lunes, 14 de marzo de 2016

LS (PRÓLOGO)



“Mi reino no es de este mundo.  En el no hay corte, ni impuestos, ni vasallos, ni existen leyes. Tan solo una justicia impera, la mía”.
(Lucifer, de su libro: El reino gemelo)

Prólogo.

—¿Cuál es mi nombre? Muchos se lo preguntan sin saber muy bien como dirigirse a mí. Es una duda de fácil solución, así que escucha: Lucifer es mi nombre verdadero, un bello nombre unido a una más bella figura. En cuanto a lo de Satan, es el nombre que me han atribuido los contrarios a mi causa, un nombre denigrante, absurdo y sin sentido. Jamás he sido adversaria de mi madre, ni me he opuesto a ella como intuye ese maldito apodo. Sirvo a su causa, aunque los demás no lo comprendan.

La mujer, alta y de una larga melena, negra como la más oscura de las noches y brillante, con un tono azulado, que la convertía en la más hermosa que hembra alguna pudiera poseer, se sentó con resolución en la vieja silla que estaba a su disposición. La única de aquella sala donde había sido convocada y accedido a escuchar las peticiones de esos humanos temerosos del éxito de su prueba.

Ya sabía todo sobre ellos, hasta la más pequeña de sus faltas, pero no estaba allí para juzgar en esa ocasión. Tan solo para escuchar y a ello se disponía.

—Lucifer, ángel de tinieblas, señor… señora de la oscuridad —rectificó aquel hombre al mirarla con sus ojos enturbiados por la sorpresa y el deseo—. Queremos pediros nos ayudéis en nuestra causa, nos deis poder y dominio sobre la tierra. Te ofrecemos nuestras almas inmortales y nuestra devoción incondicional.

“Necios, vuestras almas ya son mías desde hace tiempo, mi madre me otorgó esa virtud, nada me dais, salvo lo que me pertenece” Lucifer los contemplaba en silencio, sabía que su mirada turbaba el corazón más decidido. Ojos negros que carecían de movimiento alguno, inmensos como pozos sin fin, vacíos del sentido de la vida, bellos como un sol eclipsado y ciego. Tentación y turbación unidos en un mismo lugar.

—Poder y gloria, me imagino son vuestras peticiones. Que nadie se interponga en vuestros planes y una larga vida para disfrutar de esas ventajas. —La mujer cruzó sus largas piernas con una exquisita elegancia.

—Así es, ¡oh, poderoso ángel de oscuridad! —imploró aquel hombre arrodillándose, los demás, una variopinta colección de gentes acomodadas, le imitaron con una falsa modestia. Sentía el temor en todos sus corazones. El miedo a que ella se hubiera presentado en sus estúpidos juegos infantiles.

“Que absurda manía la de relacionarme con la oscuridad o las tinieblas, nada tengo que ver con ellas. Yo soy luz, represento a la luz, sirvo al cielo desde el principio de los principios. Vosotros sois la oscuridad, almas tenebrosas emponzoñadas de los pecados más horribles, no me necesitáis para vuestros actos crueles y desmedidos”.

—Está bien, vuestros deseos se cumplirán —dijo con su voz más melosa, sintiendo como todos deseaban abalanzarse sobre ella para cometer los actos lujuriosos que encerraban sus negras pasiones. Se levantó, era mucho más alta que ninguno de cuantos allí se encontraban, intimidándoles de nuevo y reteniendo sus instintos.

—Te hemos traído un sacrificio. En tu honor —dijo aquel falso sacerdote, de una más falsa religión.

Lucifer lo miró con desprecio, aunque aquel hombre no supiera distinguir su mirada ni comprender que estaba allí a la fuerza.

Trajeron un bebe, una niña que sería asesinada en su nombre. Un puñal le acompañaba en el cómodo cojín donde los portaban hasta sus pies.

Se sentía asqueada, pero no podía hacer nada. Nada en absoluto, salvo observar.

El hombre cogió el puñal, la niña lloraba con fuerza, con sus sonidos lastimeros llenando la amplia sala donde se encontraban. Un instante después aquel sonido cesó, los ojos del hombre, del asesino de la niña, lo miraron con una resuelta dicha cuando elevó el cuchillo ensangrentado hacía ella.

“Maldito cerdo, ya ajustaremos la cuentas en su momento” pensó Lucifer, de no estar atada por los viejos pactos, le habría arrancado la cabeza y aplastado su cuerpo contra el suelo, hasta no dejar sino pulpa sanguinolenta. Los demás no hubieran merecido mejor trato.

“Malditos seáis todos” se tragó sus palabras, mientras se desvanecía de nuevo y volvía a casa, a su hogar, a Escara.

jueves, 10 de marzo de 2016

NOBLE ADMIRACIÓN



Había niebla, densa y traslucida, moviendo jirones que adoptaban formas humanas. La niebla tenía voz, y aquella voz era el sonido del mar rompiendo en la costa. Portaba una advertencia, en la niebla blanca una figura oscura se trasladaba inquieta, acechante, dispuesta a cobrarse su presa. 

—Malandrín, dar la cara, que a fe mía os he de sajar, cortar en tantos trozos que ni vuestra madre, sea o no nacida en buena casa, os reconozca —gritó uno de los dos hombres que avanzaban entre la espesa neblina.

—¡Cielos, cielos! —escuchó surgir de aquella nada—, tened cuidado con el pincho, que es acero toledano y merecida fama tiene.

—Salid donde os vea. Dad la cara como un hombre —gritó quien empuñaba el arma, 

Y en efecto un hombre apareció. Apacible, aunque con un evidente miedo en los ojos.

—Solo soy Pedro, mi furibundo amigo, quien guarda las puertas que tras de mí se encuentran. No esperéis ningún mal de quien no os desea ninguno.

—Pues mi nombre es Alonso, Alonso Quijano. Y quien me acompaña es mi fiel amigo Sancho Panza, a quien he jurado defender de todos los peligros. ¿Qué lugar es este?

Pedro los miró extrañados. Aquello no podía ser, no podía estar pasando.

—Estas son las puertas del cielo, tras las cuales se encuentra el paraíso que una vez perdieron nuestros padres. Pero no podéis pasar, no sois reales. No deberíais estar aquí —habló extrañado de ese incidente.

—Pues yo me siento —dijo palpándose el caballero con aire solemne—. ¿Y tú mi querido Sancho?

—Yo sentir… siento hambre —el compañero de más carne tocó su estómago con clara intención.

—Ya veis, mi incrédulo amigo. Ambos sentimos, diferentes, pero sentimos —dijo con rotundidad Alonso.

Una mujer, sin duda la más hermosa que nunca sus ojos contemplaron, surgió de entre la niebla.

Pedro sabía de quien se trataba.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó con aire enfadado el guardián del paraíso.

—Admiró a este hidalgo, y mucho más que a otros grandes hombres, que de hombres tuvieron poco y cuyas miserias cubrieron a tantos que su grandeza perdieron. Mil veces mil lo tenté, y otras tantas rechazó mis mentiras. Solo alabanzas puedo decir de él y mi madre, que también es la vuestra, ha de sentir solo orgullo de tal hijo. Y aunque en realidad no sea mi hermano como el mundo entiende, es como si lo fuera y ay de aquel que dañarlo se propusiera, pues mi ira es peor que la de mi madre, porqué carezco de compasión y en mí no hay juez más duro.

Se acercó hasta el hombre rechoncho y tímido. 

—No conozco de mejores amigos, ni de mayor entrega que la suya. Son tal para cual, y cuanto he hablado del caballero, ha de valer para su escudero.

Besó su frente y los cogió de la mano a ambos.

—Pedro, creo mi madre los espera con impaciencia. Recoged vuestra espada, el más noble de los caballeros. Aquí no la vais a necesitar —dijo mirando al hombre enjuto y de ojos enloquecidos, dando un beso en su mejilla—,  ya lidiasteis suficiente en el pasado y es hora de tener descanso.

—Pero Dulcinea… he de encontrarla. —Los ojos de Alonso estaban perdidos en su propia locura.

—Yo seré vuestra Dulcinea y no creo nadie ponga reparo a ese hecho cierto —habló la mujer emprendiendo camino con ellos hacía las puertas, abriéndose solas ante el asombro de Pedro.

La locura de Alonso sanó, el hambre de Sancho se sació y Lucifer, adversaria declarada de su madre, traspasó por primera vez desde su expulsión aquel umbral sagrado.

martes, 1 de marzo de 2016

TENTACIÓN




Nunca había estado en un ascensor como aquel, ni recordaba el edificio en el cual se encontraba, ni la hora que era, ni si había comido o debía hacerlo. 

Solo tenía ojos para la ascensorista.

Una mujer como nunca había conocido. Alta, de larga cabellera negra, tan negra que parecía pertenecer a la noche más cerrada, y brillante al mismo tiempo, igual que si estuviera lacada. Con un tono azulado convertiéndola en la melena más sensual y provocadora que pudiese recordar.

Tenía unos ojos oscuros, redondos, enmarcados en un sutil maquillaje. Penetrantes igual que cuchillas, intensos hasta hacer arder aquello sobre lo que sostuviesen su mirada.

Era pura pasión en su traje de cuero negro, muy ajustado, que nada dejaba a la imaginación. Las curvas, sin ser excesivas, hablaban de su rotunda feminidad, con unas líneas rojas, trazadas con sabía intuición, enmarcándola. 

Quien había hecho esa ropa sabía cómo cautivar a quien la mirase, sin ninguna necesidad de enseñar, extraña mezcla entre la moda gótica y heavy metal.

Dibujos concéntricos y pentagramas, runas y tachuelas de metal, la cubrían con sugerente propuesta. Producía un brutal contraste, su piel tan blanca, casi luminosa y la negrura de su ropa, con aquel rojo fuego que revelaba su perfecto talle.

—¿Nunca habías visto a una mujer? —dijo aquella joven, mientras prestaba atención al contador del ascensor, cuyos números no parecían tener prisa en continuarse.

—Como tú, jamás —contestó aquel hombre con una sinceridad que le sorprendió.

Le miró por primera vez. Sintió que el corazón iba a estallarle, alguna parte de su cuerpo empezaba a perder el control y a responder de una forma que lo incomodó.

Ella sonrió. Una sonrisa que hubiera provocado en cualquier hombre o mujer, el deseo de acercarse a esos labios y profanarlos con un beso. Pero se contuvo, sentía que debía ser precavido.

—¿No te gusto? —habló en cierta forma sorprendida por aquella contención, su vista bajó hasta la entrepierna del hombre, generando una renovada sonrisa de satisfacción.

—Sí,  pero debo ser un caballero —habló él sin saber muy bien porqué lo decía.

—Un caballero. Debes llevar encima el diccionario de los buenos modales. —La joven torció uno de sus labios y lo mordió con sus blancos dientes. Aun así era de una belleza estremecedora.

—Yo… —intentó hablar el hombre.

Ella puso uno de sus dedos en los labios masculinos.

—Ssss, mi momento para tentarte ya ha pasado. —El rostro de la joven atenuó su poder, mostrándose más mundana, aunque su hermosura seguía siendo imbatible.

Se volvió hacía el contador del ascensor, estaban llegando al último piso. No había apartado aquel dedo de los labios del hombre, que sentía iba a desmayarse con aquel pedazo de carne tocando la suya.

El dedo trasmitía un agradable calor y desprendía un olor como el de una materia aromática que se estuviese incinerando.

—Ya estamos donde debemos. Al menos, donde debes estar tú, mis relaciones con mi madre no son del todo cordiales, pero he de reconocer que esta vez ha sabido elegir bien, eres un ángel  —habló la mujer manteniendo una suave sonrisa al mirarlo. Apartó su dedo y juntó los brazos por detrás de sus caderas.

La puerta se abrió y una vigorosa luminosidad inundó la tibia iluminación del ascensor.

—Vamos, sal. O habré de echarte a patadas de aquí, tontorrón. —Le señaló con la cabeza la dirección que debía tomar.

El hombre empezó a caminar, pero se detuvo justo a la salida del ascensor, girándose para mirarla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sin dar un paso más.

—“La portadora de luz” o si prefieres mi nombre celestial: Lucifer —dijo con una sinceridad aplastante.

—Creía que eras una entidad masculina —habló aturdido el hombre.

—Todo el mundo lo cree, y todo el mundo se equivoca. Y has de saber que tengo el mejor cuerpo… bueno, el segundo mejor cuerpo de la creación. Mi madre ocupa el primer puesto y es difícil competir con ella, siempre lleva las de ganar.

—¡Dios es una Diosa! —exclamó aquel individuo con mayor asombro.

—Sois tan ingenuos, por eso me va tan bien tentándoos. Vamos, largo de aquí. —Lo empujó con suavidad, pero lo retuvo de repente por el brazo.

—Espera, sé que esto es una traición a los pactos con mi madre, pero no puedo resistirme a incumplirlos. —Se acercó hasta él y lo besó con pasión. Un beso intenso, largo y ardiente.

—Eres un ángel encantador —dijo, empujándolo hacía fuera y guiñando uno de sus hermosos ojos.

La puerta del ascensor se cerró.