lunes, 30 de marzo de 2015

HURTADILLAS Y SU ESPADA



Hurtadillas permanecía tranquila. Controlaba la respiración de su cuerpo hasta casi extinguirla, convirtiéndose en una estatua, en un bloque de piedra que esperaba, aguardando el instante en  el que su enemigo llegase hasta donde se encontraba.

Sostenía su mano sobre la sobresaliente empuñadura de su espada. Una empuñadura recubierta de un paño verde con glifos de oro inscritos en su derredor, con un pomo constituido por una única y excepcional gema verde, pulida hasta convertirse en una esfera perfecta que cuatro poderosas garras aprisionaban en su interior. Un guardamano envolvía con un bello motivo floral ese conjunto y le daba el aspecto de tratarse más de un objeto de arte, que de un instrumento de muerte.

La vaina caída despreocupada, sujeta por el fino cinturón que envolvía el talle de la elfa y la aseguraba junto a ella. Con los mismos motivos florales, con ese eterno verde y oro, arropaba en su interior la hoja que contenía la ira de su dueña.

No pestañeó, ni movió músculo alguno. Su cabellera pareció congelarse en el propio aire y el mismo tiempo, detenerse a su alrededor. Sus ojos brillaron, con la intensidad que siempre ocultaban, con el fuego que dentro de ella la devoraba y la hacía más fuerte. 

Sus dedos aguardaban, esperando la orden de afianzar la empuñadura y arrastrar la espada tras de si. En aquel momento, Hurtadillas pasaba a segundo plano y solo quedaba Támtasia. Su único afán y motivo por el cual seguía existiendo. No consentiría, jamás consentiría el mal, esas sombras que tanto se afanaban por destruir cuanto amaba, triunfasen. Y si para ello, debía destruir, arrasaría cuanto fuese necesario. Se entregaría a si misma, si no fuese con ese último sacrificio, destruiría todo por cuanto había luchado.

Una sola alma contra un ejército de sombras, de horrores insospechados con nombres olvidados, de recuerdos perdidos llenos de malicia y destrucción.

Ya estaban casi sobre ella. Podía oler su fetidez, la descomposición de sus sentimientos en una amalgama llena de ira y venganza. Sabia la odiaban con todo su ser y deseaban destruirla. Y ese sentimiento, era mutuo. Ella les deseaba el mismo fin.

La rodeaban. Estaba en una pequeña colina, la única altitud de ese extenso lugar que ahora se convertiría en campo de batalla. Un instante y un rápido pensamiento. “Estoy tan sola. Tan sola”. Sus largos y gráciles dedos, envolvieron la empuñadura y arrastraron el filo fuera de su vaina. Espada y mano, se convirtieron en un mismo elemento.

El aire se vio agitado a su alrededor. El cielo se cubrió con unas blancas nubes llenas de vengativos relámpagos, que ennegrecieron al estallar una brutal tormenta. La espada vibraba, el cristal con el cual estaba confeccionada, amenazaba con un filo que ningún herrero jamás podría obtener, la propia tierra tembló al sentir que se había liberado algo que no la amenazaba, algo que formaba parte de ella y le entregaba su poder. Los rayos de los cielos surcaron todos en una misma dirección. 

Hurtadillas había alzado la espada, golpeando la furia de los cielos sobre ella. Miles de látigos eléctricos se esparcieron a su alrededor, mientras la tierra se elevaba y caía, liberando los fuegos de su interior. Gigantescos torbellinos unieron cielo y tierra, mientras se cubrían del color de la roja lava y del luminoso resplandor de las descargas.

Se formaron esquirlas de hielo y de metal fundente, procedente de la propia tierra, de su más recóndito interior. Los monstruosos torbellinos las azuzaban en sus violentos giros que devorarían montañas y secarían mares.

El mundo bramaba en aquellas fuerzas naturales su poder, su negación a ser sometido por algo externo y que no obedecía a ley alguna, salvo la violencia del más fuerte.

—¡Jamás tendréis esta tierra! —gritó con una voz que traspasó aquel lugar hasta su último escondite. Su espada brillaba con todos los colores que constituían la riqueza de la creación, mientras la mantenía en alto, desafiante como siempre.

El Sol de Támtasia rasgó la cubierta de nubes, abrasadoras llamas descendieron como las olas de un mar embravecido, como el mar de una galerna del fin del mundo, devorando cuanto no habían destruido los anteriores elementos.

No movió sus pies, ni ninguna otra parte de su cuerpo. Solo sus ojos brillaban en el recuerdo de un pasado que intentaba olvidar y siempre le perseguía. Y jamás le dejaría olvidarlo.

Un último trueno. Una voz conjunta de tierra y cielo, fue la conclusión de aquel aciago espectáculo. Señalaba el final de ese episodio y la necesidad de que devolviese su arma al interior de su hermosa vaina. 

Pero antes de ello la observó con cuidado. La había forjado con un conocimiento que nadie poseía ni le parecía apropiado conociese ser viviente alguno. Estaba mas allá del alcance del saber y la comprensión que la vida exigía y por ello, rara vez la desenfundaba. No era un arma para ser mostrada en público ni mostrarse orgullosa de su creación.

El limpio cristal aún conservaba los efectos de aquella invocación. Pequeñas luces que se iban apagando en su interior y morían a cada instante, hasta devolverla a su estado natural. Cuando la última de ellas se desvaneció, la introdujo de nuevo en su protección. O más bien, aquella vaina protegía al mundo de lo que dentro se contenía, hasta la llamada de quien la había creado.

—Descansa Cristalina, descansa. Tu trabajo ha terminado —dijo con una voz triste, separando sus dedos de la fiel empuñadura que tan bien le servía.

La llanura humeaba. Las fracturas en la tierra tardarían tiempo en recuperarse y un viento gélido y al mismo tiempo ardiente, sacudían a la elfa en su breve descenso. El Sol recuperó su protagonismo y las nubes se desvanecieron, dejando un cielo azul pletórico y luminoso que presagiaba una hermosa tarde.

En alguna parte, escuchó el trinar de pájaros. La naturaleza se tornaba presta a reclamar lo que por derecho le habían negado. Aquello la hizo sonreír. Para ella no había mejor recompensa que reconocer la dureza de la vida y su testarudez por imponerse, incluso en las peores condiciones.

Dió un silbido que se trasladó en el aire con fuerza. Sabía que no esperaría mucho hasta que Bellandante retornase a su lado. La hermosa yegua era su compañera inseparable desde hacía mucho tiempo, aunque el tiempo para la elfa, no significase gran cosa. O en verdad, no significaba nada.

Solo el dolor en las plantas de sus pies, acentuado por su notable esfuerzo, le recordaba lo que no quería tener presente en sus pensamientos. Y el dolor, estaba aumentando a cada instante que pasaba.

Como siempre, la elfa sonrió con más fuerza y decisión. Y se encaminó al futuro, tan ignorada como siempre, en una eternidad de completa soledad.

domingo, 1 de marzo de 2015

CORTO, CORTITO.

Era un hombre pequeño, tan pequeño, que entre los suyos, ya de por si escasos de talla, le llamaban “el acortado”. Con dos palmos de altura, con más frente que piernas, caminaba ladeandose por las calles de Piernacorta. Piernita va, piernita viene, afanoso iba por ellas, viviendo de generosas limosnas que los demás le entregaban. 

Hasta que un día, otro más pequeño encontró y temeroso de perder sus pingües beneficios y morir de hambre, decidió cortar sus ya de por si, escasos miembros. Ahora iba vivaracho por las mismas calles y un nuevo apodo recibió: “el arrastrado”. Y así quedó.