“Mi reino no
es de este mundo. En el no hay corte, ni
impuestos, ni vasallos, ni existen leyes. Tan solo una justicia impera, la
mía”.
(Lucifer, de
su libro: El reino gemelo)
Prólogo.
—¿Cuál es mi
nombre? Muchos se lo preguntan sin saber muy bien como dirigirse a mí. Es una
duda de fácil solución, así que escucha: Lucifer es mi nombre verdadero, un
bello nombre unido a una más bella figura. En cuanto a lo de Satan, es el
nombre que me han atribuido los contrarios a mi causa, un nombre denigrante,
absurdo y sin sentido. Jamás he sido adversaria de mi madre, ni me he opuesto a
ella como intuye ese maldito apodo. Sirvo a su causa, aunque los demás no lo
comprendan.
La mujer, alta
y de una larga melena, negra como la más oscura de las noches y brillante, con
un tono azulado, que la convertía en la más hermosa que hembra alguna pudiera
poseer, se sentó con resolución en la vieja silla que estaba a su disposición.
La única de aquella sala donde había sido convocada y accedido a escuchar las
peticiones de esos humanos temerosos del éxito de su prueba.
Ya sabía todo
sobre ellos, hasta la más pequeña de sus faltas, pero no estaba allí para
juzgar en esa ocasión. Tan solo para escuchar y a ello se disponía.
—Lucifer, ángel
de tinieblas, señor… señora de la oscuridad —rectificó aquel hombre al mirarla
con sus ojos enturbiados por la sorpresa y el deseo—. Queremos pediros nos
ayudéis en nuestra causa, nos deis poder y dominio sobre la tierra. Te ofrecemos
nuestras almas inmortales y nuestra devoción incondicional.
“Necios,
vuestras almas ya son mías desde hace tiempo, mi madre me otorgó esa virtud,
nada me dais, salvo lo que me pertenece” Lucifer los contemplaba en silencio,
sabía que su mirada turbaba el corazón más decidido. Ojos negros que carecían de
movimiento alguno, inmensos como pozos sin fin, vacíos del sentido de la vida,
bellos como un sol eclipsado y ciego. Tentación y turbación unidos en un mismo
lugar.
—Poder y
gloria, me imagino son vuestras peticiones. Que nadie se interponga en vuestros
planes y una larga vida para disfrutar de esas ventajas. —La mujer cruzó sus
largas piernas con una exquisita elegancia.
—Así es, ¡oh,
poderoso ángel de oscuridad! —imploró aquel hombre arrodillándose, los demás,
una variopinta colección de gentes acomodadas, le imitaron con una falsa
modestia. Sentía el temor en todos sus corazones. El miedo a que ella se
hubiera presentado en sus estúpidos juegos infantiles.
“Que absurda
manía la de relacionarme con la oscuridad o las tinieblas, nada tengo que ver
con ellas. Yo soy luz, represento a la luz, sirvo al cielo desde el principio
de los principios. Vosotros sois la oscuridad, almas tenebrosas emponzoñadas de
los pecados más horribles, no me necesitáis para vuestros actos crueles y
desmedidos”.
—Está bien, vuestros
deseos se cumplirán —dijo con su voz más melosa, sintiendo como todos deseaban
abalanzarse sobre ella para cometer los actos lujuriosos que encerraban sus
negras pasiones. Se levantó, era mucho más alta que ninguno de cuantos allí se encontraban, intimidándoles de
nuevo y reteniendo sus instintos.
—Te hemos traído
un sacrificio. En tu honor —dijo aquel falso sacerdote, de una más falsa
religión.
Lucifer lo
miró con desprecio, aunque aquel hombre no supiera distinguir su mirada ni
comprender que estaba allí a la fuerza.
Trajeron un
bebe, una niña que sería asesinada en su nombre. Un puñal le acompañaba en el cómodo
cojín donde los portaban hasta sus pies.
Se sentía
asqueada, pero no podía hacer nada. Nada en absoluto, salvo observar.
El hombre
cogió el puñal, la niña lloraba con fuerza, con sus sonidos lastimeros llenando
la amplia sala donde se encontraban. Un instante después aquel sonido cesó,
los ojos del hombre, del asesino de la niña, lo miraron con una resuelta dicha
cuando elevó el cuchillo ensangrentado hacía ella.
“Maldito
cerdo, ya ajustaremos la cuentas en su momento” pensó Lucifer, de no estar
atada por los viejos pactos, le habría arrancado la cabeza y aplastado su
cuerpo contra el suelo, hasta no dejar sino pulpa sanguinolenta. Los demás no
hubieran merecido mejor trato.
“Malditos seáis
todos” se tragó sus palabras, mientras se desvanecía de nuevo y volvía a casa,
a su hogar, a Escara.
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