jueves, 6 de febrero de 2014

PASEOS POR FRIAS TIERRAS (8ª PARTE Y ULTIMA)

Pecacorta. Ese era el nombre de la hija de Torsocorto quien debía ver. Se lo había dicho el aldeano convertido en sangrante, aunque aún desconocía como había sido contagiado. Rastreó toda la zona la noche siguiente, sin encontrar rastros. Tal vez se debía a la intensa nevada que cayó durante el día, haciéndole imposible concretar una dirección adecuada.

Tampoco sabía la ubicación exacta del poblado donde aquel hombre vivía. Debería ser precavida y preguntar en las zonas habitadas si alguien los conocía. Todas las noches se llegaba a las localidades cercanas e indagaba con total discreción, sin lograr saber nada.

-Puede sean de los poblados de la rivera del Meamucho. Es una zona pobre y hace tiempo, no sabemos nada de ellos. Es un duro invierno y puede ser, no hayan sobrevivido. Últimamente ha habido malas cosechas y el tiempo, tampoco acompaña. Si, puede ser fácil sean de esa zona, pero no le recomiendo ir allí. Y más a una señorita como usted, suelen ser caminos plagados de bandidos y peligros varios –el soldado, un hombre curtido de la guarnición de Piedesota, era muy locuaz. El buen vino de la taberna y la invitación inesperada, de la galante y bonita joven, le habían hecho abrir su boca, aunque para Lenguasuelta, no solía ser un problema.

-No tema. No es mi intención –Maljeta mentía. Claro esta iría para aquel lugar de inmediato. Los supuestos peligros de los que hablaba, no le suponían problema alguno. Ella era el verdadero peligro, si le daban ocasión a demostrarlo.

Le dio tres eurillos de oro por su amable conversación. El hombre no quería aceptarlos, pero la insistencia de la joven, hizo que al final se los guardase, con la condición de no decirle a nadie, nada sobre su charla.

Salió de la ciudad siendo de noche. Disfrutaba, de vez en cuando, pasearse como una persona normal, entre el bullicio de la fiesta, animadas chanzas y demostraciones de júbilo. Renovaba sus energías, haciéndola sentir esa falsa humanidad de la cual sabía carecía, salvo en su muy profundo interior
.
“De nuevo a la soledad del camino” pensó con desagrado. No le hubiese importado alquilar una casa y llevar una vida tranquila por unos años, parecía una ciudad acogedora y sin problemas. Acabada la tarea en Puntafría, todo el lugar gozaba de una venturosa paz. Los impuestos se rebajaron y ello dio ocasión a una floreciente comunidad, resurgiendo de sus cenizas. Nadie lamentó la muerte del conde y los suyos, en aquel dramático incendio. Un nuevo noble, más sensato y accesible, retomó la tarea de organizar aquella zona del imperio, con notable pericia.

Ya había pasado más de mes y medio. Si la hija de Torsocorto seguía viva, seria de milagro, no tenía muchas esperanzas de encontrarla y pedirle perdón, por la muerte de su padre. Por supuesto, nunca le diría había convertido en un sangrante, deseaba que pensase murió en el trayecto, intentando salvarla de su enfermedad.

Atravesó el bosque con su proverbial rapidez, deseaba llegarse hasta ese valle cuanto antes y esa misma noche, se encontraría en esa zona. Una importante cordillera seguía a los árboles, tras ella su objetivo. Las montañas estaban cubiertas de nieve, aunque no le importaba, podría verse envuelta por un alud inesperado y quedarse atrapada bajo toneladas de nieve y escombros. No la mataría, pero retrasaría su misión demasiado tiempo.

Iba envuelta en una gruesa capa, debajo su armadura restaurada de su aventura en Puntafría. Le había costado un buen dinero, la urgente reparación a la cual la sometió. Incluso el herrero le dijo darían una pequeña fortuna si quería venderla, era excepcional. Dio una propina por haber reconocido el trabajo de tan buen artesano, le agradaba saber que aún quedaba gente a quien le importaba hacer bien las cosas.

Subió por la ladera de la montaña, con cuidado y en un total silencio. Ponía sus pies con delicadeza, procurando siempre apoyarse en alguna roca desnuda y asentada, donde su peso liviano no supondría ningún problema. Al poco tiempo, se encontraba en la cima, donde a pesar de la noche, las tibias lunas iluminaban los riscos, ofreciéndole un espectáculo natural de indomable belleza. Le recordaban las cumbres de las Montañasolvido, en Tantotongo. Un sentimiento de nostalgia que podía ser peligroso, no deseaba retornar de nuevo a su tierra, nada le ataba allí, salvo el recuerdo de muchos infortunios.

Sin detenerse, siguió hasta que el valle se hizo presente. Lo que más impresión le hizo fue no ver ninguna clase de iluminación. Todo el valle se veía en sombras, ni siquiera una triste antorcha y no podía ser la falta de madera. Bosques en sus laderas, suficientes para abastecer diez veces la zona en muchos inviernos, la rodeaban.

Se quedó quieta, intentando observar si existía algún movimiento. Las pequeñas aldeas no parecían dar señal de vida. Ni siquiera podía ver animales en sus corrales, todo tenía una preocupante falta de sonido. El silencio, solo roto por el sonido de las hojas con el roce del viento, dominaba la zona.

Bajó hasta la primera aldea. No había nadie en ella, ni animal de granja ni humano. Parecía abandonada, desde lejos, todo se encontraba en buen estado, pero al acercarse, su primera visión quedaba atrás. Las casas estaban maltrechas, sin tejas y descuidadas en su mantenimiento, se caían con solo mirarlas. Hacía mucho tiempo, nadie vivía allí.

En las dos siguientes aldeas, todo se encontraba de idéntica manera. Aquello la sorprendió, daba la sensación de que el tiempo en aquel lugar, se detuvo de repente, para no volver a existir jamás.

De camino a la más próxima, se encontró algo inquietante. Unas pisadas, de unos pies pequeños, atravesaban la capa de nieve en la misma dirección que ella. No tenía duda, eran de los mismos que habían acompañado a Torsocorto en su desventurada expedición. Ni tenía ninguna duda, pertenecían a un sangrante.

Dio la vuelta al recodo, para encontrarse con una figura que la esperaba. Era menuda y mantenía su cabeza gacha, mirando el suelo nevado, sin en apariencia, prestarle atención. Como si estuviese sumida en pensamientos muy lejanos, que a nada correspondían en aquel momento.

-Te estaba esperando –la voz de la figura, denotaba una juventud rayana a la niñez- Maljeta de Tantotongo –dijo levantando su cabeza y con ello, su mirada.

La sangrante pelirroja no habló. Se limitó a mirar los ojos muertos, vacios, repletos de una oscuridad insondable que pretendían mirarla en igualdad de condiciones.

-Vamos, es de mala educación, no presentarse entre iguales –le dijo con su voz infantil.

-Si, soy Maljeta de Tantotongo –un estremecimiento le sacudió. Aquella figura era de una sangrante, pero no de una vulgar, sino de una encumbrada. Un peligro que ni ella misma podría afrontar con seguridad- y no somos iguales.

-De eso estoy convencida, desde hace mucho tiempo. Yo ya era vieja, cuando tu viniste al mundo. En verdad, no tengo edad. No una edad para poder pronunciarse, ni un número para ser calculado. Pero eso, ya lo sabes, mi joven Maljeta –los ojos, carentes de cualquier expresión en su vacía forma, parecían mirarla, aunque no existiesen pupilas ni un iris que la contuviera.

-Tu eres Pecacorta, la hija de Torsocorto. De eso, es de lo único que estoy convencida en este momento –comentó Maljeta, quien estaba tensa, comprendiendo su error al presentarse ante aquella temible adversaria.

-Eres muy lista, pelirroja. Todo lo contrario de los habitantes de este valle. Me divirtieron por un tiempo y ese tonto de Torsocorto, tuvo la ilusión de que era su niña pequeña. Su querida Pecacorta, un nombre deleznable con el cual se empeñó en llamarme, hasta que lo encontré y liberé de sus alucinaciones.

-¿Querrás decir lo condenaste? Y tu forma de divertirte, no dudo solo constituyese un placer para ti.
-Por supuesto, acaso no está ahí la gracia de este juego eterno. Este ganado solo está para proporcionarnos un momento de placer. Deberías de dejarte llevar, mi Maljeta. Quien te hizo así, se encuentra muy ofendido por tu perseverante ingratitud.

Maljeta dio muestras de reaccionar ante aquel desafío. Cerró sus puños con fuerza y entornó sus ojos, la boca hizo una terrible mueca y arrugó la nariz.
-¿Y no me dirás el nombre de ese bastardo? Querría agradecerle personalmente sus atenciones. Muy personalmente –dijo encolerizada. Deseaba saltar en ese momento contra su adversaria y obligarle a confesar. Solo necesitaba un nombre y una vez conocido, dedicaría todos sus esfuerzos a encontrarle y “agradecerle” su no vida.

-Te lo diría, si supiera tienes una mínima posibilidad de vencerme. Cosa que dudo mucho –la aparente figura de la niña, vibró por un instante. Fue lo suficiente para golpear a Maljeta, arrojándola contra el muro de una casa, atravesándolo y acabando después contra una pared de dura roca. Por suerte, su armadura aguantó el brutal toque de la encumbrada, quien seguía en su sitio con una sonrisa despiadada en sus labios rojos.

-No te preocupes. Dejaré vuelvas a acercarte de nuevo, me place tu compañía.

-No puedo decir lo mismo –escupió un poco de sangre. Sentía tenía algo roto en su interior, pero su metabolismo de sangrante no tardaría en recuperarse. Se levantó, caminando lentamente hasta volver a su sitio, sin perder de vista a quien la esperaba.

-Pobrecilla, eres tan joven e inexperta. Pero me diviertes, tu obstinación en no aceptar tu realidad, me divierte mucho. Esto se ha vuelto tan aburrido, que he decidido cambiar de zona. Una nueva, llena de cuerpos rebosantes de vitalidad, plenos de vida de los cuales alimentarme y disfrutar. Una nueva era de entretenimiento, en la cual me gustaría participases. Tienes potencial, Maljeta. Podrías ser una sangrante excepcional. Con mi ayuda, incluso el imperio vería tambalear su poder. Hay muy pocos como yo, en un futuro, nos juntaremos y quien sabe… puede consigamos refuerzos.

-No quiero nada de ti, aberración. Mi único propósito es destruirte, a ti y a toda tu ralea. Te obligaré a hablar, a que me digas el nombre de ese que no se atreve a presentarse a mi, cara a cara. A ese maldito cobarde, que se escuda tras tu servilismo, para tentarme en algo que nunca seré. Nunca.

-Las leyes de Tamtasia me obligan a presentarme con un nombre comprensible, puesto que solo el mío he de darte. Y después, te destruiré, Maljeta de Tantotongo, aunque no agradé a tu progenitor. Pero has rechazado mi invitación y no habrá otra –la encumbrada dio varios pasos hacia la pelirroja. El suelo se ennegrecía con su contacto y la nieve, al sentir su peso, se derretía y un humo negro, se levantaba en el contorno de sus pies.

-No podrías hacerme mayor favor, dime tu nombre y acabemos con esto –dijo desafiante Maljeta, alzando su puño amenazador.

-Cortenegro, es mi nombre y lo último que vas a escuchar –respondió la encumbrada que se disponía a atacar, cuando algo llamó su atención. Giró su cabeza hacia el bosque, alguien bajaba, con una rapidez que solo unos sangrantes podían percibir.

-Otro día, Maljeta de Tantotongo. Nos divertiremos juntas –Cortenegro tiró algo al suelo, un arco oscuro se iluminó. Era un portal, de una negrura espantosa y aborrecible, que se abrió como una garganta dispuesta a devorar cuanto la atravesase. La peligrosa sangrante se dispuso a entrar en su creación a la mayor velocidad posible.

Una espada atravesó el hombro. El arma relucía con un brillo inmortal y Maljeta no la había visto llegar, ni a ella ni a su portadora. Solo un borrón de tono verde que golpeó a la encumbrada. Un gemido de dolor, no un sonido natural, sino detestable, contenido en el aire natural solo por haber sido obligado a proferirse.

El portal se cerró y la espada salió de aquel hombro atravesado antes de que la arrastrase. Maljeta cayó sobre sus posaderas, quedando sentada, atónita y observando a su salvadora.

-¿Es que no vas a aprender nunca? –recriminó a quien hubo salvado.

La mujer elfa, vestida de verde y oro, de pies a cabeza, con su cabello gris suelto y los ojos, únicos en toda Tamtasia, de verde resplandor y belleza insospechada, mirando fijamente a Maljeta, se acercó a donde estaba caída.

-No. Creo que nunca aprenderás –tendió la mano con una agradable sonrisa y la pelirroja la agarró con fuerza, levantándose y perdiendo su embargada sorpresa por la recién llegada, a quien conocía hacía mucho tiempo.

-Hurtadillas, ¿qué haces aquí? Te suponía muy lejos –interrogó a la recién llegada.

-Dejar me estropees mi planes de acabar con esa peligrosa cosa. Me sentiste llegar y sin querer, alertaste a nuestro enemigo.

-Yo –dijo dubitativa- hice eso sin darme cuenta.

Hurtadillas sonrió mucho más, no había sido culpa de Maljeta. En realidad, se precipitó por salvarla de las garras de la encumbrada- necesitas compañía, pelirroja. Alguien que te acompañe y de un poco de sensatez, en tus desquiciadas travesías. Yo no puedo estar siempre ahí para ayudarte.

La joven sangrante bajó la cabeza. En parte avergonzada y en otra pensativa, por cuan difícil le parecía esa proposición de Hurtadillas. Nadie se mostraría de acuerdo a formar pareja con un ser tan temido y odiado. Nadie.

-Hasta que eso ocurra, y por un tiempo, para evitar sigas cometiendo tonterías, me ofreceré a ese desempeño. En un futuro, puede ser alguien sea valiente y asuma ese compromiso –hizo una señal y su montura, Bellandante se llegó hasta donde ellas estaban- como siempre, ¿no tienes caballo? No estás cansada, de caminar tanto.

-Me gusta caminar –afirmó Maljeta con orgullo.

-Entonces, iremos dando un paseo. Aunque sea por estas frías tierras, en las que nadie convive ahora. Aunque ya haremos algo para que la gente vuelva a ellas.

-Lo dudo mucho –contestó la pelirroja, golpeando una pequeña roca a la que no prestó atención.

-Fía en mi. Y a propósito, ¿te has fijado en esa piedra que has golpeado? –Hurtadillas le señalaba lo que creía un vulgar guijarro con suma atención.

Maljeta lo tomó en su mano, examinándolo con atención. No era una piedra, sino un trozo de oro puro, que tenía clavado en su armadura y se quedó prendido al golpear la roca por el golpe del encumbrado. Se acercaron a ella, la costra se había desprendido y la roca, que pertenecía a la montaña que a sus pies se encontraba, prometía tener mucha más. Una veta de oro, se vislumbraba llameante a la luz mágica que la elfa invocó.

-Ahí tenemos una buena razón, pero a nosotras esta riqueza material no nos interesa. Vamos, te llevó a caballo. Un sencillo paseo y luego, te pondremos a protección del sol. No queremos te tuestes demasiado –le guiñó un ojo con descaro evidente.

Maljeta sonrió, arrojando el guijarro sin mostrar más interés por el. No era mala idea tener una buena compañía durante un tiempo, y ante todo, si esta era la de Hurtadillas. Una muy buena amiga y en quien confiaba a ojos cerrados, y sobre Bellandante, a la velocidad que siempre demostraba tan majestuosa cabalgadura, directas a su nuevo hogar. Prefirió en ese trayecto en igual manera conservarlos, cerrados.




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