-Nadie puede hacer algo así –dijo
el mercenario de gran bigote y unas patillas exageradas que le daban aspecto
lobuno.
-Pues cuando hablan de ello, es
que alguien puede. Es una técnica refinada y de una comprensión absoluta sobre
el propio movimiento y su desenlace, quien lo domina es maestro de maestros y
capaz de cualquier cosa, por insólita que pueda parecer –afirmó su compañero,
un hombrecillo delgado, cuya armadura parecía haber sido hecha para alguien de
tres tallas mayor que él.
-No me lo creo, en todos mis años
de enfrentamiento he visto buenos combatientes, incluso diría excelentes, pero
a nadie dominar ese “movimiento perfecto”. Eso es un bulo, una infamia o una
fantasía. O todas ellas a la vez –contestó otro de los aguerridos luchadores,
mientras la mujer que a su lado se encontraba y quien poseía una belleza de
aspecto feroz, acariciaba con insólita delicadeza su cabello. Unapeca, la
famosa mercenaria asentía las palabras de su gran amor, el magnífico luchador
de esgrima Rotavara. También ella dudaba de que existiese alguien así.
-Bueno, no os lo creáis pero
alguien debe de poder, de otra forma no existirían esas murmuraciones y muchos
se vuelven locos en dominarla –volvió a insistir Portebajo, quien no podía
evitar sentirse incomodo en aquel traje de acero que tan grande le quedaba,
pero había pagado una fortuna por tal protección y su orgullo impulsaba a no
desprenderse de tal adquisición.
-Son todos unos necios. No
insistas, no existe y punto –el hombre de las patillas se retorció el bigote con
nerviosismo y eso solo podía significar que la discusión había terminado. Al
menos, sobre aquel tema.
La conversación derivó en asuntos
pecuniarios, el Conde Brotacieno no les había abonado la última paga por
defender sus tierras de una banda de bandidos e iban a tener que advertirle de
no hacerlo, serian capaces de unirse a los bandoleros. Ellos nunca harían algo
así de verdad, pero el roñoso y temeroso Conde no lo sabía y ante la duda,
pagaría su deuda.
En tal conversación la figura del
fondo arropada por una estratégica sombra, donde pasaba totalmente
desapercibida y cubierta por una capa de buena tela con ancha capucha cubriendo
su rostro, dejó de escucharles. No le interesaba nada sobre aquella paga
extraviada, se bebió el contenido de la mala cerveza que le sirvieron y dejó el
justo dinero de aquel brebaje. Se levantó con total sigilo y sin nadie
percibirlo se fue de la posada.
Era de noche, noche cerrada como
no había existido desde hacía unos cuantos meses. Las lunas gemelas siempre
estaban de guardia e iluminaban, mejor o peor, las largas ausencias del sol en
las noches de invierno. Pero hoy debían de estar holgazanas y la oscuridad era
total. Aquello sirvió para ocultar aquel personaje hasta el establo y recoger
su hermosa montura.
Se montó en ella como si fuese el
acto más sencillo del mundo y acariciando con suavidad su cuello se pusieron en
marcha. Nadie los vio irse, ni nadie se acordaría de que habían estado allí.
Emprendieron el viaje, lento al
principio, veloces como el viento después. Las lejanas montañas no tardaron en
quedar cercanas y la ascensión por rutas por muy pocos conocidas, realizarse
sin miradas curiosas. Las empinadas cuestas y los abruptos precipicios no eran
obstáculos para la montura y su jinete, ambos expertos en tales aventuras.
Tras llegar a la cima, el jinete
dio orden de detenerse a la majestuosa yegua. Se bajó de un salto, arrancándose la capa y descubriendo
su figura ocultada. La elfa, cuya belleza si fuese luminosa haría arder la
nieve de todas las cimas, desenfundó con maestría su singular espada, de tramo
muy delgado y ligero, quien parecía fuese a romperse con el primer golpe que la
sacudiera.
-Bien, vamos allá –dijo a
Bellandante, mientras la inteligente yegua miraba con ojos sagaces, como si comprendiese
cuanto dijese su amazona y procedió apartándose a una distancia segura.
Colocó sus pies en una buena
posición de defensa, moviendo su espada a derecha e izquierda, pesando su
equilibrio y midiendo sus fuerzas. Empezó a bailar una danza de muerte,
imaginando a múltiples enemigos rodeándola, estos intentaban rodearla y su
número crecía en torno suyo. Giró sobre sus pies, saltó sobre la nieve y su
arma sesgaba, cortaba y se hundía entre sus adversarios. Un torbellino de
golpes precisos, calculados, acababan con cuanto se interponía entre ella y su
propósito. La montaña vibraba de emoción por aquel poder desatado y libre, la
propia naturaleza temblaba ante tamaña demostración de destreza.
Se detuvo de repente, bastaba con
ese pequeño entrenamiento o amenazaba con hundir la propia cordillera donde se
encontraba y provocar un alud de proporciones cataclismicas. Ella no deseaba
tal cosa, tan solo demostrarse a si misma que el “movimiento perfecto” era
posible y el pobre Portebajo no andaba tan desencaminado. Le hubiese gustado
intervenir en la conversación y haber hablado a favor de aquel hombre tan
delgado, a quien por cierto esa coraza solo le serviría para molestarle en la
lucha, sería mejor se la vendiese a alguien con más cuerpo y llevase algo
liviano permitiéndole los buenos movimientos que no dudaba, por una simple
apreciación, aquel diestro mercenario podría acometer.
No obstante, en una irreverente
osadía dejó sin nadie apercibirlo una nota en su mesa. Sabía que aquel
mercenario la apreciaría en su medida, en la cual afirmaba si era posible, daba
unas novedosas indicaciones para aproximarse a esa técnica y la esperanzada
recomendación de que se desprendiese de esa armadura nada apropiada. No podía
hacer menos para pagarle su fe en aquellos comentarios que a su favor hizo.
El “movimiento perfecto” era una
creación suya y nadie más, en toda Tamtasia, podría nunca llevarlo a cabo. Si es cierto, algunos
podrían aproximarse bastante, pero jamás tendrían la esencia pura ni la
determinación, ni el golpe suficiente para acometerlo en su plenitud. Solo
ella, nadie más, podía hacerlo. Eso era un motivo de orgullo y al mismo tiempo de desdicha, pues si le ocurría algo, ¿quién defendería a su amada Tamtasia?
-Nadie –dijo al viento, aunque
este no podía escucharle en aquel momento. Aquella palabra murió en el vacío y
se precipitó por los bordes de la montaña para perderse en el olvido.
Estaba sola. Una soledad eterna y
amenazante, se dirigió a Bellandante y la abrazó con gran cariño, de vez en
cuando necesitaba hacerlo, necesitaba sentirse aferrada en algo vivo. Sentir
otro corazón y el calor de ese cuerpo. No pedía más, todas las riquezas del
mundo por un simple abrazo, por una simple caricia.
Era hora de irse, guardó su arma montando de nuevo. Empezaba a despuntar un nuevo día por las altas montañas e
iluminar con la esperanza de futuros encuentros. Tal vez habría un mejor mañana
para todos, donde la esperanza de una lucha sin fin no permaneciese. Sin pensar
más, se perdió entre la espesura de los bosques, rumbo a lo desconocido.
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