jueves, 6 de febrero de 2014

PASEOS POR FRIAS TIERRAS (7ª PARTE)



Paseaba a un ritmo lento, la noche había empezado cuando salió de Puntafría y el camino hasta su guarida, podía acortarlo cuando quisiera por sus innatas habilidades. A pesar de la indómita oscuridad y del frio, necesitaba caminar un poco, sentir la sensación de hundir sus pies en la capa de nieve y reflexionar por cuanto había vivido hasta entonces. Al final, no le había supuesto ningún esfuerzo acabar con los sangrantes de aquel lugar, solo su indecisión provocó la capturasen y a punto estuvo, de acabar su existencia. En cierta forma, no le hubiera desagradado tanto, estaba harta de ese sin vivir al que se sometía todas las jornadas. Un día, tomaría la decisión de ser el último y saldría a ver el sol. Un bonito amanecer que sería el definitivo, un buen precio a pagar por esa hermosa experiencia.

Empezó a nevar. Tímida y lenta, la nieve se agolpaba en el cabello que había dejado libre debajo de su casco. Levantó su mano y pequeños copos, la cubrieron. Siempre se maravillaba por ese singular milagro, el agua convertida en tal forma, esponjosa y manejable. No dejó de moverse, ya se encontraba bastante lejos de su punto de partida, sus piernas movían con mucha más rapidez de la que percibía. Saltó una profunda garganta sin dificultad alguna. Decidió era el momento de darse más prisa, la situación de Torsocorto no debía ser muy halagüeña, encerrado en la cueva, con la inseguridad de no saber si saldría nunca mas de allí.

No tardó en llegar, la roca estaba desplazada y sus sentidos, se alertaron ante aquella inesperada situación. Se acercó con tranquilidad, llamando por el nombre del pueblerino quien en teoría, debía aguardarla dentro. El fuego estaba apagado, ya lo llevaba por lo menos, dos días enteros. Las cosas del hombre también se encontraban sin aparentar un uso de ellas y pudo apreciar, aún quedaba suficiente comida. Algo había ocurrido, un desaliento que hizo saliese de nuevo al exterior. Nevaba con más fuerza, así que intentó profundizar en sus sentidos y ver si podía captar alguna señal de vida cercana.

Su visión recorrió el horizonte, no podía encontrar nada. Tan solo, unas pisadas en el suelo de nieve, la alertaron que aquel hombre no se encontraba sin compañía. Junto a las suyas, unas de pies más menudos, se perdían en el interior del bosque. Aquello no tenía lógica alguna, decidió investigar más sobre el origen de quien lo ayudó a salir.

Pronto la nieve taparía ese débil rastro. No podía permitirse el lujo de perderlo, Torsocorto estaba bajo su custodia y se había jurado a si misma, protegerlo contra cualquier mal. Su habilidad de rastreadora no era una de sus principales cualidades, pero como en todo, estaba aprendiendo y cada vez, lo hacía mejor.

Aceleró su persecución. De pronto, ya muy internada en el bosque profundo, perdió el rastro de los pequeños pies. Desesperada, miró en todas las direcciones, sin poder encontrar la causa de aquella desaparición. Solo quedaban las de Torsocorto, debía ver que había ocurrido, no podía demorarse más. Quería contarle que ya no debía temer a Puntafría y sus funestos habitantes, ya eran historia pasada.

Siguió su persecución. Pronto se encontró con un carro abandonado y los restos de lo que parecía, a todas luces, una pequeña batalla. No había cuerpos.

Sintió un escalofrío. No por las bajas temperaturas, ni el helado viento que entre los gruesos árboles le golpeaba, sino por los desdichados que habían sido atacados. Prosiguió con un paso acelerado, una amalgama de pisadas yendo todas en una misma dirección. Estaban huyendo, pero el rastro estaba confuso y no le permitía esclarecer quienes eran perseguidores y perseguidos.

Su corazón no latía, pero si lo hubiese hecho, estaría desbordado por las emociones. Unas emociones que en un sangrante como ella, nunca existirían, pero que la dominaban contra todo pronóstico y era la causa de su existencia. Cuanto de humana le quedaba, se las debía a esas sensaciones, a ese espíritu nunca olvidado, nunca abandonado. Si tuviese corazón, le golpearía en aquellos momentos con fuerza en su pecho.

Avanzó, lo hizo con la llama de la esperanza de que Torsocorto no hubiese sufrido daño. El villano capaz de tal acción se las vería con ella y no se sentía piadosa en ese instante. No. No tendría piedad alguna.

Escuchó gritos de suplica, era una mujer y parecía defender a sus hijos. Bajó por el desnivel deslizándose con soltura, no temía caerse, si era necesario rodaría por el suelo para darse más velocidad, debía de llegar cuanto antes.

Una persona enfundada en una gran capa y con el rostro tapado por su capucha, avanzaba lentamente hacia una mujer y un par de niños, sollozantes y muy asustados. La madre empuñaba un cuchillo de cocina, amenazando con él, vacilante, al hombre que la acosaba. Varios cuerpos yacían muertos, hombres adultos, en posiciones extrañas, como si les hubiesen partido el espinazo o hubiesen muerto de una extraña agonía.

Maljeta no le pensó. Saltó como un felino, golpeando al agresor con sus piernas y empujándolo una buena distancia. No lo esperaba, ni siquiera la escuchó llegar. No logró verle la cara, solo un gruñido de furia pareció emanar de una garganta ronca y sin afecto.

Rodó por el suelo, para de una manera ejemplar, ponerse de pie de nuevo. La posición de su cuerpo denotaba ferocidad y agresión. No había ninguna duda de sus intenciones.

-A mi espalda, mujer. Y coge a esos niños, tras de mí –gritó Maljeta con una voz tajante y muy autoritaria. La madre no se lo pensó dos veces, con la antorcha en una mano y el cuchillo a otra, arrastró a su prole hasta donde se le anticipaba una seguridad que nunca esperó.

-¿Quién eres? Da la cara, maldito hideperra –llevaba sus manos desnudas, ni siquiera se molestaba en sacar a Sonrisas y Lágrimas, ni se cuestionó coger el mandoble. Solo sus puños cerrados, como única arma.

-Eres tú. No esperaba menos de ti, Maljeta –la voz le sonó conocida. Un instante que se le antojó eterno, antes de ver el rostro de su adversario. 

Torsocorto llevaba la barbilla llena de sangre. La sangre le resbalaba por el torso y manchaba su ropa, su capa y hasta el suelo. Sangre fresca, recién tomada en una orgía de violencia y depravación. La actitud propia de cualquier sangrante que se preciase.

-Estas sorprendida. Ahora somos iguales, apártate y bebamos ambos el fruto de mi trabajo. No me importa, hay suficiente para los dos –su tono no había cambiado, pero una maldad inherente y emergente, se adueñó al hablarla.

-Temo te confundes. No somos iguales, ni lo hemos sido nunca. Ni en tu vida, ni ahora, como esa mala bestia que eres –respondió Maljeta de forma desapasionada. Sus ojos azules brillaban con una intensidad inusual, revelando su desconcierto por aquel encuentro desafortunado.

-Es una pena pues. Habré de acabar contigo –Torsocorto se movió veloz. La mujer chilló al perderlo de vista, abrazando a sus hijos y mirando con terror hacia todos los lados. 

Maljeta no se movió. No hizo gesto alguno, salvo cerrar sus ojos. Pareció abandonarse a su destino.

Un gran chorro de sangre cayó a los pies de la mujer y un cuerpo, partido en muchos pedazos, se desparramó por el campo. Iluminados por el fuego de la antorcha, se perdieron trastabillando entre la maleza.

Miró a la joven de armadura que los defendía. Sin saber como, sacó sus dos armas y les había dado un eficaz uso, destrozando a Torsocorto cuando supo lo tenía a su alcance. Ni siquiera se dio cuenta de que lo despedazó, el sol que no tardaría en salir, desharía sus restos para siempre.

-Todo ha acabado, mujer. ¿Estás bien? –dijo Maljeta mirándola con aquellos ojos azules tan intensos. Sin pretenderlo, sonrió y mostró sus largos dientes de sangrante. Lo hizo sin intención de asustarla, sin darse cuenta de que mostraba su condición. Solo quería darle una sonrisa humana, un poco de calidez a ese brutal acontecimiento.

La mujer le clavó el cuchillo de cocina en el torso, entre la juntura de la placa delantera y trasera que había quedado expuesta por el maltrato de su cautiverio y no tuvo tiempo de arreglarla.

Esbozó una mueca de dolor, aunque fue pasajero. El cuchillo se hundió en su carne, la mujer fue hábil al introducírselo y llegó hasta la empuñadura. Casi la atravesó, de lado a lado, estaba bien afilado.

Cogió con su mano la empuñadura que la mujer se empeñaba, asustada como estaba, en introducir también por la hendidura. Sin esfuerzo aparente, pero con evidente dolor, la sacó de su cuerpo. Se la arrancó de la mano y la tiró, lejos de donde se encontraban.

-Ha sido culpa mía. Te pido disculpas por asustarte de esta manera, no fue mi intención.

La mujer retrocedió sorprendida, mientras sus hijos se acurrucaban a sus pies y las miraban asustadas, sin comprender el carácter de aquella disputa.

-Yo… yo. Tu… no… no eres… -balbuceaba, incapaz de entender la diferencia entre los dos seres que sentía amenazaban la vida de sus pequeños.
 
-No soy como él. Bueno… era, ahora ya no es nada. Espera aquí, he de darte algo para que podáis sobrevivir, vuestros hombres están muertos y te encontraras desamparada, con dos niños que alimentar y cuidar.

Se fue. Volvió al cabo de muy poco tiempo, con un pesado saquete que dejó en el carro que arrastraba los dos caballos de tiro.

-Te he dejado dinero suficiente para una holgada vida. Espero lo uses bien, vuelve a tu casa y emprende una existencia nueva. Olvídame, olvida todo esto cuanto has visto y compórtate con honradez. Nada más te pido. Yo enterraré a los tuyos, no temas, no serán pastos de las alimañas.

Acompañó a quienes habían sobrevivido al carro y los vio partir. Les hizo un saludo y curiosamente los niños, respondieron a el. Aquel sencillo acto, le dio una fuerza que creía le había abandonado hacía mucho tiempo. Cogió los cadáveres y cavando con sus propias manos, dio sepultura. El sol ya iluminaba la lejanía, al menos, la señal de que no tardaría a irrumpir con fuerza. Era hora de volver a su guarida, la noche siguiente, iría a ver a la hija de Torsocorto, le debía una disculpa.

La mujer volvió a su hogar. Dueña de una inesperada fortuna, pues Maljeta le había dejado más de cuanto pudiera esperar, se hizo cargo de la editorial de su marido y hermano, quienes eran los fallecidos. No paso mucho tiempo hasta que un nuevo libro salió a la luz. Fue un éxito inesperado de ventas, un relato de fantasía, sobre una buena sangrante que defendía a los inocentes. Todo el mundo quería creer algo así, pero nadie era tan ingenuo. Si los sangrantes existían, no eran piadosos ni humildes, no creían en bondad alguna y eran despiadados, o al menos, así lo relataban algunos testigos “verdaderos” que por razones misteriosas, habían sobrevivido a esos encuentros. Solo esa mujer y sus hijos, conocían la verdad y jamás, aparte del libro, volvieron a hacer comentario alguno, solo volvían a hablar de ella, cuando en escapadas secretas llegaban a aquel valle perdido entre montañas y admiraban unas bonitas tumbas, que la propia Maljeta se había encargado de señalizar y adornar con su trabajo y dinero. Tumbas anónimas, que sus hijos cincelaron con los nombres de sus ocupantes y muchos caminantes, merced a una singular costumbre, nunca dejaron faltasen flores en su entorno.

Nunca más volvieron a verla.

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