lunes, 22 de febrero de 2016

EL ÚLTIMO BESO



La rampa descendió con rapidez golpeando con un ruido seco la dura superficie de material sintético. Al mismo tiempo, los gases de la despresurización emanaron por ambos lados de la lanzadera, emitiendo un suave silbido que rompió el silencio que envolvía el gigantesco hangar.

Una poderosa figura se deslizó por dicha rampa hasta llegar rauda, como hombre de máxima confianza ante quien le esperaba, doblando una rodilla en señal de sumisión a su señor: el emperador.

—Maestro, os traigo buenas nuevas —la figura negra se alzó en todo su esplendor, eclipsando a cuantos le rodeaban. No en vano después de su maestro nadie podía discutir su liderazgo.

—¿Lo habéis encontrado? —dijo el hombre encapuchado con cierta impaciencia, a quien flanqueaban seis guerreros con sus cascos y armaduras teñidos de un rojo vivo.

—Sí, mi señor. Y está en mi poder —contestó con suma satisfacción su más leal sirviente.

—Excelente, excelente —el ambicioso emperador se vio obligado a dar unas pequeñas palmadas de aprobación. No tenía buena cara, con un gesto que no dejaba lugar a dudas auspiciaba que la misión se completara en el menor tiempo disponible.

Ambos empezaron a caminar, mientras unos rápidos servidores automatizados se encargaban de recoger un embalaje y darle su oportuno destino.

—Excelente, excelente —volvió a repetir juntando de nuevo sus palmas, tentado por dar unos saltitos de alegría que el malestar que le atormentaba en ese instante no le permitía, al ver como trasladaban aquel bulto de acuerdo a sus instrucciones.

—¿Y los culpables? Supongo que habréis puesto punto y final a toda esta desventura —habló el emperador, satisfecho por acabar con esa situación.

—Tuvieron tiempo para despedirse de sus familiares. Un último beso y una ejecución sumaria. Yo mismo me encargue de ello —el hombre de la armadura oscura, cuyo aliento fatigado se escuchaba por su respirador, hizo ademan de señalar su antigua arma ritual.

—Sí, sabía que cumpliríais con éxito esta delicada misión. Es inadmisible que en nuestra temible estación de combate, algo así no se hubiese tenido en cuenta. Inadmisible —dijo el emperador, mientras su acólito asentía cada una de sus palabras.

—Por fortuna, la rebelión no sabía nada de esto. Lo hubieran aprovechado a su favor, de haberlo conocido —confirmó la figura oscura con cierta angustia.

—Sois un valioso aliado, amigo mío. Muy valioso —el emperador tropezó al no prestar atención a un pequeño saliente en el suelo. Solo la veloz intervención de su acompañante evitó su caída por un conducto cuyo fondo no se percibía.

—Tened cuidado, maestro. Estos pozos de ventilación son traicioneros, no sería la primera vez que alguien cae por ellos —lo miró con recelo, eran peligrosos y si no fuese por su utilidad para disipar el calor del núcleo central y aprovechar para caldear el ambiente, ordenaría cerrarlos de inmediato. Sintió por un instante, la tentación de utilizarlo con su señor.

—Por fortuna, estabais a mi lado. Como siempre, mi esmerado aprendiz —el emperador sintió también ese dilema. El pozo era un buen lugar donde deshacerse de aquel inoportuno rival, que un día podría pretender su puesto. Lástima, se sentía hinchado, molesto y poco dispuesto a entablar una lucha. Esperaba que los servidores ya hubiesen llevado e instalado aquel elemento que en ese instante era su único objeto de atención.

—Ahora he de retirarme, tengo algo urgente que atender —el hombre encapuchado hizo un ademan con una de sus manos, disculpando a quien le acompañaba de su servidumbre.

—Por supuesto, mi maestro, por supuesto —el caballero de figura oscura se inclinó y dando una vigorosa vuelta se alejó de allí.

El emperador entró en sus habitaciones, tenía prisa y no quería demostrar debilidad, ni siquiera ante quien le debía obediencia de forma incondicional.

“Por fin podré dominar la galaxia” pensó por un instante mientras miraba su rostro, un pequeño gesto de vanidad, en un espejo. Todo el mundo pensaba que su airado semblante se debía a su mal carácter. La realidad era muy diferente.

“Como podía haberse extraviado algo tan importante. Algo tan vital, tan necesario, sobre todo para un anciano como yo” su mente trataba de dar explicaciones a semejante descuido. Los ineptos encargados habían pagado con sus vidas por semejante desliz.

Entró en un pequeño cubículo anexo a su dormitorio y miró con alivio aquel objeto que habían buscado con tesón en los sistemas solares cercanos.

El artilugio esperaba su uso, muchos otros planes podrían aguardar. Un bonito inodoro de color negro y la tapa oscura con el símbolo del imperio. Su salvación.

UN DÍA HELADO



Llovía, había empezado como un débil aguacero y ahora, una cortina de agua cubría cuanto la vista alcanzaba. 

Decidí que era momento de detenerme, estaba cansada. No físicamente, era hastío emocional, lo que solía denominar como “día helado”, de los que había conocido demasiados para mi gusto, que mi memoria, extraordinaria e incansable, siempre tenía presentes.

Solo quedaba uno de ellos. Tan solo uno, de cuantos me habían querido cazar como si fuese una presa. Un animalillo más, que los cazadores se cobran sin ningún esfuerzo.

Pronto se dieron cuenta de su error. Era como ellos, me parecía a ellos, pero ahí acababa toda semejanza.

El agua caía encima de mí, encima de todo, repiqueteando en los charcos con fuerza, salpicando hacía arriba, como si fuese una lluvia nacida del suelo, empapando cuanto tocaba. Pequeños arroyos fluían con renovada velocidad, escorrentías fugaces que morirían al frenarse el aguacero de la tormenta. Y ya lo estaba haciendo.

Las lágrimas del mundo, encarnadas en aquella tromba, eran tan poco persistentes como las humanas. Deseaba que el mundo se cubriera, ahogando a todos y terminando de una vez para siempre. A veces me detestaba a mí misma por pensar así. En muy pocas ocasiones, sentía asco de mis propios pensamientos.

Hoy deseaba que aquel “día helado” lo fuese un poco menos. El suelo era un cochambroso cenagal, pero estaba harta y me senté sin miramientos. Calada hasta los huesos, mojarme mas no significaba nada en ese ambiente.

Mi contrincante, el único superviviente, me miraba atónito, como si no creyese esa situación posible. Con un suave gesto, recogí mi espada y le invité a sentarse a una distancia prudencial,  sin perder el contacto de la empuñadura de mi arma.

—Esto debe terminar —dije con una voz carente de toda cordialidad, mientras el hombre, un asesino a sueldo, se sentaba enfrente.

No dijo nada, tan solo me miraba. Me fijé en sus ropas, de buena calidad, así como la armadura que le cubría y había perdido su lustre en aquel día, cubierta de la sangre de sus compañeros, del barro y la mugre que nos envolvía.

Yo estaba en igual condición. La lucha en medio de un barrizal no era nada vistosa, sobre todo cuando la sangre, unida al agua, se empeñaba en cubrirnos por completo. Debíamos tener un aspecto fantasmal, miré de reojo al charco que a mi lado se encontraba. Una superficie lisa como un espejo reflejaba mi rostro en ese día gris, que empezaba a despejarse.

Pude verme con claridad, casi no me reconocía, pero estaba allí. La que muchos llamaban la criatura más bella del mundo y por cuanto sabía de mi misma, la más peligrosa de todas. Dejé de observarme, tenía mejores cosas que hacer.

Cogí una bolsa de dinero que llevaba encima y la arrojé a su lado.

—Hay suficiente para que inicies una nueva vida. Compra una tierra, cultívala o hazte ganadero. Busca una pareja y ten hijos con ella. Haz algo productivo —hablé con una entonación monótona y falta de espíritu.

Miró con desprecio, primero a la bolsa y luego a mí.

—Me encanta la vida de granjero. Es cuanto siempre he querido —contestó con su voz gruesa, llena de resentimiento.

Resoplé, dándome por enterada, arrojando otras cinco bolsas iguales a sus pies.

—Aquí tienes para un pequeño reino. Cualquier cosa con tal de no ver tu fea cara de nuevo. Pon un bonito comercio, algo digno que no me haga arrepentirme de mi generosidad —mis palabras portaban una velada amenaza que hizo entrecerrar los ojos del hombre.

—Sí, una miseria para perdonarte la vida, pero suficiente para olvidarme de ti —recogió las bolsas, de una en una, mientras sopesaba su contenido.

“Ya sé que no harás nada bueno con mi dinero. Pero estoy cansada de matar. Sospecho que volveremos a encontrarnos y habré de terminar lo que ahora me niego a concluir” pensé con desagrado, mientras veía levantar a mi enemigo con sus ojos encendidos por el más puro odio.

—Hasta nunca —enfundó su arma y se dio la vuelta, alejándose hasta perderlo de vista.

—Hasta pronto —dije en un tono casi inaudible, convencida de que ninguna de sus palabras habían sido sinceras.

Me levanté, el sol intentaba volver a salir. Los árboles del bosque circundante se cimbreaban por un leve viento, sacudiendo las pesadas gotas de sus hojas.

Miré los numerosos cadáveres que me rodeaban, no podía dejarlos a las alimañas. Suspiré disgustada, tenía mucho trabajo por delante y mucha suciedad, de la cual desprenderme.

NATURALEZA VERDE



Hacia frio, mucho frio. La joven apretó los brazos alrededor de su cuerpo, intentando que el calor de la piel no escapase, reteniéndolo como si fuese un último hálito de vida que no deseaba malgastar.

Su compañera de desdicha no parecía sufrir de dicho desaliento. Se mantenía calmada, demasiado serena para su juventud. Apenas era un poco mayor que ella, cuyas quince primaveras amenazaban con acabar trágicamente sin ver una nueva estación, donde el manto blanco daría lugar a una explosión multicolor de la naturaleza. 

Lilas, aguileñas, narcisos en los campos; rosas, geranios o claveles, en los jardines de los vecinos y en los propios, como el de su madre, que ya nunca volvería a contemplar. Lo sabía con certeza, pues esas personas que las retenían carecían de compasión, ni conocían en su existencia de bondad alguna.
Abusarían de ellas y luego, para no dejar testigo alguno, las matarían. Sí, ese era el destino que esperaba a quien cayese en sus malvadas manos. 

Tal vez el temblor que sentía en su cuerpo no fuese tan solo frio, sino el miedo que la acompañaba, el puro terror de esperar lo inevitable. No vería un nuevo amanecer.

Sintió el ruido de los vidrios rotos, frotándose entre si en su bolsillo. El espejo, que sus padres le habían regalado en su reciente cumpleaños, estaba desecho. En aquel momento, era lo que mas le dolía de aquella situación. Era un regalo caro, para el que habían ahorrado durante todo un año. Deseaban darle una sorpresa. Un artículo de lujo, que nadie en la aldea poseía hasta ese momento.

Ahora, estaba destrozado como su corazón, desgarrado por la cruda realidad que la envolvía. En el otro bolsillo, la flor seca que siempre le acompañaba. Una bonita amapola que su madre, en un día soleado de verano, le había regalado y enseñado a conservarla envuelta en tela. Y con ella, el recuerdo de aquellos días felices.

Cogió uno de esos vidrios, mirando su cara maltrecha, amoratada por los golpes y la angustia de aquel instante. No pudo percibir, había llegado su hora.

Los pedazos del espejo cayeron al suelo, mientras la arrastraban, entre gritos y pataleos, un grupo de fornidos hombres. La otra muchacha la miraba, mientras la sostenían de igual forma. Le sonrió con calidez en medio de aquella violencia, como si el resto del mundo ya no importase, sin comprender muy bien la razón de ello.

La extraña joven respondió de inmediato, con una sonrisa deslumbrante. Los hombres ya no podían arrastrarlas, como si su peso se hubiera incrementando de repente o algo en el suelo les hubiese enganchado. 

Tiraron de ellas, pero era imposible moverlas. Clavadas a la superficie de hierba, sintieron tiraban de sus cuerpos en dirección contraria, liberando de sus captores y alejándolas de ellos.

Los hombres empezaron a chillar y desesperados, desistieron de recuperar a las dos mujeres. Algo les había traspasado el calzado y horadaba sus piernas, subiendo dentro de sus cuerpos. Apenas tuvieron tiempo de darse cuenta era su fin, cuando unas gruesas ramas salieron por bocas y oídos, hicieron saltar sus ojos y explotar los cráneos, transformando en las copas de unos frondosos árboles, que en un primer momento se mostraron tortuosos y retorcidos, convirtiéndose después en unos más del bosque que las rodeaba.

Los ojos de su compañera estallaron como dos soles, con un fuego verde e inmortal que la sorprendió. Aun así no estaba asustada, ni se sentía amenazada por esa presencia. Poseía la virtud de ofrecerle una calma que nunca había sentido. Una fuerza desconocida, pura y neutral, que había decidido dejar de serlo.

La ayudó a levantarse, acercándose hasta ella, con tímidos pasos. Con una sonrisa perpetua, alzó uno de sus brazos y un largo dedo rozó la frente de la rescatada muchacha.

—Vivirás muchas gratas primaveras y serás muy fértil. Ese es mi mejor regalo —dijo la criatura, cuya piel era tan verde como la mas exuberante naturaleza, con sus cabellos, antaño castaños, volviéndose pequeñas ramitas de las que graciosas hojas, de diminuto tamaño, colgaban de forma aleatoria.

Ya no llevaba ropa alguna, convirtiéndose en una mujer del bosque que la joven aldeana reconoció de inmediato, de entre los mitos que contaban los habitantes de las lindes de aquellas desconocidas espesuras.

La más sabia de las dríadas se dio la vuelta y le señaló una senda que antes no existía, para volver a casa, compartiendo esa sonrisa cómplice que nunca moriría. La de una eterna primavera floreciendo siempre dentro de su corazón.

EL LÁPIZ MÁGICO



Prisionero entre cuatro paredes, preso de conciencia, mi mundo era ahora muy limitado. Apenas seis metros cuadrados con un pequeño camastro, un taburete con una mesa destartalada, un inodoro y un lavabo. Mientras otros gastaban el dinero que nuestros familiares nos enviaban en cigarrillos y pequeños lujos, yo me decidí gastarlo en cuartillas y lapiceros.

Con tales armas y la pobre luz de mi lámpara, me dispuse a dar rienda suelta a la afición que siempre había preferido, entre otras, la de escribir. Apreté la punta de grafito sobre la hoja en blanco, no se me ocurría nada. 

Sin darme cuenta, la luz de mi celda fue decreciendo hasta desaparecer. Me asusté por ello, temiendo me hubiese vuelto ciego, cuando vi una esperanzadora claridad. Me sorprendió estaba al aire libre y aquella luz, no era sino el sol naciente en un mar de dunas. Aprecié su calor y el destello de miles de granos de arena deslizándose, iluminados por aquel renacer.

Una figura se destacó en la distancia. Alguien a caballo se acercaba hasta mí, tan curioso como yo de ver a un desconocido. Era una mujer, cuyo cabello parecía acero pulido y con unos grandes ojos verde esmeralda que me miraban con atención. 

Me tendió una mano, pero cuando iba a aceptar su invitación, un fuerte viento sopló, levantando una tormenta de arena que hizo la perdiese de vista. El violento torbellino me atrapó, levantando en el aire y haciéndome perder el sentido de la orientación. Giro tras giro, sentí caer al suelo y seguir girando, dando suaves volteretas en el, hasta detenerme.

Ahora estaba sobre una alfombra de hierba. Cuando me levanté, el desierto había desaparecido para ser sustituido por una interminable llanura. Una ciudad de altos muros blancos destacaba en la lejanía. Muros de piedra, poderosos, orgullosos como sus habitantes. Las piedras blancas empezaron a brillar hasta cegarme, perdiendo de nuevo toda visión de donde me encontraba. Cuando recobré el sentido de la vista, el escenario había cambiado de nuevo, siendo reemplazado por la majestuosidad de unas montañas que me rodeaban.

Un viento gélido me golpeó, cuando me di cuenta no estaba solo. Una pareja ignoraba mi presencia y el hombre entonaba una canción, mientras tocaba un instrumento con gran entrega. Cantaba una balada de amor apasionada, obligando a su pareja a sentarse en la nieve que nos rodeaba. Al acabar, él le ofreció una flor roja que la mujer aceptó agradecida. Dio un breve grito, cuando una espina clavó en uno de sus dedos, haciendo manar una gota de sangre que cayó al suelo.

Me fijé en aquella gota carmesí, como empezaba a crecer contra toda lógica, inundando la blanca extensión y fundiendo la nieve, humeando a su contacto. Convirtió en un denso caudal, en el que comenzaron a emerger cuerpos que la corriente empezó a trasladar, como si fuese la cuenca de un rio.

Otra vez más, me encontraba en un nuevo, desconocido lugar. Una ciudad ardía, envueltos sus edificios en grandes llamas. Escuché el crujir de sus estructuras, la urbe se desmoronaba mientras miles de cadáveres cruzaban a mi lado, contemplándolos horrorizado desde una minúscula isla, donde me encontraba a salvo de ese espectáculo dantesco.

Una explosión, más deslumbrante que ninguna otra, me obligó a cerrar mis castigados ojos. Cuando los volví a abrir, una extraña calma me envolvía. Estaba en un bosque, frente a una laguna bordeada por exuberante vegetación. Una cascada, proveniente de una montaña que por un lado la rodeaba, caía salvaje y ruidosa sobre la tranquila superficie. Su sonido llenó mi silencio de una forma inesperada, haciendo que tapase mis oídos y descubriendo a una mujer que emergió del agua. Su pelo mojado, rojo como el fuego, tapaba su desnudez, mientras sus ojos de iris incendiario me atravesaron con fuerza. Sonrió y dio la vuelta, mostrando su espalda desnuda, donde unas alas empezaron a desplegarse hasta abrirse por completo. Se lanzó hacia el cielo despejado y fui tras ella, con mis alas, volando a su estela.

Tras atravesar extensos valles cultivados, se posó en un gran tronco de un árbol muerto. Yo lo hice a su lado y ambos contemplamos en silencio la puesta de sol. La oscuridad me envolvió, apareciendo de pronto en mi celda, donde las cuatro paredes eran mi único horizonte.

Creí haber soñado cuanta fantasía había vivido y me dispuse a descansar. Al quitar el calzado, la arena de aquel desierto ilusorio, cayó ensuciando el suelo. Fascinado por ese descubrimiento inesperado, afrontaría mañana un nuevo amanecer.