jueves, 2 de abril de 2015

LA MALDICION



Lo había observado desde hacía muchos siglos, y conocía de primera mano por experiencia propia el significado de esa cavilación, nadie hablaba de donde procedía. Nadie se arriesgaba en pronunciar el nombre de su lugar de origen, había un recelo singular, primigenio, en recordar esa zona del mundo. Se consideraba signo de mal presagio, el mencionarla o expresarla de forma alguna que condujese a cualquiera hacia ese nombre.

La mujer pelirroja frunció su ceño en señal de desagrado. Era donde empezó su caminar en la primera vida y nadie parecía apreciar ese pedazo de mundo que una vez, fue el primero que recibió el nombre de hogar. Era el recuerdo más hondo que poseía y merecía perdurar en sus vivencias, y solo el propio curso de su devenir, las había hecho desvanecerse, diluirse en su memoria, las líneas que ahora se perfilaban borrosas, confusas, a la hora de esforzarse en recordar cómo era en dicho pasado y aquello le dolía, más que cualquier herida que pudieran producirle. 

Un dolor que sabía esconder y solo sus amigas más próximas, reconocían cuando sufría por ello, esforzándose en amenizar por medio de acciones o palabras, por la eficaz labor de bromas inesperadas, la promesa que ellas le brindaban para hacerla olvidar. En fin, diluir su melancolía con hechos que engañasen su maquinal capacidad de reflexión.

Así se veía obligada a recordarla solo en su memoria y no hacer mención alguna, de palabra o de obra, de su primera casa bajo el sol. Y aquello era duro, muy duro para alguien como ella.

Habían pasado muchos soles, muchos amaneceres que no había podido ver por su maldición, pues ella conllevaba esa misma lacra, ese mismo mal que le culpaban a su hogar y esa formaba, su segunda vida. Su reino era la noche, en ella vivía, si a ello se le llamaba vivir. Privada del placer de apreciar la caricia de la luz solar sobre su ser, arrojada a la noche, a su oscuridad, a esa imperecedera penumbra que la envolvía y solo la luz de velas y candelas consolaba. Un penoso bálsamo que se resignaba en asumir.

Había aprendido a dominar su mal y a vivir a su lado, a sobrellevar los arrullos de la sangre en los demás cuerpos vivos y a saciar su hambre, de una forma civilizada.

Sus amigas le proporcionaban lo que ella llamaba, no sin una declarada ironía, su reparador manjar. Grandes cuencos de sangre fresca de vacas, cerdos, incluso gallinas si era necesario. Mucho más agradable que la de inmundos roedores de las cloacas adonde se vio abocada a vivir.

Se había hecho una promesa a sí misma, una promesa que no debía violar, de ninguna manera ni por ningún suceso. No probaría la sangre de humanos, ni de enanos, ni elfos, ni de cualquiera de inocencia declarada. No obrarían sus manos el crimen de un deceso que no merecieran. Aunque la inclinación de su ser la obligara, por la llamada de la sangre, a consumarlo.

Los criminales, los asesinos, aquellos de corazón oscuro como su propia noche, ellos no lograrían ese mismo perdón. Proclamada una luchadora de la luz, una luz que no apreciaba desde hacía milenios, era juez y verdugo de esa misma ralea de individuos. Y el mundo era un lugar propicio para ellos, campaban a miles, decenas de miles e incluso osaría decir, millones. Aquellos que derramaron sangre y nadie más, merecían su peculiar vigilancia.

Pero su mayor odio, un odio rencoroso que exhibía en pocas ocasiones, era hacia aquellos quienes proclamaban ser más cercanos a su propia condición. Aquellos servidores de la oscuridad, que no conservaban su evolucionada conformidad con su sino. Se expresaban como fieras salvajes, sin venerar vida alguna y expandiendo su mal sin recelo confirmado. Suponía con escasas dudas, hallaría más de los deseados y sabían esconderse bien, de ella y de sus singulares amigas. Del grupo que formaban una maga rabiosa, una elfa con demasiados enigmas y una descomunal mujer, clérigo de una Orden ya desaparecida, siendo su más inseparable amiga, una colosal masa con un corazón enorme.

El sol no se rezagaría en salir de nuevo. Lo apreciaba en su pálida piel, la maldición de su origen, allende en los mares. Una breve sonrisa, con sus largos colmillos hacia sus compañeras, un breve saludo y de nuevo, al refugio de una oscura caja, donde fingiría dormir en el nuevo día. En espera de la renacida noche, plena de oscuridad, sin su amado y no correspondido, deseo de sol.

miércoles, 1 de abril de 2015

DISCUSIONES



—¿Y desde cuando la voluntad de una persona es determinante para saber si es merecedora de piedad o castigo? —la maga manipulaba un viejo libro cuyo forro estaba muy desgastado e intentaba darle una apariencia digna.

—Desde que el mundo es mundo, morenaza —Hurtadillas contemplaba su atareada labor consciente de que entre sus muchas dotes, nunca estaría la de restauradora.

Test gruñó, aquello no era una contestación que la satisficiera y además, no entendía como se había estropeado tanto ese ejemplar, si apenas lo cogía un par de veces al día para revisar unos bellos esquemas, que desde su adquisición siempre había admirado por su perfecta sincronía.

—Ya no hacen los libros como antes. Esto es un asco, y pensar que me cobraron dos mil eurillos por restaurarlo. Ya no hay amor por un trabajo bien hecho, ni por la dedicación, ni paciencia en elaborarlo. Todo es mecánico, artificial y sin alma. Es un asco —dijo disgustada tirando el libro sobre su sillón favorito, cansada de intentar arreglarlo.

—Déjame a mí —la elfa lo recogió ante la mirada malhumorada de su compañera y se dispuso a darle la terminación que merecía—. Y no estoy de acuerdo con tu aventurada apreciación. Esta es una buena encuadernación, pero sufre con tu trato. Deberías ser más cuidadosa, como Malj con sus libros.

—¡Ja! Solo le falta dormir con ellos. No dudo más de un día acaben entre sus amorosos brazos y placenteros sueños. Dichosa ella que puede dormir… o lo que sea que haga —agregó dubitativa al comprender que la muchacha pelirroja, llevaba sin un sueño real desde hace mucho tiempo. Más del confesado por la joven y mucho menos, de la existencia de la larguirucha orejuda.

Ello le hizo preguntarse una cuestión en particular—. ¿Cuántos años tienes? —dijo curiosa la maga, mientras se acomodaba en el sillón como si estuviese rendida y miraba a Hurtadillas con no poco descaro.

—A una amiga no se le pregunta eso. Ni a una amiga ni a una desconocida —aquel cuero desteñido le estaba dando más trabajo del que esperaba. Ni siquiera se dignó en mirar a la archimaga.

—Una vez aventuré a decirte aparentabas sobre veinte y pocos años, aunque dudo alguien lo crea. Esa es tu intención, pero las elfas sois unas tramposas, la naturaleza os da un trato de favor aliviándoos del peso del tiempo. Es injusto, yo también querría tener tu edad real. Estoy segura de que habría visto muchas cosas maravillosas.

—Puede ser, pero también habrías visto muchas más miserias. Y créeme, en la proporción que llegas a conocerlas, para mí sería un alivio no haberlas presenciado. No merece la pena.

—¡Ja! Ahora la elfita se las da de sufridora. Por lo que tengo entendido, ya estabas aquí cuando el imperio se creó. Así que como mínimo tienes… —empezó a hacer cálculos con sus dedos, pero pronto pareció perder la cuenta y de nuevo, malhumorada, gruñó por su poca paciencia—. Muchos, son muchos para mi entender.

—¿De qué imperio? —dijo la elfa distraída.

—¡De cuál va a ser! Del imperio, el único existente, ¿o es que crees ha habido más?

Hurtadillas la miró un breve instante. Lo suficiente para que la boca de Test se abriese de una forma bastante cómica. La sonrió y volvió a su tarea.

—No me estarás insinuando… No, no puede ser, solo ha existido un imperio y es el que todos conocemos. No me quieras liar con tus cuentos, orejuda —la maga dirigió su atención al fuego del campamento, pero su mente seguía cavilando con esa afirmación que insinuaba ser verdad. Eso explicaría muchas cosas. Ruinas olvidadas, pasados gloriosos arrastrados por el transcurrir de los tiempos. Una eternidad de situaciones y un sinfín de hechos desconocidos. Pero aquello no podía ser sino otro de los engaños de esa pérfida elfa.

—No le des vueltas a tu bonita cabeza. No merece la pena. Ya te he dicho que son muchas las miserias que te hubieras visto obligada a contemplar. Demasiadas para una bonita maga humana implicada en otros pensamientos, mucho más gratos y cuyo cumplimiento pueden ser llevados a cabo.

—¿De verdad opinas que soy bonita? —siguió contemplando el fuego, sin atreverse a mirar a su contratada guía.

—Todo quien tenga ojos puede observar tu belleza, morenaza. 

—¡Ja! —exclamó con mucha más desgana— eres la segunda persona que me ha insinuado no solo soy la archimaga, sino una mujer digna de admirar por mis dotes naturales.

—Claro que si. Incluso podrías aparentar ser una elfa, si no fuera por tus cortas orejas. Eso es un problema que delata tu origen, pero te hace mucho más interesante.

—Yo no veo tan especiales tus largas orejas, parecen dos antenas de carne de color indefinible, colocadas fuera de lugar. Estarías mucho mejor con unas orejas humanas.

—Es cuestión de gustos, morenaza —alargó su mano tendiéndole el libro con el forro arreglado a la maga. La humana lo cogió, admirando el buen hacer de su compañera, sin duda podía ganarse la vida con ese oficio. La elfa parecía destacar en todo cuanto realizaba, nada se le resistía.

—Gracias —dijo mientras lo guardaba con mucho más cuidado en una gruesa alforja.

Su guía la miró con interés— no hay de que, es un libro para ser conservado. No existen más de tres ejemplares del mismo.

Test le devolvió la mirada con sus ojos muy abiertos— no me fastidies, orejuda. En realidad, lo compré en un baratillo de Nueva Capital por catorce eurillos. 

—Pues te salió muy barato. Su precio en el mercado puede alcanzar el medio millón. Y si te esfuerzas en conservarlo, podrían ofrecerte incluso el doble. Es un ejemplar muy raro, sobre el arte de “Compendia” y lo trata de manera ejemplar. La magia de magias, la magia excelsa y sublime. La más poderosa y temible de todas.

La humana esbozó una pícara sonrisa. Conocía de sobra el contenido del libro, lo difícil era ejecutar sus ejercicios. Y si alguien podía, no dudaba era ella la más indicada. Nada se resistía a la archimaga de Támtasia.

—Y creo sinceramente, deberías haber sido más generosa con la persona que te lo vendió. Eres muy rica y te sobra el dinero.

—¿Pero qué dices? —expresó malhumorada, con sus ojos cerrándose como si deseasen aplastar a esa indeseable que le insinuaba su ocultada falta—. Esto es el libre mercado. El vendió, yo compré. No le di más que cuanto me pidió y pagué en buena moneda imperial.

—A eso se le llama aprovecharse de la ignorancia. No es honrado, morenaza —la mirada de Hurtadillas se mostró más severa, consciente de que su compañera no había obrado con la correspondiente decencia. 

—Las transacciones no conocen de ética, orejuda —respondió la humana con su ceño fruncido.

—Ese es un concepto universal con el cual no estoy de acuerdo. Las cosas son, como se desean que sean. Hace falta voluntad, solo voluntad, para cambiarlo.

—Pues cámbialo tú, si tanto te apetece. Yo vivo en el mundo que me toca vivir, un lugar duro donde el pez grande se come al chico.

Los ojos de la elfa parecieron relumbrar, a lo cual Test retrocedió un tanto intimidada—. ¡Todos los peces son iguales, morenaza. Todos!  —Luego tornaron a su estado habitual, de una hermosura demoledora.

—Vale, vale. No hace falta ponerse borde. Todos los peces son iguales… —la archimaga pensaba que la inteligente elfa parecía mucho más ingenua de lo que en un primer momento había juzgado. Con alguien así a su lado, no dudaba iban a enfrentarse con problemas en cada trecho de su iniciado viaje. Ahora era tarde para rectificar, la apreciaba más de cuanto podía esperar para renunciar a sus servicios, aunque nunca se lo confesaría. La sombra de Rones, la mujer que significó su despertar a un amor más profundo, era demasiado alargada para ser ignorada.

—Espero lo tengas en cuenta en tu próximo trato. Cortesía y generosidad, una gran sonrisa y muchas palabras amables.

—Claro, por supuesto. Pero antes de eso, ¿no querrías arreglarme estos otros libros? —habló consciente de que no sería así, tenía mucho carácter para poder evitar comportarse de otra manera, pero en este momento no deseaba contrariar a su compañera. La necesitaba para que diese igual tratamiento a sus libros, despellejados por el intenso uso y merecedores de lucir de nuevo como nuevos, bajo el experto cuidado de la mujer élfica.

La maga arrojó dos pesadas mochilas al suelo, abriéndolas con prisa y sacando de su interior unos gruesos volúmenes.

—¿Y esto? —señaló Hurtadillas a los libros—. Lo de antes ha sido un favor. No soy tu esclava ni atiendo a tus caprichos —se volvió, dándole la espalda y disponiéndose a realizar otras tareas que se le antojaban más importantes a su atención.

Test rezongó con fuerza. Gritó con más fuerza aún, interrumpiendo la calma del bosque donde pernoctaban. Todo ello no le sirvió de nada. La elfa hizo caso omiso a su mal genio y sonoros vocablos descalificativos. No estaba dispuesta a consentir la manipulase como a todos quienes rodeaban a la intolerante humana.

Tal como le había confesado, demasiadas experiencias para dejarse intimidar por una recién llegada al mundo. Y habría de corregirle sus malcriadas costumbres.


Malj apareció junto con Casta de entre la profundidad del bosque, habían ido a recoger ramas que se hubiesen roto o árboles caídos, donde la fuerza de ambas bastaría para coger los trozos apropiados. La elfa les había prohibido hacer uso de hachas ni dañar ninguna vegetación, por ello tardaron un buen rato desde su salida del improvisado campamento. Portaban una buena cantidad entre las dos.

—¿Os oímos gritar? ¿Ha ocurrido algo? —la clérigo, con su absoluta ingenuidad, realmente creía tenían un problema y había insistido a su amiga en que volviesen cuanto antes.

—Pero que dices, Casta. Es esta gritona, con uno de sus peculiares ataques de rabia. Ya te lo dije, no pasa nada. Esta como siempre, insoportable —la sangrante arrojó el pesado fardo al suelo, mirando a la morena humana con no poco desagrado.

Test yacía sentada en su sillón, un objeto inapropiado entre la densidad del bosque, mirando con el ceño fruncido al fuego, sin prestar atención a cuanto la rodeaba.  Parecía que ni siquiera hubiese escuchado ese comentario.

La mujer pelirroja se acercó curiosa a las dos mochilas, cuya cobertura había sido retirada y podía observar su contenido sin tocarlas— ¡Vaya, vaya! Mira que cosas tan curiosas. Un tratado de Suda, una compilación de Menta, un manual de Cinta y esto… esto es muy especial. Uno de los “Compendias”.

—Ni se te ocurra tocarlo, chalada —amenazó la archimaga sin mirarla.

—Ni se me ocurriría, furia alucinada. Además, yo tengo uno de los tres y no necesito de tu ejemplar —enseñó los largos colmillos, amenazante y respirando con fuerza. Sus ojos azules, se tiñeron con la sombra de una mancha de sangre y las uñas de sus manos, se alargaron como cuchillas.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —se volvió Test hacia ella, en una actitud suplicante que desarmó a la enfadada mujer de la noche.

—Que no pienso ni tocar tu ejemplar…

—No, eso no. Lo otro, lo de que tienes uno de los tres —la maga se levantó de su asiento, dirigiéndose hacia la muchacha que la observaba con sus ojos muy abiertos.

—¡No pienso dejarte tocarlo! —contestó sorprendida Malj, quien retrocedió asustada ante aquel cambio de actitud tan insospechado.

—Quiero verlo. Déjame tenerlo durante unas horas, por favor —se encogió, recogiendo del suelo las dos mochilas y con una fuerza inesperada, tendiéndoselas para que las cogiese— Te dejo que revuelvas cuanto quieras entre los míos. No me importa, si me dejas ese libro.

—Yo… yo… —Malj miró hacia la elfa, deseando saber si aprobaba ese trato o era una trampa maliciosa de la insegura maga. Hurtadillas no movió su rostro, permaneciendo impasible a toda esa discusión.

—Por favor, te lo ruego, es muy importante para mí. Pídeme lo que quieras a cambio, lo que quieras —su voz era tranquila, melodiosa y baja. Muy diferente a cuantas conversaciones anteriores había suscitado su compañía.

Los azules ojos de la sangrante se abrieron de par en par, perdida la razón de la sangre y la furia que la acompañaba. Tenía una excelente ocasión para vengarse de esa repelente mujer y cumplir con creces uno de sus mayores deseos: perderla de vista para siempre. Una nueva mirada a Hurtadillas, le previno de cumplir su expectativa, la elfa nunca se lo consentiría. Debería pensar algo diferente.

—¿Para qué quieres esa copia? —intervino Hurtadillas de forma inesperada.

Test se volvió hacia ella, era evidente aquella pregunta la incomodaba—. ¿Para qué lo querría saber una fría elfa distante? —No le perdonaba, hubiese ignorado ayudarla con el resto de sus libros y su furia, transformada en palabras, clavaba como cuchillos en su víctima.

Tan de improviso como su pregunta, Hurtadillas la agarró por el ancho cinturón de la azul vestimenta, arrastrándola hasta golpear con su propio cuerpo. Prendió sus cabellos, echando la cabeza hacia atrás y besándola. Fue con tanta fuerza e ímpetu, que la humana quedó laxa con sus brazos caídos, incapaz de responder de ninguna manera a ese acto y cuando quiso reaccionar, se vio arrojada al suelo con igual violencia.

—¿Te parezco ahora, fría y distante? —dijo con sus bellos ojos verdes, intimidantes y magníficos, mirando a la sorprendida mujer tendida entre la hojarasca. Se dio la vuelta e introdujo sin decir nada más, entre la penumbra del espeso bosque.

—Hurtadillas, yo… yo… —balbuceó en voz baja, con sus ojos a punto de convertirse en una cascada plena de emociones, brillantes y abiertos, viendo como una de las razones, en verdad la única razón que la impedía obrar a su peligroso antojo, se alejaba de ella.

Malj y Casta se miraron, en parte atónitas y en parte, confirmando cuanto ya sospechaban de la relación entre ambas mujeres. La clérigo se acercó para levantar a la confundida morena del húmedo suelo. Al hacerlo, una multitud de pequeñas hojas quedaron prendidas en su ropa y al contrario de otras veces, las ignoró. No le importaba estar sucia, se sentía como una miserable, un ser despreciable que no merecía existir. Su maldita boca no sabía callarse a tiempo. Era una maldición, una insufrible condenación.

—Ven, siéntate con nosotras —habló Malj, intentando romper el incómodo silencio que había dominado tras ese hecho. Entre Casta y ella, la llevaron dócilmente hasta la confortable hoguera.

—No quería… no deseaba herirla —excusó Test, con su vista inclinada hacia el suelo.

—Lo sabemos. Sabemos que no nos deseas mal alguno a ninguna. Y aunque sea difícil convivir a tu lado, más incomprensible nos es tratar de saber la relación que entre vosotras dos existe. No dudo, os apreciáis más de cuanto querríais confesar, ni dudo es tormentosa y complicada de definir esa lucha secreta en la cual estáis sumidas. Pero si de algo estoy segura, es que no hay fuerza material ni inmaterial, capaz de separaros ni de romper esa unión, tan extraña para todos —Casta siempre era parca en palabras, pero eso no significaba que en su educación estricta no le impidiese hablar cuando era necesario.

La maga no dijo nada, pero el largo e inesperado comentario de la gigantesca mujer le aliviaba un tanto su amargura. Para ella, en aquel momento, solo existía una verdadera prioridad y era conseguir esa copia de “Compendia” que tan alegremente había declarado ser propietaria aquella chalada pelirroja— ¿me dejaras ver el libro? —dijo sin mirar a la ilustrada joven de llameante cabellera.

Malj jugueteaba con una vara, prendiéndola en el fuego y agitando a su capricho entre las llamas— sabes archimaga, a veces siento un irreprimible deseo de morderte y vaciar tu cuerpo de esa sangre tan perturbadora que portas. Tal vez, te haría un favor, a ti y al mundo en general. La desgracia es que ese líquido rojo esta tan saturado de poder, que ignoro los efectos nocivos en mi propia salud. Hasta para eso eres un engorro.

—No lo dudo. Lo soy para todo el mundo —elevó su cabeza para mirar directamente a la sangrante.

—Y en el fondo, ni siquiera sé porque te aprecio. Me es un enigma esa cuestión y no es que no haya gozado de ocasiones para hacerte morder el polvo, pero algo me retiene. Podríamos decir es algo instintivo, una alerta natural previniéndome de cometer esa insensatez. 

—Me gustaría disponer de esa capacidad tan práctica. Y si he de ser sincera, también ignoro por qué te soporto a mi lado. Estas loca, pelirroja. 

Los ojos de Malj, en su infinito azul, parecieron inflamarse, pero se contuvieron y una sonrisa apareció mostrando sus largos colmillos. Mucho más largos de lo que deberían ser y mucho más amenazadores, de cuantas otras sonrisas pudieran apreciarse.

—En verdad, Test, la mayor parte del tiempo no eres sino una idiota —la chica pelirroja siguió jugando con su vara ya medio carbonizada.

—No te lo voy a negar. ¿Pero me dejaras el libro? —imploró la maga de nuevo.

—Lo dicho. Una completa idiota —dijó Malj.
 
—Prométeme nunca, nunca más, me llamarás loca —continuó Malj, esbozando una amplia sonrisa que ocultaba sus peligrosos dientes. Lo había meditado largamente y era una de las cosas que más le irritaba de esa morena salvaje. No obstante, estaba curada en salud y conocía de las tretas que usaba esa mujer para esquivar sus tratos y juramentos, así pues prosiguió— ni me llames chiflada, ni chalada, ni ninguna otra forma que haga mención de esa intención. Prométemelo archimaga, un juramento por ese honor propio del cual siempre haces gala a todos. Prométemelo, y no pondré ningún reparo en dejarte cuanto deseas de mi biblioteca —la volvió a mirar. La maga sonreía entusiasmada— y prométeme, cuidaras bien de mis libros.  Como si fuesen tu propia vida, Test de Nueva Capital —y la sonrisa de la furia morena, dejó de ser tan satisfactoria.