La copa resbaló de su mano al suelo, saliendo el poco
contenido que aún quedaba y manchando la envejecida madera, la cual cubría la
estancia y servía de apoyo a los escasos muebles de rancio abolengo, tristes
recuerdos de épocas pasadas.
Aquello sirvió para sacarla del sopor en el cual yacía adormecida.
Sus ojos se entreabrieron para la buscar la causa que había turbado su descanso
y malhumorada, dio una fuerte patada al recipiente, golpeando con fuerza la
pared de la habitación y deshaciéndose en variados trozos, que resonaron en su
cabeza con la furia de un yunque atacado por un febril herrero.
Se llevó las manos a la cara en un intento de despejarse,
calmar su resaca o ahogar los sonidos de las voces que escuchaba, muy de vez en
cuando, llamando reclamar su atención.
—Maldito vino, es de la peor cosecha imaginable —quedó
reflexionando al tener un pensamiento que le pareció gracioso de comentar— y
yo… tengo mucha sed de algo tan penoso o así debería ser, si no fuera por el
deplorable estado de mi ánimo, más cercano a la melancolía y el aturdimiento
que al pensamiento claro, el cual fue en un tiempo mi mayor prioridad.
Tuvo acceso a recuerdos, recuerdos que no deseaba tener.
Unos por ser tristes, de cuanto había amado yaciendo ya muerto y olvidado;
otros por su excesiva violencia, por la destrucción, por quienes habían caído y
conocido en su camino. No anhelaba repetir esas escenas en su mente, por ello
bebía, por ello se había retirado del mundo y no deseaba participar más en el.
Y por esa misma causa, encontraba una profunda tristeza que no podía ni
siquiera ahogar en todo el vino del territorio.
Se levantó, tambaleándose y haciendo perder el equilibrio a
la silla donde había reposado su duermevela. Intentó hacer el mínimo ruido
posible, pero no hacía sino ir de mueble en mueble, tropezando con todos y
rompiendo de nuevo el silencio que la copa rota había provocado.
Decidió salir afuera. El sol apenas iluminaba, era una
mañana de invierno fría y gris, con un viento helado, afilado, que aullaba
entre los árboles, agitándolos con violencia.
Se arrodilló, después de caminar unos breves pasos. La nieve
le cubría hasta media pierna y siempre había presumido de sus largas piernas, no
dudo en especular por ello la nevada hubo de ser intensa durante la noche, pero
no le importaba. Hundió su cara en el manto esponjoso y levantó la cabeza
cubierta con una máscara blanca que le daba el aspecto de un elemental del
agua, ser de cuentos y leyendas al cual atribuían cualidades humanas, capaz de
cobrar vida al amparo de su portadora.
Notó el gélido contacto y no hizo nada para evitarlo. Lo
soportaría por el tiempo necesario, nada debía temer, pues nada existía capaz
de dañarla. Y eso mismo era causa de su malestar, del arraigado desamparo que
siempre portaba.
“Todos mueren… todos sufren… excepto yo. Siempre prevalezco,
siempre sobrevivo y aunque todo debe morir, yo rompo esa regla, la infrinjo descaradamente.
Desearía morir, tener un descanso, conocer la paz que los demás tienen y a mí,
me es negada”.
Sintió el deseo de volver a beber. A llenar la garganta con
aquel vino dulzón y lamentable que había comprado a un vendedor ambulante, un
vivaracho hombrecillo que le cayó simpático al instante de conocerle y no pudo
evitar comprarle todo su cargamento. Deseaba complacer a alguien, para evitar
caer en una desesperación que llevaba atormentándola varias semanas y la
hicieron cobrarse ese retiro, olvidarse de cuanto la rodeaba, ahogarse en ese
brebaje y desear no despertar nunca más.
Quería sentir como un humano más, como ser vivo, como un
caminante cualquiera de esas sendas por las cuales se aventuraba incansable,
intentando recomponer lo que podía y enterrar a cuantos no hubiera podido
salvar. Ya había sufrido crisis iguales en otros tiempos, temporadas largas
donde desatendió lo que consideraba una inderogable misión. Y siempre, siempre
había sido para peor.
Se sacudió la nieve de la cara, enfadada consigo y con el
mundo. Un incierto sentimiento pretendía anegarla, una furia que acabaría con
todo y en esencia, con su eterno problema. Sería fácil abandonarse a esa ira
desproporcionada, arrasar cuanto a su alcance tuviera, sin perdonar ni
retroceder. Acallar las voces, los lamentos y las risas, nada escaparía de su
impuesto final, ni nadie podría oponérsele.
Se vio, en una imagen idealizada, alzándose sobre el propio
mundo. Riendo enloquecida por tan gran victoria y la concesión de su mayor
deseo, esa aspiración que siempre permanecía oculta, negada y constante en su
afirmación.
“Un pensamiento, un simple pensamiento” pensó frunciendo sus
cejas. Pero algo en su interior negaba otorgarle tan simple decisión. Un fuego
que siempre se imponía, una lucha permanente en la cual no existía razonamiento
posible, solo pasión, una inconfundible pasión por la vida que no podía evitar
reconocer.
Tocó la corteza de un gran árbol que a su lado se
encontraba. Ella ya existía cuando ni siquiera había allí un bosque, a pesar de
su gordo tronco declarando una larga existencia de miles de años.
“Tienes gruesas raíces, hondas y profundas, mi buen amigo.
Te pareces a mí, aun cuando yo puedo caminar, no somos tan diferentes. Mis
raíces se extienden por la extensión de Tamtasia, hasta el final de sus
límites. Atada a la tierra, en esencia igual que tú”, en aquel momento, el
sentimiento malicioso murió. Al igual de otras ocasiones, siempre prevalecía la
vida, yendo hacia adelante y no deseando volver su mirada atrás, aunque se
manifestase incierta y pesarosa, llena de terribles premoniciones y avisos que
no podría ignorar.
Se irguió, desapareciendo la resaca en aquel instante y
desprendiéndose de esa parte de humanidad que de vez en cuando necesitaba
aflorar. También la nieve cayó de donde había prendido en su cuerpo, dejándola
sin ni siquiera humedecer su ropa.
“Ya he descansado bastante y no me puedo permitir pensar de
esa forma. Pensamientos positivos, siempre positivos” reflexionó, llevando una
tenue sonrisa a su cara.
Aún cuando en aquella parte de Támtasia era pleno invierno,
el corazón de Hurtadillas volvía a ser la eterna primavera.