro de aquel movimiento lo puso en alerta y se volvió para ver quien estaba tras de sí. Solo vio una sombra rápida pasar como un velo ante sus ojos. Se frotó estos, cómo si aquella visión no fuese real y decidió ir en su búsqueda.

Gritó para advertir su presencia, así como para expulsar el breve temor metido en su cuerpo. No conocía de asesinatos en el colegio, pero sabía que a veces, podían ocurrir desafortunados accidentes. Se llegó hasta donde tenía toda su fuente de sabiduría expuesta, la mesa junto a la cual las pisadas cesaron. Nadie había allí, solo el renovado silencio inundó la sala donde se encontraba. Después de observar con detenimiento, concluyo sería una mala jugada de su agotado cuerpo, necesitaba descansar.

Recogió sus apuntes, empezando a poner cuántos libros había sacado en sus correspondientes lugares. Al mover los últimos, un papel doblado se desprendió, cayendo ante sus pies.

Su mano acudió presta a tomarlo, lo abrió y para su sorpresa vio tenía una referencia inscrita en el mismo: apartado 9040, estante 63, libro 034 AB. Dio un respingo, todo el mundo sabía que el apartado susodicho estaba desaparecido, pero la disposición del estante y su clasificación numérica parecían estar a su alcance.

“El estante 63 está a un paso de aquí” pensó resoluto. El cansancio desapareció, mientras el brillo en sus ojos demostró su creciente interés, deseaba ver de qué se trataba. Caminó o más bien corrió, hasta el correspondiente lugar, sus ojos miraron el estante AB y encontraron el libro que correspondía a esa descripción: Arka ma lidisman.

Quedo sorprendido de aquel título tan singular. No estaba escrito en la lengua común, más bien parecía un barbarismo sin sentido, las palabras así puestas no correspondían ni siquiera con el idioma arcaico. Lo abrió para sorprenderse con un gran contenido de esquemas y textos de bella confección, aunque estos eran ininteligibles, parecían adolecer del mismo mal que en la tapa se contemplaba. 

Entonces decidió llevárselo. Si hasta entonces nadie había reparado en él, tampoco lo echarían de menos si lo llevaba a su cuarto y así, en la intimidad podría examinarlo mejor. Con este tesoro recién adquirido, concluyó su jornada.

Una vez en su habitación, sacó el libro y lo dejo sobre la mesa. Ahora su interés se centraba en acostarse y dejar alejado sus pensamientos de cualquier tema relacionado con sus estudios. Se desnudó, con la camisola de dormir puesta se acomodó en la cama con agrado para conciliar su sueño.

No sabe cuánto tiempo pasó, sus ojos se habían cerrado de inmediato, pero escuchó un murmullo que no le dejaba descansar como quisiera. Se levantó, dispuesto a hacer callar ese sonido, saliendo incluso al pasillo para descubrir con desagrado nada se escuchaba. Volvió a su cuarto, en aquel lugar si se podía percibir con más intensidad, apoyó sus oídos contra la pared para intentar ver si su vecino era quien originaba aquel molesto ruido, pero su fugaz investigación determino no era el lugar de origen.

Se acercó a donde parecía ser este más fuerte. Provenía de la mesa o de algún lugar cercano a esta, se agacho para ver si este era causado por alguna conversación en el piso de abajo, no sería la primera vez que unas tarimas mal colocadas, permitían oír ajenas charlas. No era allí, sino de la propia mesa de donde venía.

Era el libro. Ahora podía leer la inscripción de este: Libro de los secretos. Lo tomó entre sus manos y abrió por una página cualesquiera, los textos antes indescifrables eran completamente legibles. Un deseo innato nació en él, cogió papel y una plumilla para poder escribir cuanto leía y comprobó con agrado como copiaba los escritos con suma rapidez, entonces empezó a realizar uno de aquellos esquemas. “Portal” se llamaba, lo dibujo con extrema delicadeza y cuando ya estaba a punto de terminarlo, con la plumilla y sin querer se rasgo uno de sus dedos. Una minúscula gota de sangre cayó, justo en el centro de aquel diagrama.

Al principio nada pasó, pero cuando lo concluyó, esta empezó a sisear. El punto rojo de sangre se tornó negro, empezando a crecer.

El hombre se echo para atrás, cuando aquella mancha creció más aún, se levantó de su cómoda silla. Empezó a oler un aroma indescriptible, mezcla de podredumbre y un dulzón que se pegaba a su paladar. Aquel borrón crecía sin control, la mesa desapareció bajo una oscuridad creciente. Un murmullo imparable le pitaba en los oídos, gritos y desgarros de dolor, un mar de tormentos que le infundió mayor temor que el propio horror que se abría paso de una irrealidad desconocida.

No sabía que hacer, estaba asustado, sobrepasado por aquel acontecimiento inesperado. Deseaba gritar y no podía; deseaba escapar, pero la razón le inducia a no dejarse tocar por aquel horrible borrón. Estaba atrapado y no deseaba ver que se escondía al otro lado, nunca lo quiso.

La puerta se abrió. Un ser pequeño entró en la habitación o al menos, eso le parecía. Lo veía en sus límites de visión, pues su vista enfocaba aquel horripilante hecho, hastiado de su presencia y con todo el deseo en su corazón de que terminase siendo un sueño, pero sabía era real, completamente real.

Un destello de intensa luz envolvió la habitación. Palabras llenas de innegable poder lo protegieron del abrazo de aquella oscuridad perfecta. Sintió unas abrasadoras llamas llenaban todo cuando veía, la sombra chilló abrazada por aquellas llamaradas, se contorsionó, intentaba luchar, pero el fastuoso conjuro la dominó, obligándola a contraerse hasta que está en un gritó final de amarga derrota, desapareció.

Volvió su mirada a su salvador. Su estupefacción no podía dar crédito a cuanto observaba. Era una niña, una mocosa de poderosos ojos oscuros y cabello revuelto, que lo miraba con una mueca de fastidio y sorpresa. Esta se dirigió a donde el libro se encontraba y clavó un largo alfiler incandescente en este. Crujió y se deshizo en una estruendosa llamarada azul, junto con los escritos que el imprudente hombre tomó. 

Satisfecha de haber acabado su trabajo, miró de nuevo a quien hubo salvado diciéndole:- No deberrías jugarr si no conoces las rreglas del juego. Nunca confíes de inesperrados encuentrros ni de rregalos incierrtos, vive alerrta y vivirrás más. –La niña le hizo una educada reverencia y salió del lugar con pasitos cortos.

-¿Cómo… cómo te llamas, pequeña? –preguntó el hombre en un último esfuerzo de comprender si cuanto había vivido no fuera irreal.

La niña se volvió, con una sonrisa más propia de una bestia salvaje, miró a los ojos del hombre y le respondió:- Testadurra, mi nombrre es Testadurra, señor –acto seguido se fue dando saltitos, como si cuanto hubiese pasado solo hubiera sido un vulgar entretenimiento.

El hombre quedo en la habitación mirando los restos de aquel infortunio. La mesa estaba destruida en la parte donde aquello creció, era el único vestigio de su incompetencia. Había estado a punto de perder su vida, y cuanto sabía de la magia apenas si era un minúsculo trazo comparado con el poder de aquella niña. Nunca podría competir con ella y su existencia como mago estaba acabada. Volvería a su casa, con su familia de ricos comerciantes y emprendería una sencilla labor, crear una nueva familia y olvidar cuanto de este encuentro hubo tenido.

Se acostó seguro de que el futuro de quien ahora conocía seria esplendoroso, ella era el nuevo alumno, una niña, en la cual los trazos de su rostro no dejaban lugar a dudas que cuando creciera, sería hermosa. Tan solo las cejas encorvadas delataban su extremo carácter y no dudaba de quienes se enfrentasen a ella, lo tendrían muy difícil, por no decir imposible.

Estaba cansado y mañana tendría que recoger todas sus pertenencias, dándose de baja en Nosonlastantas. Aduciría problemas familiares y se iría de allí para siempre. No quería pensar más y deseando dormir un rato, cerró sus ojos.

viernes, 25 de enero de 2013

CUENTOS Y CUENTAS (2ªPARTE)



Lo llevaron con ellos. La caravana, formada por ocho gigantescos carromatos y jinetes de variado aspecto, se movía hacia la esplendorosa ciudad libre de Aguasalsa. Pronto distinguieron las murallas blancas, el símbolo distintivo de aquel lugar, se decía evitaban que el mal las traspasase, aunque la misma no estaba libre de ladrones o asesinos, embaucadores y pillos de toda condición. Pero eran unas hermosas murallas y sus lienzos causaban la admiración de quienes la contemplaban.

-Me gusta esta ciudad. Hay buena gente en ella –dijo Cantabulla con un manifiesto cariño.- Además, saben apreciar el arte en su medida justa –continuó diciendo.

-Y son generosos en demostrarlo –sentenció Bolsadeoros en una amplia sonrisa.

-Si, lo son. Y por ello nunca olvidamos volver por aquí, aunque han pasado unos cuantos años. Cinco, si mi memoria no me confunde –concluyó el famoso bardo.

-Cinco y medio, maestro. Cinco y medio –resolvió Finasilla, asomándose descarada por una de esas ventanillas por donde tan ágilmente descendió.

Trapopiel iba entre los dos hombres, el amplio cuerpo de Bolsadeoros ocupaba casi todo el estante donde se sentaban, dejando un pequeño margen para poder disponer su asiento el descansado trasero. Intento mirar a la chica que hablaba, pero la inmensa figura le obstruía cualquier acción que emprendía.

No fue difícil para sus acompañantes ver el interés de este por tener una línea visual con la muchacha. Lo comprendían, era muy bonita y además una artista consumada en el equilibrio y la farándula. Pero los integrantes de este mundo defendían a su gente de las miradas curiosas y el muchacho aún no pertenecía a los suyos, por lo tanto, aún entendiendo su deseo, evitaron la viesen.

Este iba callado, escuchando las curiosas conversaciones entre esos dos recién conocidos. Habían sido comprensivos con él, pero no comprendía el interés de estos por su canto, así pues callaba meditabundo en sus propios problemas. Sus padres le darían una buena bronca si intentaba cambiar el ritmo de su vida y no veía solución alguna, aún con la palabra de aquel bardo despreocupado y apasionado, no significaría ninguna diferencia.

Los guardias vieron sus documentos, mostrando una alegría desacostumbrada en estos férreos vigilantes. Las chicas se asomaron de nuevo y gesticulaban con aquellos, en un juego inocente de persuasión y galanteo, había muchas: morenas, rubias y pelirrojas; de pelo largo y corto; con ojos grandes y pequeños; altas y bajas; de toda condición, pero todas eran arrojadas y seguras en sí mismas, era una seguridad que Trapopiel envidiaba sin lugar a dudas.

Una vez en la ciudad, la población se arrimaba entusiasmada a ver a los visitantes inesperados. Salieron hombres que hacían cabriolas en los tejados de los carromatos, lanzaban teas de fuego en posiciones imposibles y juegos de ilusionismo que encandilaban a quienes les miraban. Aplaudían y obstruían el paso normal de las calles, tal era la muchedumbre reunida.

Trapopiel nada de esto veía, atrapado en aquel asiento escuchaba los golpes de pisadas en el techo del vehículo donde se encontraba, al parecer las jóvenes estaban ofreciendo un esplendoroso espectáculo y él deseaba verlo.

-Muchacho, no dude un instante cuando te dije mi nombre llevabas una vida muy retirada del mundo. Al igual que esta, apartas tu mirada de las cosas realmente importantes, por ello no te extrañe nada veas de la grandiosa representación de los míos. Siempre te lo has perdido y sigues empeñado en ello –dijo Cantabulla con una profunda calma.

Esto encrespó al chico y en un arrebato de decisión, se levantó, poniendo en riesgo su propio equilibrio. Sin dudarlo se agarró del techo e intento alzarse para ver cuánto en el tejado ocurría, no era fácil pues este se encontraba alto y el no era ningún atleta.

-Vaya, el imberbe tiene sangre en sus venas. Comenzaba a dudarlo –exclamó Bolsadeoros.

Notó como alguien le cogía de las piernas y lo levantaba, lo suficiente como para permitirle ver el acontecimiento que se perdía desde su inapropiada posición. Allí vio a Finasilla y otras cinco mujeres dar saltos y volteretas dignas de ser recordadas para siempre. Se movían como un reloj: precisas, rápidas y sin temor alguno, aún a pesar de que su número en un carro en movimiento, requería una habilidad única.

La joven percibió la mirada de este sobre ella, se separó de sus compañeras y sin más explicación lo arrastró hasta el tejado. Tenía más fuerza de la que realmente aparentaba, no dudaba si así lo quisiera podría infringirle un grave daño con poco esfuerzo.

-Para ver bien la actuación, hay que formar parte de ella –dijo la morena mientras lo empujó con brío hasta el centro del techo. Las demás sonrieron el reto que aquel obstáculo les suponía, empezaron a moverse a su alrededor, para ejecutar saltos y piruetas de gran complejidad. Ni uno solo de estos le rozó. La gente aplaudía a rabiar, pues lo consideraban parte de la improvisada distracción.

Todo acabó cuando la guardia proveniente de Dosabuelas, la fortaleza militar de Aguasalsa, llegó para imponer el orden. 

Un oficial se acercó hasta el primer carromato, mientras los soldados despejaban el lugar para hacer el transito mas fluido. Era un hombre con una ostentosa coraza y la librea de la ciudad, la taza y el plato, dibujados en esta.

-Maestro Cantabulla, es un gran honor para Aguasalsa su presencia. El gobernador y el Consejo de la ciudad os dan su bienvenida más cordial. Si hacéis el favor de seguirme, os conduciré a donde podáis aposentaros para vuestra feliz estancia. Mi guardia os escoltará como muestra de nuestra reverencia por vos… -miro a Bolsadeoros, no fue una mirada de apreció, sino de consternación- …y a vuestra gente.

Bolsadeoros hizo caso omiso de aquel gesto y saludó con respeto. Podía parecer un patán y un bruto, pero no lo era en absoluto. Tenía demasiada escuela de vida para dejarse llevar por instintos más primarios y siempre se mostraba correcto, aunque en su interior, supiera no lo querían a él y su gente. Más la baza de llevar con ellos al insigne bardo, les permitía cualquier licencia. La ciudad no podría rechazar al gran Cantabulla.

-¿Tan conocido es? No lo sabía, nunca había escuchado su nombre –comentó extrañado Trapopiel.

-¿Dónde has estado? Encerrado no, eso es seguro, tienes la piel bronceada por el sol. Pero es como si lo hubieses estado, ausente de cuanto te rodea –dijo una perspicaz Finasilla, mientras prestaba toda su atención a la conversación que abajo se sostenía.

-El maestro Cantabulla es el mejor bardo de todos los tiempos. Su nombre está inscrito en la propia galería de arte del palacio imperial y solo a los muertos se les reconoce tal honor. Si él dice vales, es que realmente eres valioso y nadie duda de las decisiones del más grande de todos los tiempos –recalcó una chica castaña que se colocó a su lado.

Finasilla la miró y asintió esa contestación. Era hora de bajar del techo y dejar su exhibición para mejor momento. Lo cogieron entre las dos, arrastrándolo hasta el borde, allí lo sujetaron para gritar cómplices:- abajo el fardo. –Cayó entre los dos hombres que sonrieron esta inesperada llegada, para su asombró el muchacho no sufrió ningún mal, se asentó en su sitio con el impulso y precisión adecuada, pero en su gesto se comprendía el susto al cual le habían sometido en su caída. Parecía cosa de magia, pero era una simple cuestión de estudiada habilidad.

Las mujeres en una muestra de su exquisita disposición a la contorsión, se introdujeron por las ventanas sin esfuerzo aparente, dando por concluido aquel acto.

-Bueno muchacho, es hora de dejarte. Hoy ya es tarde, pero mañana a primera hora iré a tu casa y tendré una tranquila charla con tu familia –dijo el bardo, mientras lo miraba con sinceridad.

-Charla tal vez, tranquila lo dudo –exclamó de forma inconsciente- ¿pero… no os he dicho donde vivo? ¿Cómo me encontrareis entonces?

-Bueno, creó que preguntando por Trapopiel, hijo de una estimable familia de contables, podríamos llegar a saber dónde vives. Aunque hay otras formas –Cantabulla puso su rostro más amable en su última frase.

-Ya… no me queda sino decírsela, en este momento. Pero, y si miento. ¿Cómo darán conmigo?

-No eres de los que mienten en esas cuestiones, lo notaríamos enseguida. Además, no tienes nada que perder y en ello no me equivoco, ¿verdad?

Deseaba un cambio en su vida y aquella era una oportunidad única. Si podía dar rienda suelta a su creatividad, seria la persona más feliz del mundo. Le dio sus señas y una descripción completa de cómo podrían llegar hasta su casa. Satisfecho, se despidieron hasta el siguiente día.

Cantabulla lo observó marcharse, en ese momento dejó las riendas a Bolsadeoros y entró en el carromato, las muchachas descansaban recostadas en unas cómodas literas y algunas de ellas incluso dormitaban. Se llegó hasta donde Finasilla se encontraba, colocándose a su altura.

-¿Podrías dármelas? –inquirió con gesto de preocupación el bardo.

La chica sonrió maliciosa y sacó de debajo de su almohada las libretas que birló a Trapopiel. Nunca lo habría hecho si el maestro en persona no se lo hubiese pedido, pero no le había agradado ese acto.

-¿Para que las queréis? Parece una excelente persona y no me gusta haberle quitado esto –contestó lamentándose.

-Se las devolveré mañana. Antes he de conocer a que nos enfrentamos, podría ser uno de ellos- dijo con una mirada en la cual no se reflejaba ninguna duda, se alejó de allí mientras abría una de estas y contemplaba lo escrito por el muchacho.

“Uno de ellos. ¿Es posible?” pensó asustada la chica. Si así era, todo se volvería demasiado complicado y la verdad, le gustaba aquel despistado jovenzuelo.

jueves, 24 de enero de 2013

CUENTOS Y CUENTAS (1ªPARTE)



Abrió los ojos, no iba a contar nada. Siempre hasta aquel día, los cuentos, las invenciones fantasiosas fueron su vía de escape, con ello iba por los caminos y con la ganancia de estos vivía. Eran su vida y la forma de alimentarse más llevadera a la cual aspiraba. No le agradaban los trabajos físicos, ni el permanecer encerrado durante largas horas entretenido en tediosos libros de cuentas. Le gustaba estar al aire libre, que el viento le azotase el rostro, sentir el sol del verano y tumbarse donde quisiera y cuando le apeteciese. Era bardo y como tal, había sentido la existencia desde el primer momento en que tuvo constancia de ello.

Ahora el hilo vital estaba amenazado, las afiladas formas de acero truncarían sus esperanzas de llegar a algo más que un caminante aventurero. El no era un buen luchador, manejaba la espada sin acierto y nunca aprendería a desenvolverse en esas lides. Habían pagado por su muerte, su osadía al tratar temas velados por oscuras tramas y su afición por inventarse lo demás, acabarían con él. 

Los miró a sus caras, pero estos las ocultaban con grandes pañuelos negros. Solo sus ojos permanecían libres de cualquier obstáculo, unas ventanas a la realidad de cómo era el mundo. Despiadados y resolutos. Sus palabras mudas, solo reveladas por sus siniestros movimientos era cuanto pudo deducir, el silencio era mucho más temible y este era profundo, al igual que los ojos de esos hombres, acostumbrados al trabajo de exterminar sueños, sus sueños.

Años atrás, pues aún era joven cuanto esto aconteció, su padre decidió debería continuar con el negocio familiar. La contabilidad y con ello, el manejo de cantidades ingentes de dinero de los demás, era la forma de ganarse el sustento y la merecida fama de su familia acreditaba una buena bolsa de clientes.

Ya desde pequeño pasaba largas horas aprendiendo a equilibrar balances y a realizar diversos problemas de algebra. Se le daban bien, aunque su mente navegase a veces muy lejos de allí. Le gustaban las excursiones y las pocas veces que tenían lugar estas, eran para él su mejor regalo. Agradecía esas salidas al campo, lejos de la ciudad donde vivía, la ciudad libre de Aguasalsa, la más grande de todas ellas y en su opinión, la más insufrible.

El clima húmedo favorecía el crecimiento de verdes pastos y aquel paisaje lleno de exuberancia natural, enardecía sus sentimientos de ver mundo. En secreto, cuando nadie le veía, acudía a la biblioteca donde examinaba los mapas de Tamtasia, aún sabiendo estos no le servirían para hacerse una idea de adonde dirigirse, solo exaltaba el deseo de querer conocer a aquellas gentes lejanas y sus costumbres. Se imaginaba a si mismo por las sendas entablando amistad con variadas personas y estas les narraban las bondades de sus tierras, con sus conocimientos ocultos y él se maravillaba de esas historias.

Tanto le gustaba idear esos encuentros que los terminó creando y luego para darle más verosimilitud, los cantaba. Y su canto era bueno, su voz resonaba con fuerza y encanto, con timbre ajustado y espíritu en su letra. Más se guardaba de que su familia le escuchase, no fueran a negarle ese placer y así en breves salidas a los campos circundantes daba rienda suelta a su necesidad.

Como otros días se encontraba a la sombra de un viejo olmo solitario, los grandes bosques quedaban al oeste, lejos de estas praderas y los árboles eran pocos y muy espaciados. La fuerza del sol del mediodía le aconsejó quedar allí, hasta que fuese la hora de retornar a casa, un par de horas de intensa caminata, aunque no le importaba, prefería ese solaz, lejos de la intensa urbe donde transcurrían las lentas y difusas jornadas de aburrido trabajo.

Se había llevado un buen trozo de hogaza, queso y un poco de vino. Holgazaneaba sentado apoyando su espalda en el duro tronco, ramoneando la comida de poco en poco, mientras pensaba como componer su siguiente canción. Cuando su mandíbula descansaba tatareando el compás de la estrofa ideada, las ideas le bullían. Venían a su entendimiento cual ruda cascada y a duras penas podía contener la creatividad aflorada de esta forma.

Le entraron unas incontenibles ganas de cantar y sintiéndose solo, lo hizo. La voz se envolvió de la ligera brisa del mar, cuya orilla cercana se encontraba, sintiéndose arrastrada por esta y perdiéndose por el horizonte, en la dirección caprichosa de los golpes de viento.

Se sintió satisfecho, por ello estuvo esforzándose durante un rato más. El buen día favorecía su estado de ánimo, le empujaba a dar rienda suelta a su alma reprimida y constituía una agradable velada para su entender. Ello le daría fuerzas para otra tediosa semana de insoportable encierro, entre números y cálculos que no le agradaban.

Cuando acabó las viandas, reconfortó su garganta luchadora con el último sorbo de buen vino que le quedaba. Era hora de volver a casa y abandonando su refugio, retomó su paso en dirección a su reprobada subsistencia.

El camino conservaba las rodaderas de las intensas caravanas que del imperio y otros lugares se llegaban a la conocida ciudad. Una senda segura, lejos de otras partes donde bandidos y pillastres aguardaban a los imprudentes para vaciarles de sus posesiones.

Caminaba distraído, apuntando en su libreta de buen papel, el único lujo además de su comida, con el cual se acompañaba. Escribía golpeando con su desgastado lapicero, cuanto recordaba de sus nuevas composiciones y el ritmo de aquellas. Ya disponía de varias de estas libretas llenas de sus ideas y se creía capaz de incrementar este número, si la magia creativa seguía llenándole con sus impulsos arrebatados.

Escucho una voz, alguien parecía llamarle. Se volvió para comprobar como un inmenso carro se abalanzaba hacia donde él se encontraba. Asustado, decidió apartarse del camino, dejaría pasar esa urgencia y proseguiría su vuelta.

Este le alcanzó, levantaba una pequeña nube de polvo que le seguía y al detenerse a su altura les sobrepasó, envolviéndolos y haciendo en cierta forma imposible, presentarse a quien de forma audaz lo llevaba. Una vez despejada, con el muchacho contable aún desprendiéndose de la capa que a su cuerpo se hubo pegado, un hombre decidido bajó de un brinco para plantarse ante su cara sin miedo alguno.

Los ventanales del carromato se abrieron, cuatro de ellos en total y por este aparecieron los rostros de unas guapas muchachas que absortas miraban aquel acontecimiento. La puerta trasera cedió para que un hombre de aspecto fornido mirase a ambos con ánimos de reprochar aquel trote inconsciente.

El hombre que tan ágilmente saltó hizo una reverencia y con el sombrero en la mano se acercó al sorprendido chico.

-¿Habéis oído? ¿Lo habéis percibido? ¿En qué dirección fue? ¿Lo conocéis? ¿Me diréis su nombre? ¿Por favor, os lo ruego, es una necesidad de vida o muerte? -En sus alocadas preguntas se adivinaba una intranquilidad manifiesta y el deseo de continuar la búsqueda en cuanto obtuviese respuestas.

-Perdonad señor, pero no he oído nada. No sé a que os referís, creó no puedo ayudaros. -Contesto con la máxima serenidad que pudo.

Se encontraba tan asustado como aquel encuentro adivinaba, ese hombre parecía bien educado y correcto, pero la troupe que a continuación llegó tras ellos, era un circo al completo. Siete carros más a toda velocidad que permitían sus gruesas formas y sus abigarrados ocupantes.

-¿Qué diantre ocurre aquí? Maestro Cantabulla, tenéis toda mi admiración, pero esta vez os habéis vuelto loco. -Miro al chico de arriba abajo.- ¿Quién eres, joven? -El hombre bajó del carro, parecía airado y se le veía descompuesto por cuanto se adivinaba un viaje un tanto violento.

-Yo… yo no soy nadie, señor. Solo caminaba de vuelta a casa. A mi casa con mi familia, no creo haber hecho nada malo -estaba nervioso e intentaba ocultar su libreta de la forma más discreta posible.

-Estáis confundiendo al agradable muchacho -dijo una guapa morena que sonreía con sus increíbles dientes perlados- Esto es asunto de mujeres, Maestro Cantabulla y mi señor Bolsadeoros, solo de mujeres -afirmó mientras guiñaba el ojo a sus compañeras y bajaba del carromato a gran velocidad.

La chica era ágil y contorsionó su cuerpo lo suficiente para curvarse y caer sin daño alguno al suelo, con un salto mortal y girando en el aire. 

-Oh, Finasilla, algún día vas a romperte el cuello -reprobó el hombre grande con gesto hosco.

-No será hoy. Pero veamos a este chico de bonitos ojos que nos tiene que decir. ¿Lo has oído, verdad? -la morena de pelo corto se acercó con cuidado hasta ponerse a su lado. Lo miraba con atención, como si lo estudiase y se interpuso ante las demás miradas curiosas de todos sus compañeros.

-¿Oír, qué? –pregunto indeciso.

La chica lo cogió de la mano y lo arrastro con ella, llevándolo lejos de aquel nutrido grupo. Lo alejó lo suficiente, entonces se sentó en el blando lecho e invitó al chico a sentarse junto a ella.

-Las canciones. Has escuchado las canciones -dijo con total claridad.

-¡Las canciones! Yo he cantado hace un buen rato. Pero a nadie más he oído, a nadie… -se calló, ahora dudaba si era él quien había armado aquel revuelo. No le parecía para tanto y temía si se delataba sería objeto de serias burlas por aquellos entendidos. La gente de los caminos y esta en particular tenía el don de reconocer el talento, pero él jamás se estimo tanto como para volverse un profesional.

-Canta para ti. Si no quieres te mire, ignórame. Mira en dirección del mar, olvídate de mi y de los otros, canta para ti. –Su voz era muy persuasiva, podría engatusar a un ladrón para que devolviese todo su botín, se puso a su espalda, no quería intimidarlo y esperó.

La visión de esa joven tan decidida le inspiró un cantar afortunado, la alegría del encuentro y la pérdida de este. Un inesperado silencio se cernió a su alrededor, la naturaleza escuchaba y callaba sus sonidos, este era especial y lo meció con cuidado. Cuando acabó, pues fue breve, miró a la joven. Ella lloraba, una intensa emoción la había dominado y se abrazó al muchacho, este estupefacto dejo que aquellos suaves brazos lo rodeasen, luego un cálido beso selló su destino.

-Jamás he escuchado algo así. El Maestro Cantabulla tendrá un duro rival contigo, es hora de marcharnos -se levantó y le ofreció la palma de su mano. Todos los miraban en contenida emoción y rompieron esta con sonoros aplausos.

Cantabulla se acercó a su altura y saludo efusivo:- ¿Cómo te llamas?

-Trapopiel es mi nombre, señor -contesto con humildad.

-Trapopiel, yo no soy tu señor, soy tu compañero, pues me has demostrado tener un don del cual muy pocos pueden alardear. Yo te enseñare a ser mejor aún, no porque no lo seas, sino porque aún debes aprender de cuanto te ofrece la vida, eres joven y la juventud de tu cuerpo la perderás, pero la que nunca se marchitara es aquella que nunca muere. Sobre esa te instruiré, pues de ella nada sabes.

-Pero mi familia nunca me dejará ser un bardo, ni viajar por los caminos. La tradición me empuja a ello, me obliga a continuar…

Cantabulla alzó su mano para acallar las protestas del muchacho.- Cuando yo en persona vaya a ver a tu familia, nadie podrá retenerte, nadie. Palabra de bardo viejo.

La muchacha guiño el ojo, poniendo colorado al chico. No dudaba de ninguna manera, Finasilla iba a constituirse en una interesada compañía.

martes, 22 de enero de 2013

LA HORMA DEL ZAPATO



Abrió los ojos, los temores de niño se reflejaban en su rostro, sudoroso y macilento. Había soñado de nuevo, con monstruos saliendo del interior de la tierra, seres horribles que parecían cuerpos a medio hacer. Veía como lo perseguían sin darle tregua, encorriéndole a una velocidad la cual no podía igualar, acechando entre risas maliciosas quienes retumbaban en sus oídos y al final, atrapándole.

Ese momento era el peor de todos, olía la podredumbre, aquel rancio aroma de descomposición, se le metía por la nariz sin poder evitarlo entrando dentro de su cuerpo. Notaba ese gélido contacto, el fin de su existencia y la presencia de algo mucho más terrible tras de sí. Un mal completo, de inenarrable sustancia, se adueñaba de su forma imperecedera. No podía ser visto por unos ojos mortales, pero existía y aquel terror lo despertaba.

No podía gritar, agarraba la manta como si de un escudo se tratase, como si esa débil defensa supusiera su salvación. Ya empezaba a amanecer y en poco tiempo debería de levantarse para ayudar a sus padres con el mantenimiento de la granja. 

Llevaba mucho tiempo soñando cosas parecidas, mas no decía nada a sus progenitores para no preocuparlos. En aquel pueblo, como en otros de la comarca, las supersticiones eran algo cotidiano y un niño con semejantes pesadillas, pondría en peligro la propia supervivencia de su familia. Comprendía por tanto, era mejor callar. Se dispuso a vestirse, a dejar de lado su carga, preparándose para la larga jornada.

Esta vez hubo ganado un poco de tiempo, las sabanas se le solían pegar y le costaba salir de estas, con los cabeza de familia levantándose aún y aseando sus cuerpos, tenía tiempo por una vez, para arreglar su cama. Aún eran jóvenes y mantenían esa esperanza de un futuro mejor, su padre cantaba con fuerza una bonita arenga militar, en sus tiempos de mocedad fue soldado, pero aquella vida no le atraía y merced a conocer a su madre, una bonita aldeana, decidieron formar esa estable relación.

Siempre los abuelos les amonestaron por no haberse casado, eso contradecía toda la tradición del pueblo y eran mirados como unos bichos raros. Pero eran buenas personas y este hecho les salvaba de injurias y maledicencias, aunque no evitaba a veces, los cuchicheos.

Su padre, Casipifias, había ganado una considerable cantidad de dinero con una apuesta de caballos. Con ello pudo comprar la granja, ganado y tierras, lo suficiente para mantenerlos sin necesidad de recurrir a nadie. Eran buenas las cosechas, incluso podían permitirse vender los excedentes y pudieron hacer un capital que les servía de colchón contra posibles malos tiempos.

Era un hombre fornido, con un amplio pecho como un toro y el aspecto de poder partir una roca con sus propias manos. Sonreía en abundancia y estaba siempre cortejando a su madre, Milsetas, como si se viesen cada día por primera vez. Esta era de caderas anchas y de pechos pequeños, pero en su conjunto constituía una agradable visión, también risueña y dispuesta a compartir su alegría constante.

El niño preparó la mesa para el desayuno y dispuso las viandas, calentó la leche y tomo un sorbo de esta para comprobar su punto justo, estaba perfecta. Se sentaron todos a dar buena cuenta y coger fuerzas para el trabajo, cuando acabaron su padre se dirigió a los campos de labranza, su madre a atender el ganado y él a la escuela donde le enseñarían a leer y escribir. Pero era un bribonzuelo, siempre escabulléndose de las clases, para ir con varios amigos a explorar las zonas alrededor de la comarca Solomía. Siempre le llamó la atención la pequeña congregación de magos aprendices que a una legua se encontraba del pueblo, estos necesitaban de sirvientes y les pagaban sus servicios, ayudándoles en sus inusuales tareas.

Ganaban así algunos céntimos de eurillo, lo suficiente para darse algunos caprichos de golosinas y aprender el oficio de mago, se sentían fascinados por esa profesión, pero al que más le gustaba y no ocultaba su entusiasmo, era Pifiasmil.

Pasaron los años, el niño se convirtió en un joven enorme, más grande que su padre y cualesquiera del pueblo. Anchas espaldas y brazos fuertes, su madre tenía dificultad para ajustar la ropa de este. A veces, necesitaba dos piezas para poder hacer una y nadie en la región vendía una vestimenta adecuada a su tamaño. Por ello, su forma de vestir era un tanto extravagante, pero quienes lo conocían y veían a diario, se acostumbraban a esta, sin causarles extrañeza.

Ya había dejado la escuela y ayudaba a su padre en las tareas del campo. Tan eficaz era su ayuda que estas se terminaban en un par de días, pudiendo mediante un precio convenido colaborar con otras haciendas a realizar sus siembras y demás asistencias. Pero Pifiasmil no quería pasar toda su vida en estos menesteres y dejó bien clara su preferencia. Quería ser mago, y deseaba serlo a toda costa.

-Pero hijo mío, ¿lo has pensado bien? Lo tuyo no es los conjuros, ni magia alguna -comentaba preocupada su madre, intentaba disuadirlo de esa insensata afición, mientras este preparaba su equipaje. Iba a trasladarse al día siguiente a la comuna de magos y allí llevar a cabo la realización de su sueño.

-Pero si no sabes… -el padre fue a decir algo, aunque se contuvo con la feroz mirada de su hijo. –Bueno, no sé como lo vas a hacer, pero nosotros intentaremos apoyarte en tu decisión. Y si no fuera bien, siempre puedes volver a casa, tenemos una buena posición y no te faltará nunca de nada.

-Gracias, es mi mayor deseo. Siento dentro de mí la llamada de la magia y el impulso de aprender cuanto de ella pueda -lo decía totalmente convencido, con el embalaje de alimento terminado, nada quedaba más que esperar transcurriese ese último día en compañía de sus padres.

No iba a estar lejos, diez leguas les separaban, la comuna hacia tiempo se hubo trasladado un tanto más lejos, si deseaban verse no lo tendrían difícil. Además, le regalaron sus dos mejores mulas: Esmeralda y Rubí, con las cuales se aseguraban además de un buen transporte, la seguridad de que estaría protegido. Aunque familiarmente las llamaban “las gemelas”.

La madre se abrazó al hijo y le dijo algo a su oído que su padre no escuchó. Sorprendido por tal revelación no hizo mención de este hecho y espero pasase todo el día para acudir al granero, lugar en el cual le haría mención de un secreto familiar que pasaba de generación en generación.

Cuando llegó la hora, Casipifias se encontraba al otro lado de la propiedad, arreglando una valla que su mujer le había dicho estaba en mal estado. Milsetas acudió a la hora en el sitio indicado, allí se encontraba también Pifiasmil con cara de inquietud.

-¿Qué es ese secreto, madre? -preguntó este con aturdida voz.

La mujer sonrió, no existía ninguna malicia en aquel encuentro, solo debía de hacer lo que constituía su obligación y así se dispuso acometer su herencia casera. Oculta tras unos gruesos fardos se encontraba una pequeña portilla, tras ella había un paquete envuelto en unos lienzos de cara confección y más antiguo abolengo. Llevaban el símbolo del árbol secreto, un antiguo escudo que los ancestros de su madre habían portado desde hacía muchos siglos. Lo depositó en los brazos de su hijo, quien perplejo intentaba averiguar la hechura de tal ofrenda.

-Esto es tuyo. Es hora de responsabilizarse de este legado, tu legado -dijo al entregárselo.

-Parece pesado, pero no comprendo la razón de todo esto. ¿Qué es? -lo sostenía entre sus manos, parecía algo largo y estrecho. No se atrevía a desenvolverlo del paño, solo esperaba una respuesta de su amada madre.

-Ahora no es el momento, cuando estés en tu nueva casa, entonces podrás abrir el paquete. Solo entonces, ¿de acuerdo? -le miró con ojos cariñosos, una de sus manos le acaricio el rostro en un gesto maternal. –Cuando lo hayas abierto, todo se revelara por si solo.

-No será algo peligroso, algo ilegal -comentó más preocupado según lo sostenía.

-No, no. Es muy común, pero al mismo tiempo es muy diferente. Nada más tengo que decirte, ahora es tuya y no hay nada más por hablar -se dio la vuelta y volviéndose de nuevo dijo: -guárdalo con tus cosas y ven a cenar. Se hace tarde y necesitaras todas tus energías para mañana.

El padre esperaba en la cocina, tenía preparada la mesa y aguardaba curioso a su mujer, esta no dijo nada al llegar, limitándose a sus tareas. Su hijo tardó un poco en acudir, cuando este entró la mujer hizo un guiño a su pareja. Estaban de acuerdo en traspasar su secreto al hijo, pero les parecía menos violento si la madre se lo daba como si fuese un regalo menor. 

Todos cenaron con buen humor, como un día cualquiera y después de descansar cuanto consideraron necesario se fueron a la cama. Los padres se metieron en esta, estaban rendidos por la emoción que representaba aquel momento, abrazándose con cariño.

-¿Crees hemos hecho bien? Puede parecer cruel, cuando esté libre de su envoltorio, no dejará de interrogarle y suele ser muy perspicaz -dijo el hombre.

-Nos ha aconsejado siempre bien y a mis ancestros los sirvió mejor aún. Es un tanto pesada, pero es fiel y valerosa cuando se la requiere. Cuando le dije que sería un gran mago se rio con ganas, pero me tranquilizó saber prometió cuidar de él. Nada malo le pasará mientras la conserve, nunca nos ha causado ningún mal. Al contrario, siempre nos protegió, en todo lugar y a todas horas. -La mujer fue tajante en su afirmación, conocía esa herencia desde niña, cuando sus padres se la presentaron y durante muchos años forjo una estrecha amistad, muy extraña, pero amistad al fin y al cabo. Su hijo podría fracasar en su intento de mago, mas según las revelaciones de su amiga, el destino le reservaba grandes acontecimientos.

En los hatos y alforjas preparados se encontraba un nuevo bulto, envuelto contra miradas ajenas. En este la forma de un utensilio se escondía, una antiquísima arma con voluntad propia, había servido en muchas batallas, en combates atroces, pero ahora llevaba una tranquila existencia, conviviendo en armonía junto a gente a la cual había llegado a apreciar. Se rió mucho con la ocurrencia de su nuevo señor, ser mago no le cuadraba en el destino de ese muchacho, por mucho que se empeñase. Era más, mucho más que eso, y sabía por tiempo y experiencia de todos esos temas. Era Bebedetoo, la legendaria espada, parlanchina y bebedora; deslenguada e insufrible; valiente y decidida.

Pifiasmil estaba nervioso, iba a emprender una nueva vida. El misterioso regalo de su madre le impedía conciliar el sueño, tal vez era algún artilugio mágico con el cual podría obrar grandes proezas. Se veía a si mismo ascender en el rango de la magia e incluso, llegar a ser archimago. Pero aquellas ensoñaciones despiertas dieron lugar a que le fuera dominando el cansancio y presto a soñar en ellas, olvidadas sus pesadillas, las cuales de tanto en tanto, aún le atormentaban, cerró sus ojos.