jueves, 8 de mayo de 2014

PRINCIPIO "HISTORIAS DE TÁMTASIA"



Abrió los ojos, ojos de alma, ojos sin forma que todo ven. Ojos antiguos que ahora no se comprenden, contemplar cómo caía al abismo cuanto conocían. No habría lágrimas ni desaliento por su pérdida, solo quedaría silencio en lo que perece. Sombras vacías, palabras marchitas, la furia de la desesperación y certidumbre de quien sabe ha fracasado. La falsa muerte que oculta la verdad a quienes no la miran, cara a cara, nada más…

El naciente sonido atrapa pensamientos relegados al olvido. Por encima de toda aquella barahúnda, la figura observa el campo de batalla, extiende sus límites hasta donde nadie podría predecir. La inmensidad de las fuerzas congregadas sobrecoge, tal es la visión y cólera manifiesta que se evidencian en la locura del enfrentamiento. La ciudad arde en muchos de sus puntos, llamaradas de fuegos multicolores compuestas de matices irreales, levantándose como bocanadas de un ser moribundo. Alzan hacia un cielo oscurecido, falto de razón para que alguien observe su existencia, en una lucha desproporcionada.

Los muros caen ante máquinas de guerra, colosales e impresionantes. Ningún bastión retiene los monstruosos engendros y desploman, cual fichas de un juego colosal en manos de un gigante, ante su empuje. Las magnificas construcciones son sacrificadas, el amor con que fueron construidas queda desmoronado y solo la ruina domina su lugar.

Las dos fuerzas se mantienen parejas, iguales en pérdidas y ganancias. No ceden terreno ni desean hacerlo, determinadas a ser las triunfadoras, a terminar con sus contrarios, a no dejar nada que recuerde su existencia. Los escudos quiebran, las armas rompen y los proyectiles, surcan el vacio entre su lanzador y el objetivo. Quienes se erigieron en mandos gritan frenéticas nuevas órdenes, obedeciéndose sin discusión. Férreas llamadas a las armas los mantienen sujetos en su frenesí y no hay propósito que despierte de esta pesadilla.

Nada puede detenerlos, la ciudad cae por ambos lados. Nada puede salvarlos, la causa de su enfrentamiento los condena. Nada es el nombre de su propia maldición, la auténtica oscuridad los envuelve, los arropa en esa lucha y no desea se detengan, salvo quien se mantiene expectante, alejado, observando toda esa demencia y consciente de que si interviene, todo terminara.

Mira hacia el lugar donde una pequeña loma parece ajena a todo conflicto. Allí, en una reposada y corta pradera de fina hierba, luce la única luz a la cual quiere llamar suya. En el punto más alto de esa altura, una flor, cuyo capullo permanece cerrado, resplandece ignorando cuanto ocurre a su alrededor. Luce más allá de lo imaginable, evidenciando su origen incierto y frustrando aún más, a quienes en miradas perdidas, la observan.

Odian y quieren. Desean y saben no podrán tenerla, no pueden alcanzar ese deseo, pues otro hay quien la ha pedido para sí. Ha declarado que es suya, y no permitirá nadie más reclame su posesión.

La mirada celosa enturbia sus ojos, el fragor de esa luz poderosa la cual nunca cede su vigilancia, quema esos ojos imperecederos. Abrasa su fulgor, el fuego de algo perdido que en su interior se encuentra y ahora no recuerda. Aún así anhela, desea retenerla entre sus manos, para siempre. 

Aunque reconoce la verdad de que jamás podrá tenerla, pues ningún amo ha de tener, ni se dejará poseer, ni conocerá palabra alguna de posesión sobre ella. No desea afirmar esa creencia, la niega; su voz y poder la doblegara. No permitirá escape de entre sus manos. El furor domina su saber, ira sin medida, la locura de un deseo incumplido para dar rienda suelta a cuanto ha negado hasta ese momento. Desea luchar, destruir, aniquilar y cuando ninguna lógica queda, perece ante esas intenciones. Sin otra razón, se lanza a la desesperante batalla.

No se puede detener lo eterno… ni parar lo que no existe…

martes, 8 de abril de 2014

LAS VIEJAS RAICES





La copa resbaló de su mano al suelo, saliendo el poco contenido que aún quedaba y manchando la envejecida madera, la cual cubría la estancia y servía de apoyo a los escasos muebles de rancio abolengo, tristes recuerdos de épocas pasadas.

Aquello sirvió para sacarla del sopor en el cual yacía adormecida. Sus ojos se entreabrieron para la buscar la causa que había turbado su descanso y malhumorada, dio una fuerte patada al recipiente, golpeando con fuerza la pared de la habitación y deshaciéndose en variados trozos, que resonaron en su cabeza con la furia de un yunque atacado por un febril herrero.

Se llevó las manos a la cara en un intento de despejarse, calmar su resaca o ahogar los sonidos de las voces que escuchaba, muy de vez en cuando, llamando reclamar su atención.

—Maldito vino, es de la peor cosecha imaginable —quedó reflexionando al tener un pensamiento que le pareció gracioso de comentar— y yo… tengo mucha sed de algo tan penoso o así debería ser, si no fuera por el deplorable estado de mi ánimo, más cercano a la melancolía y el aturdimiento que al pensamiento claro, el cual fue en un tiempo mi mayor prioridad.

Tuvo acceso a recuerdos, recuerdos que no deseaba tener. Unos por ser tristes, de cuanto había amado yaciendo ya muerto y olvidado; otros por su excesiva violencia, por la destrucción, por quienes habían caído y conocido en su camino. No anhelaba repetir esas escenas en su mente, por ello bebía, por ello se había retirado del mundo y no deseaba participar más en el. Y por esa misma causa, encontraba una profunda tristeza que no podía ni siquiera ahogar en todo el vino del territorio.

Se levantó, tambaleándose y haciendo perder el equilibrio a la silla donde había reposado su duermevela. Intentó hacer el mínimo ruido posible, pero no hacía sino ir de mueble en mueble, tropezando con todos y rompiendo de nuevo el silencio que la copa rota había provocado.

Decidió salir afuera. El sol apenas iluminaba, era una mañana de invierno fría y gris, con un viento helado, afilado, que aullaba entre los árboles, agitándolos con violencia.

Se arrodilló, después de caminar unos breves pasos. La nieve le cubría hasta media pierna y siempre había presumido de sus largas piernas, no dudo en especular por ello la nevada hubo de ser intensa durante la noche, pero no le importaba. Hundió su cara en el manto esponjoso y levantó la cabeza cubierta con una máscara blanca que le daba el aspecto de un elemental del agua, ser de cuentos y leyendas al cual atribuían cualidades humanas, capaz de cobrar vida al amparo de su portadora.

Notó el gélido contacto y no hizo nada para evitarlo. Lo soportaría por el tiempo necesario, nada debía temer, pues nada existía capaz de dañarla. Y eso mismo era causa de su malestar, del arraigado desamparo que siempre portaba.

“Todos mueren… todos sufren… excepto yo. Siempre prevalezco, siempre sobrevivo y aunque todo debe morir, yo rompo esa regla, la infrinjo descaradamente. Desearía morir, tener un descanso, conocer la paz que los demás tienen y a mí, me es negada”.

Sintió el deseo de volver a beber. A llenar la garganta con aquel vino dulzón y lamentable que había comprado a un vendedor ambulante, un vivaracho hombrecillo que le cayó simpático al instante de conocerle y no pudo evitar comprarle todo su cargamento. Deseaba complacer a alguien, para evitar caer en una desesperación que llevaba atormentándola varias semanas y la hicieron cobrarse ese retiro, olvidarse de cuanto la rodeaba, ahogarse en ese brebaje y desear no despertar nunca más.

Quería sentir como un humano más, como ser vivo, como un caminante cualquiera de esas sendas por las cuales se aventuraba incansable, intentando recomponer lo que podía y enterrar a cuantos no hubiera podido salvar. Ya había sufrido crisis iguales en otros tiempos, temporadas largas donde desatendió lo que consideraba una inderogable misión. Y siempre, siempre había sido para peor.

Se sacudió la nieve de la cara, enfadada consigo y con el mundo. Un incierto sentimiento pretendía anegarla, una furia que acabaría con todo y en esencia, con su eterno problema. Sería fácil abandonarse a esa ira desproporcionada, arrasar cuanto a su alcance tuviera, sin perdonar ni retroceder. Acallar las voces, los lamentos y las risas, nada escaparía de su impuesto final, ni nadie podría oponérsele.

Se vio, en una imagen idealizada, alzándose sobre el propio mundo. Riendo enloquecida por tan gran victoria y la concesión de su mayor deseo, esa aspiración que siempre permanecía oculta, negada y constante en su afirmación.

“Un pensamiento, un simple pensamiento” pensó frunciendo sus cejas. Pero algo en su interior negaba otorgarle tan simple decisión. Un fuego que siempre se imponía, una lucha permanente en la cual no existía razonamiento posible, solo pasión, una inconfundible pasión por la vida que no podía evitar reconocer.

Tocó la corteza de un gran árbol que a su lado se encontraba. Ella ya existía cuando ni siquiera había allí un bosque, a pesar de su gordo tronco declarando una larga existencia de miles de años.  

“Tienes gruesas raíces, hondas y profundas, mi buen amigo. Te pareces a mí, aun cuando yo puedo caminar, no somos tan diferentes. Mis raíces se extienden por la extensión de Tamtasia, hasta el final de sus límites. Atada a la tierra, en esencia igual que tú”, en aquel momento, el sentimiento malicioso murió. Al igual de otras ocasiones, siempre prevalecía la vida, yendo hacia adelante y no deseando volver su mirada atrás, aunque se manifestase incierta y pesarosa, llena de terribles premoniciones y avisos que no podría ignorar.


Se irguió, desapareciendo la resaca en aquel instante y desprendiéndose de esa parte de humanidad que de vez en cuando necesitaba aflorar. También la nieve cayó de donde había prendido en su cuerpo, dejándola sin ni siquiera humedecer su ropa.

“Ya he descansado bastante y no me puedo permitir pensar de esa forma. Pensamientos positivos, siempre positivos” reflexionó, llevando una tenue sonrisa a su cara. 

Aún cuando en aquella parte de Támtasia era pleno invierno, el corazón de Hurtadillas volvía a ser la eterna primavera.