Hurtadillas
permanecía tranquila. Controlaba la respiración de su cuerpo hasta casi
extinguirla, convirtiéndose en una estatua, en un bloque de piedra que
esperaba, aguardando el instante en el
que su enemigo llegase hasta donde se encontraba.
Sostenía su
mano sobre la sobresaliente empuñadura de su espada. Una empuñadura recubierta
de un paño verde con glifos de oro inscritos en su derredor, con un pomo
constituido por una única y excepcional gema verde, pulida hasta convertirse en
una esfera perfecta que cuatro poderosas garras aprisionaban en su interior. Un
guardamano envolvía con un bello motivo floral ese conjunto y le daba el
aspecto de tratarse más de un objeto de arte, que de un instrumento de muerte.
La vaina caída
despreocupada, sujeta por el fino cinturón que envolvía el talle de la elfa y
la aseguraba junto a ella. Con los mismos motivos florales, con ese eterno
verde y oro, arropaba en su interior la hoja que contenía la ira de su dueña.
No pestañeó,
ni movió músculo alguno. Su cabellera pareció congelarse en el propio aire y el
mismo tiempo, detenerse a su alrededor. Sus ojos brillaron, con la intensidad
que siempre ocultaban, con el fuego que dentro de ella la devoraba y la hacía
más fuerte.
Sus dedos
aguardaban, esperando la orden de afianzar la empuñadura y arrastrar la espada
tras de si. En aquel momento, Hurtadillas pasaba a segundo plano y solo quedaba
Támtasia. Su único afán y motivo por el cual seguía existiendo. No consentiría,
jamás consentiría el mal, esas sombras que tanto se afanaban por destruir
cuanto amaba, triunfasen. Y si para ello, debía destruir, arrasaría cuanto
fuese necesario. Se entregaría a si misma, si no fuese con ese último
sacrificio, destruiría todo por cuanto había luchado.
Una sola alma
contra un ejército de sombras, de horrores insospechados con nombres olvidados,
de recuerdos perdidos llenos de malicia y destrucción.
Ya estaban
casi sobre ella. Podía oler su fetidez, la descomposición de sus sentimientos
en una amalgama llena de ira y venganza. Sabia la odiaban con todo su ser y
deseaban destruirla. Y ese sentimiento, era mutuo. Ella les deseaba el mismo
fin.
La rodeaban.
Estaba en una pequeña colina, la única altitud de ese extenso lugar que ahora
se convertiría en campo de batalla. Un instante y un rápido pensamiento. “Estoy
tan sola. Tan sola”. Sus largos y gráciles dedos, envolvieron la empuñadura y
arrastraron el filo fuera de su vaina. Espada y mano, se convirtieron en un
mismo elemento.
El aire se vio
agitado a su alrededor. El cielo se cubrió con unas blancas nubes llenas de
vengativos relámpagos, que ennegrecieron al estallar una brutal tormenta. La
espada vibraba, el cristal con el cual estaba confeccionada, amenazaba con un
filo que ningún herrero jamás podría obtener, la propia tierra tembló al sentir
que se había liberado algo que no la amenazaba, algo que formaba parte de ella
y le entregaba su poder. Los rayos de los cielos surcaron todos en una misma
dirección.
Hurtadillas
había alzado la espada, golpeando la furia de los cielos sobre ella. Miles de
látigos eléctricos se esparcieron a su alrededor, mientras la tierra se elevaba
y caía, liberando los fuegos de su interior. Gigantescos torbellinos unieron
cielo y tierra, mientras se cubrían del color de la roja lava y del luminoso
resplandor de las descargas.
Se formaron
esquirlas de hielo y de metal fundente, procedente de la propia tierra, de su
más recóndito interior. Los monstruosos torbellinos las azuzaban en sus
violentos giros que devorarían montañas y secarían mares.
El mundo
bramaba en aquellas fuerzas naturales su poder, su negación a ser sometido por
algo externo y que no obedecía a ley alguna, salvo la violencia del más fuerte.
—¡Jamás
tendréis esta tierra! —gritó con una voz que traspasó aquel lugar hasta su
último escondite. Su espada brillaba con todos los colores que constituían la
riqueza de la creación, mientras la mantenía en alto, desafiante como siempre.
El Sol de
Támtasia rasgó la cubierta de nubes, abrasadoras llamas descendieron como las
olas de un mar embravecido, como el mar de una galerna del fin del mundo,
devorando cuanto no habían destruido los anteriores elementos.
No movió sus
pies, ni ninguna otra parte de su cuerpo. Solo sus ojos brillaban en el
recuerdo de un pasado que intentaba olvidar y siempre le perseguía. Y jamás le
dejaría olvidarlo.
Un último
trueno. Una voz conjunta de tierra y cielo, fue la conclusión de aquel aciago
espectáculo. Señalaba el final de ese episodio y la necesidad de que
devolviese su arma al interior de su hermosa vaina.
Pero antes de
ello la observó con cuidado. La había forjado con un conocimiento que nadie
poseía ni le parecía apropiado conociese ser viviente alguno. Estaba mas allá
del alcance del saber y la comprensión que la vida exigía y por ello, rara vez
la desenfundaba. No era un arma para ser mostrada en público ni mostrarse
orgullosa de su creación.
El limpio
cristal aún conservaba los efectos de aquella invocación. Pequeñas luces que se
iban apagando en su interior y morían a cada instante, hasta devolverla a su
estado natural. Cuando la última de ellas se desvaneció, la introdujo de nuevo
en su protección. O más bien, aquella vaina protegía al mundo de lo que dentro
se contenía, hasta la llamada de quien la había creado.
—Descansa
Cristalina, descansa. Tu trabajo ha terminado —dijo con una voz triste,
separando sus dedos de la fiel empuñadura que tan bien le servía.
La llanura
humeaba. Las fracturas en la tierra tardarían tiempo en recuperarse y un viento
gélido y al mismo tiempo ardiente, sacudían a la elfa en su breve descenso. El
Sol recuperó su protagonismo y las nubes se desvanecieron, dejando un cielo
azul pletórico y luminoso que presagiaba una hermosa tarde.
En alguna
parte, escuchó el trinar de pájaros. La naturaleza se tornaba presta a reclamar
lo que por derecho le habían negado. Aquello la hizo sonreír. Para ella no
había mejor recompensa que reconocer la dureza de la vida y su testarudez por
imponerse, incluso en las peores condiciones.
Dió un silbido
que se trasladó en el aire con fuerza. Sabía que no esperaría mucho hasta que
Bellandante retornase a su lado. La hermosa yegua era su compañera inseparable
desde hacía mucho tiempo, aunque el tiempo para la elfa, no significase gran
cosa. O en verdad, no significaba nada.
Solo el dolor
en las plantas de sus pies, acentuado por su notable esfuerzo, le recordaba lo
que no quería tener presente en sus pensamientos. Y el dolor, estaba aumentando
a cada instante que pasaba.
Como siempre,
la elfa sonrió con más fuerza y decisión. Y se encaminó al futuro, tan ignorada
como siempre, en una eternidad de completa soledad.