Finasilla me miraba, transformado sus ojos en dos
ventanas llenas de una honda compasión. Una tristeza, profunda y serena,
también ocupaba parte de esas puertas a su interior más profundo. Me invadió
esa misma pena, el conocimiento de que mi voz podía convertirse en un
instrumento de muerte me había conmocionado.
Las manos de la joven equilibrista agarraban las
mías, heladas por mi infausto descubrimiento. El calor de ese abrazo sincero,
evitaba cayese en la más temible desesperación, manteniéndome unido por ese
estrecho lazo a la realidad de la vida.
Mis padres se estaban recuperando. Habían
permanecido inconscientes un breve rato. El maestro Cantabulla había temido no
pudiesen recuperarse, pero el peligro para ellos había pasado. No así para mi
hermana, aún yacía exánime en el suelo y nadie se atrevía a tocarla de su
posición.
-Tus padres se curaran. Aunque no debes cantarles
nunca más. Nunca, nunca más –repitió con insistencia- Me entiendes, muchacho.
La vida de tus progenitores esta en peligro y solo tú, puedes evitar su muerte.
–El experimentado bardo miró a Rosalimpia- Tu hermana ha llevado peor parte,
estaba más cerca de ti, más cerca que ninguno de nosotros. He sido un estúpido,
sabía que podías ser un ensalzado, pero nunca creí lo fueses tanto.
-¡Un ensalzado! No comprendo que quieres decir
con eso –las manos de Finasilla apretaron más las mías. No deseaban separarse.
No hasta que una explicación coherente satisficiera mi plena curiosidad.
-En este mundo, mi querido Trapopiel, –hablaba
con una serenidad absoluta- hay gente “especial”. Algunos individuos están
dotados con unos dones, más allá de un lógico entendimiento. Una fuerza
incomprensible los rodea, aunque nadie sabe muy bien de donde procede o la
razón de su existencia. Muchos teorizan, es un don de los dioses olvidados. Un
recuerdo de que en otro tiempo, adorábamos a fuerzas que ahora ignoramos y nos
lo hacen saber, por medio de esos privilegiados a quienes alteran su normal
existencia. La mayoría de las veces, ese don pasa desapercibido en comunidades
lejanas, apartadas, donde quedan excluidos. Unas veces muertos por su propia
gente. Otras, huidos y desesperados, se convierten en peligrosos seres que
amenazan incluso, la existencia de Tamtasia. Hay entonces quien debe
destruirlos o convencerlos, tarea nada fácil por su poder o locura, al no
comprender su mal, podría tener remedio.
-Entonces, habéis venido a matarme, –exclamé
dolorido por el hecho de ver a mi hermana en aquella situación- no me
defenderé. Es justo y obligado, lo hagáis.
-No. No es así, mi guapo Trapopiel –dijo
Finasilla, soltando mis manos y cogiéndome por ambos lados de la cara, sin
ningún recato- Hemos venido a convencerte, de que no debes volver a cantar
nunca más. No somos unos asesinos fríos y sin piedad, pero debes comprender,
debemos cuestionar tu dominio sobre tu “don”. No debes cantar nunca, nunca más
–apretó sus delicadas y fuertes manos en mi rostro, mirándome con un ansia
vital que me hizo escuchar sus palabras, como si fuesen la causa más importante
del mundo.
Con mis padres ya repuestos, ayude a Cantabulla
llevar a mi hermana a su habitación. No despertaba y la situación, en la
expresión del gran bardo, se tornaba preocupante.
Su respiración era profunda. Como si hubiese
caído en un hondo coma, del cual no parecía tener salida. Su piel estaba fría y
el corazón, latía a un ritmo demasiado lento. Los labios resecos, custodiaban
la boca abierta, donde unos perfectos dientes podían verse sin ningún esfuerzo.
-Llamaré al mejor físico de la ciudad –dijo
Trapolimpio, en un intento de calmar a mi madre, que abrazada a el, no se
separaba del lecho.
-Nada podría hacer en este caso. Es mejor
esperar, ya lo he visto en otras ocasiones. Si no mejora en un rato, enviaré un
mensaje urgente a una gran amiga mía. Creó deambula por esta zona y no hay
nadie mejor que ella, en tales cuestiones –replicó Cantabulla, quién tampoco se
apartaba de la cama. Se sentía responsable de la suerte de esa muchacha y no
quería abandonarla.
Me hicieron salir con Finasilla, a otra
habitación. Me encontraba en extremo agitado por esa situación y empeoraba con
la visión directa de mi desfallecida hermana.
-Cálmate. Todo ira bien, nuestra amiga tiene
mucha experiencia y no es ninguna charlatana.
-Es culpa mía. Deberíais de matarme, deberíais
de…
Finasilla me abofeteó. Una rápida y sorpresiva
bofetada, tan fuerte y decidida como su mano pudo realizar. Vi impulsado mi
cuerpo en la dirección de aquel golpe inesperado, solo la mano asida por la
equilibrista, evitó cayese al suelo cuan largo era.
-Basta. No es tiempo de compadecimientos ni
amarguras, con ello nada vas a solucionar –empezó a desnudarse, quitándose la
ropa de alta alcurnia y mostrando, bajo esta, llevaba su vestido de faena- Buf,
-resopló agradecida- ya tenía ganas de quitarme ese engorro. No se como hay
gente que le gusta ir vestida así, es incómodo hasta el respirar.
-Perdona. Pero me aterra la idea de que mi
hermana sufra por mi culpa –exclamé, mientras ponía la mano libre en el
carrillo castigado.
-Nadie esta libre de tener miedo. La diferencia
solo existe en como lo enfrentas. Visto tu problema, no dudo tendremos que
cargar contigo. Aunque no me importaría, eres una agradable cargar, a pesar de
tus notables defectos.
-¿Qué defectos? –comenté extrañado. Siempre había
evitado malos modales y no dudaba, me había mostrado correcto en todo momento.
Finasilla me miró. Su rostro se iluminó con una
sonrisa picara- eres un pardillo –dijo con la mayor naturalidad del mundo y
luego, me besó.
Cantabulla rompió el pequeño sello de lacre que
portaba siempre. Era un regalo de su amiga, quien a su vez, lo recibió de quien
lo creó. Por extraño que pareciese, el sello quebrado siempre se restauraba y
servía para ser utilizado, una y otra vez. Era una llamada de auxilio, aunque
podría tardar varios días en llegar, pero no dudaba, una vez realizada. La
ayuda estaba en camino.
Un día y medio después, la situación de
Rosalimpia no había mejorado. Para complicar aún más las cosas, Contodosigo
había desaparecido. No se dieron cuenta al principio, enajenados por la
situación, pero la criada no estaba en ningún sitio de la casa, sin duda habría
huido, asustada por todo aquel incidente, aunque no era propio de ella hacer
algo así. Era una mujer del lejano norte, dura como el acero.
Llamaron a la puerta. Mi padre, sin ningún
miramiento ni protocolo, se dirigió presto a descubrir si la ayuda prometida
había llegado. La abrió con una energía que no le vi en otro momento de su vida.
Una mujer de pelo corto y blanco, con un
insolente mechón sobre su marmórea y proporcionada frente, ojos intensos que
dotaban al conjunto de una férrea expresión, aunque bella de contemplar, a
pesar de la aparente rigidez que dominaba su figura. Al ver a Cantabulla, su
rostro se relajó y la expresión conservó igual de dura, pero los ojos
dulcificaron a una extraña mezcla de reconocimiento y serenidad.
-Maestre Soloconbrasas –dijo el famoso bardo al
verla, sonriendo con agrado.
-Cantabulla, me conoces demasiado para esos
tratamientos tan formales. Con Soloconbrasas, basta –la voz sonó agradable y
firme. Miró a mi desolado padre y le cogió de su mano- no os preocupéis, vamos
a ver a vuestra hija.
Subieron hasta la habitación donde se encontraba
en igual estado, mi hermana. El silencio reverencial mientras la atendía, hizo
me fijase en su ropa. Llevaba una sobrevesta de color azul, raída por el tiempo
y descuidada por haber sido muy utilizada. Tapaba un cuerpo que debía estar
curtido en una vida de duro entrenamiento a su causa, adivinándose sus reflejos
resueltos por los movimientos de cuanto hacia.
Su mirada se ensombreció. Cogió a Cantabulla y se
lo llevó a una esquina, ante la desesperación de mis padres por intentar saber
si el remedio estaba cerca. Cuchichearon durante largo rato y cuando parecieron
estar de acuerdo se dirigieron hacia mí. Finasilla apretó mi brazo, en una
muestra de afecto que no esperaba. No me había dejado durante ese día y medio
de pesar, durmiendo incluso a mi lado.
-Así que tu eres el principal responsable de este
asunto, –dijo sin dejar de mirarme atenta- estoy segura has visto algo que
callas y me gustaría lo confesases.
-Yo… ver… no entiendo a que se refiere –no sabía
que contestarle, estaba seguro nada había enturbiado mi pensamiento y lo
recordaba todo con claridad.
-Cuando me viste por primera vez. ¿No tuviste
ninguna sensación? Algo que te llamase la atención. Cualquier cosa, di lo
primero que te venga a esa loca cabecita.
Empecé a pensar. Me fijé en su rostro de
guerrera, aunque una fuerte luz, casi me impedía ver nada más. En la calle, el
sol brillaba con fuerza y su resplandor, cegó por unos instantes de cualquier
otra visión.
-Había mucha luz. Apenas si pude mirarla
–contesté con una total seguridad.
Miró con un gesto de convencimiento pleno a
Cantabulla y me señaló al ventanal que daba a la calle. Estaba lloviendo con
intensidad y el cielo gris, cubría con su manto cualquier presencia del astro
celeste.
-Pero hijo mío. Lleva lloviendo todo el día, no
se que luz pudiste ver –dijo mi madre, como si contemplase a alguien que estaba
demente.
Estaba de acuerdo con ella. Sin duda alguna,
algún síntoma de locura empezaba a dominarme y pronto, no distinguiría día de
noche.
Soloconbrasas secaba su pelo empapado con un paño
que mi madre le tendió sorprendida-. Una luz. Y sin duda, algo la producía. Me
gustaría te concentrases en ese recuerdo y dijeses lo primero que veas. Hazlo
sin temor, no hay nada que temer –miró a mi familia- y no estas loco. O por lo
menos, es una locura que todo el mundo debería padecer.
Adentré mis pensamientos, intentando encontrar el
origen de esa inesperada luz sin explicación. La luz envolvía a la mujer,
impidiéndome ver nada más a su alrededor. Pude concretar emanaba de ella y no
se producía a sus espaldas. Me fije mejor, era un brillo desconocido, nada
podía dar esa luminosidad que en aquel momento, dejo de cegarme. Pude ver su
origen y aquello, aún me sorprendió más.
-Una… una flor. Es una flor.
Una ancha sonrisa se cebó en el rostro pétreo de
la desconocida-. Bienvenido, Trapopiel, a la Orden de Hierrocolado –dijo
tendiéndome su mano en señal de amistad.
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