jueves, 6 de febrero de 2014

CUENTOS Y CUENTAS (4ª PARTE)



Finasilla me miraba, transformado sus ojos en dos ventanas llenas de una honda compasión. Una tristeza, profunda y serena, también ocupaba parte de esas puertas a su interior más profundo. Me invadió esa misma pena, el conocimiento de que mi voz podía convertirse en un instrumento de muerte me había conmocionado.

Las manos de la joven equilibrista agarraban las mías, heladas por mi infausto descubrimiento. El calor de ese abrazo sincero, evitaba cayese en la más temible desesperación, manteniéndome unido por ese estrecho lazo a la realidad de la vida.

Mis padres se estaban recuperando. Habían permanecido inconscientes un breve rato. El maestro Cantabulla había temido no pudiesen recuperarse, pero el peligro para ellos había pasado. No así para mi hermana, aún yacía exánime en el suelo y nadie se atrevía a tocarla de su posición.

-Tus padres se curaran. Aunque no debes cantarles nunca más. Nunca, nunca más –repitió con insistencia- Me entiendes, muchacho. La vida de tus progenitores esta en peligro y solo tú, puedes evitar su muerte. –El experimentado bardo miró a Rosalimpia- Tu hermana ha llevado peor parte, estaba más cerca de ti, más cerca que ninguno de nosotros. He sido un estúpido, sabía que podías ser un ensalzado, pero nunca creí lo fueses tanto.

-¡Un ensalzado! No comprendo que quieres decir con eso –las manos de Finasilla apretaron más las mías. No deseaban separarse. No hasta que una explicación coherente satisficiera mi plena curiosidad.

-En este mundo, mi querido Trapopiel, –hablaba con una serenidad absoluta- hay gente “especial”. Algunos individuos están dotados con unos dones, más allá de un lógico entendimiento. Una fuerza incomprensible los rodea, aunque nadie sabe muy bien de donde procede o la razón de su existencia. Muchos teorizan, es un don de los dioses olvidados. Un recuerdo de que en otro tiempo, adorábamos a fuerzas que ahora ignoramos y nos lo hacen saber, por medio de esos privilegiados a quienes alteran su normal existencia. La mayoría de las veces, ese don pasa desapercibido en comunidades lejanas, apartadas, donde quedan excluidos. Unas veces muertos por su propia gente. Otras, huidos y desesperados, se convierten en peligrosos seres que amenazan incluso, la existencia de Tamtasia. Hay entonces quien debe destruirlos o convencerlos, tarea nada fácil por su poder o locura, al no comprender su mal, podría tener remedio.

-Entonces, habéis venido a matarme, –exclamé dolorido por el hecho de ver a mi hermana en aquella situación- no me defenderé. Es justo y obligado, lo hagáis.

-No. No es así, mi guapo Trapopiel –dijo Finasilla, soltando mis manos y cogiéndome por ambos lados de la cara, sin ningún recato- Hemos venido a convencerte, de que no debes volver a cantar nunca más. No somos unos asesinos fríos y sin piedad, pero debes comprender, debemos cuestionar tu dominio sobre tu “don”. No debes cantar nunca, nunca más –apretó sus delicadas y fuertes manos en mi rostro, mirándome con un ansia vital que me hizo escuchar sus palabras, como si fuesen la causa más importante del mundo.

Con mis padres ya repuestos, ayude a Cantabulla llevar a mi hermana a su habitación. No despertaba y la situación, en la expresión del gran bardo, se tornaba preocupante.

Su respiración era profunda. Como si hubiese caído en un hondo coma, del cual no parecía tener salida. Su piel estaba fría y el corazón, latía a un ritmo demasiado lento. Los labios resecos, custodiaban la boca abierta, donde unos perfectos dientes podían verse sin ningún esfuerzo.

-Llamaré al mejor físico de la ciudad –dijo Trapolimpio, en un intento de calmar a mi madre, que abrazada a el, no se separaba del lecho.

-Nada podría hacer en este caso. Es mejor esperar, ya lo he visto en otras ocasiones. Si no mejora en un rato, enviaré un mensaje urgente a una gran amiga mía. Creó deambula por esta zona y no hay nadie mejor que ella, en tales cuestiones –replicó Cantabulla, quién tampoco se apartaba de la cama. Se sentía responsable de la suerte de esa muchacha y no quería abandonarla.

Me hicieron salir con Finasilla, a otra habitación. Me encontraba en extremo agitado por esa situación y empeoraba con la visión directa de mi desfallecida hermana.

-Cálmate. Todo ira bien, nuestra amiga tiene mucha experiencia y no es ninguna charlatana.

-Es culpa mía. Deberíais de matarme, deberíais de…

Finasilla me abofeteó. Una rápida y sorpresiva bofetada, tan fuerte y decidida como su mano pudo realizar. Vi impulsado mi cuerpo en la dirección de aquel golpe inesperado, solo la mano asida por la equilibrista, evitó cayese al suelo cuan largo era.

-Basta. No es tiempo de compadecimientos ni amarguras, con ello nada vas a solucionar –empezó a desnudarse, quitándose la ropa de alta alcurnia y mostrando, bajo esta, llevaba su vestido de faena- Buf, -resopló agradecida- ya tenía ganas de quitarme ese engorro. No se como hay gente que le gusta ir vestida así, es incómodo hasta el respirar.

-Perdona. Pero me aterra la idea de que mi hermana sufra por mi culpa –exclamé, mientras ponía la mano libre en el carrillo castigado.

-Nadie esta libre de tener miedo. La diferencia solo existe en como lo enfrentas. Visto tu problema, no dudo tendremos que cargar contigo. Aunque no me importaría, eres una agradable cargar, a pesar de tus notables defectos.

-¿Qué defectos? –comenté extrañado. Siempre había evitado malos modales y no dudaba, me había mostrado correcto en todo momento.

Finasilla me miró. Su rostro se iluminó con una sonrisa picara- eres un pardillo –dijo con la mayor naturalidad del mundo y luego, me besó.

Cantabulla rompió el pequeño sello de lacre que portaba siempre. Era un regalo de su amiga, quien a su vez, lo recibió de quien lo creó. Por extraño que pareciese, el sello quebrado siempre se restauraba y servía para ser utilizado, una y otra vez. Era una llamada de auxilio, aunque podría tardar varios días en llegar, pero no dudaba, una vez realizada. La ayuda estaba en camino.

Un día y medio después, la situación de Rosalimpia no había mejorado. Para complicar aún más las cosas, Contodosigo había desaparecido. No se dieron cuenta al principio, enajenados por la situación, pero la criada no estaba en ningún sitio de la casa, sin duda habría huido, asustada por todo aquel incidente, aunque no era propio de ella hacer algo así. Era una mujer del lejano norte, dura como el acero.

Llamaron a la puerta. Mi padre, sin ningún miramiento ni protocolo, se dirigió presto a descubrir si la ayuda prometida había llegado. La abrió con una energía que no le vi en otro momento de su vida.

Una mujer de pelo corto y blanco, con un insolente mechón sobre su marmórea y proporcionada frente, ojos intensos que dotaban al conjunto de una férrea expresión, aunque bella de contemplar, a pesar de la aparente rigidez que dominaba su figura. Al ver a Cantabulla, su rostro se relajó y la expresión conservó igual de dura, pero los ojos dulcificaron a una extraña mezcla de reconocimiento y serenidad.

-Maestre Soloconbrasas –dijo el famoso bardo al verla, sonriendo con agrado.

-Cantabulla, me conoces demasiado para esos tratamientos tan formales. Con Soloconbrasas, basta –la voz sonó agradable y firme. Miró a mi desolado padre y le cogió de su mano- no os preocupéis, vamos a ver a vuestra hija.

Subieron hasta la habitación donde se encontraba en igual estado, mi hermana. El silencio reverencial mientras la atendía, hizo me fijase en su ropa. Llevaba una sobrevesta de color azul, raída por el tiempo y descuidada por haber sido muy utilizada. Tapaba un cuerpo que debía estar curtido en una vida de duro entrenamiento a su causa, adivinándose sus reflejos resueltos por los movimientos de cuanto hacia.

Su mirada se ensombreció. Cogió a Cantabulla y se lo llevó a una esquina, ante la desesperación de mis padres por intentar saber si el remedio estaba cerca. Cuchichearon durante largo rato y cuando parecieron estar de acuerdo se dirigieron hacia mí. Finasilla apretó mi brazo, en una muestra de afecto que no esperaba. No me había dejado durante ese día y medio de pesar, durmiendo incluso a mi lado.

-Así que tu eres el principal responsable de este asunto, –dijo sin dejar de mirarme atenta- estoy segura has visto algo que callas y me gustaría lo confesases.

-Yo… ver… no entiendo a que se refiere –no sabía que contestarle, estaba seguro nada había enturbiado mi pensamiento y lo recordaba todo con claridad.

-Cuando me viste por primera vez. ¿No tuviste ninguna sensación? Algo que te llamase la atención. Cualquier cosa, di lo primero que te venga a esa loca cabecita.

Empecé a pensar. Me fijé en su rostro de guerrera, aunque una fuerte luz, casi me impedía ver nada más. En la calle, el sol brillaba con fuerza y su resplandor, cegó por unos instantes de cualquier otra visión.

-Había mucha luz. Apenas si pude mirarla –contesté con una total seguridad.

Miró con un gesto de convencimiento pleno a Cantabulla y me señaló al ventanal que daba a la calle. Estaba lloviendo con intensidad y el cielo gris, cubría con su manto cualquier presencia del astro celeste.

-Pero hijo mío. Lleva lloviendo todo el día, no se que luz pudiste ver –dijo mi madre, como si contemplase a alguien que estaba demente.

Estaba de acuerdo con ella. Sin duda alguna, algún síntoma de locura empezaba a dominarme y pronto, no distinguiría día de noche.

Soloconbrasas secaba su pelo empapado con un paño que mi madre le tendió sorprendida-. Una luz. Y sin duda, algo la producía. Me gustaría te concentrases en ese recuerdo y dijeses lo primero que veas. Hazlo sin temor, no hay nada que temer –miró a mi familia- y no estas loco. O por lo menos, es una locura que todo el mundo debería padecer.

Adentré mis pensamientos, intentando encontrar el origen de esa inesperada luz sin explicación. La luz envolvía a la mujer, impidiéndome ver nada más a su alrededor. Pude concretar emanaba de ella y no se producía a sus espaldas. Me fije mejor, era un brillo desconocido, nada podía dar esa luminosidad que en aquel momento, dejo de cegarme. Pude ver su origen y aquello, aún me sorprendió más.

-Una… una flor. Es una flor.

Una ancha sonrisa se cebó en el rostro pétreo de la desconocida-. Bienvenido, Trapopiel, a la Orden de Hierrocolado –dijo tendiéndome su mano en señal de amistad.

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