martes, 4 de febrero de 2014

MOVIMIENTO PERFECTO



-Nadie puede hacer algo así –dijo el mercenario de gran bigote y unas patillas exageradas que le daban aspecto lobuno.

-Pues cuando hablan de ello, es que alguien puede. Es una técnica refinada y de una comprensión absoluta sobre el propio movimiento y su desenlace, quien lo domina es maestro de maestros y capaz de cualquier cosa, por insólita que pueda parecer –afirmó su compañero, un hombrecillo delgado, cuya armadura parecía haber sido hecha para alguien de tres tallas mayor que él.

-No me lo creo, en todos mis años de enfrentamiento he visto buenos combatientes, incluso diría excelentes, pero a nadie dominar ese “movimiento perfecto”. Eso es un bulo, una infamia o una fantasía. O todas ellas a la vez –contestó otro de los aguerridos luchadores, mientras la mujer que a su lado se encontraba y quien poseía una belleza de aspecto feroz, acariciaba con insólita delicadeza su cabello. Unapeca, la famosa mercenaria asentía las palabras de su gran amor, el magnífico luchador de esgrima Rotavara. También ella dudaba de que existiese alguien así.

-Bueno, no os lo creáis pero alguien debe de poder, de otra forma no existirían esas murmuraciones y muchos se vuelven locos en dominarla –volvió a insistir Portebajo, quien no podía evitar sentirse incomodo en aquel traje de acero que tan grande le quedaba, pero había pagado una fortuna por tal protección y su orgullo impulsaba a no desprenderse de tal adquisición.

-Son todos unos necios. No insistas, no existe y punto –el hombre de las patillas se retorció el bigote con nerviosismo y eso solo podía significar que la discusión había terminado. Al menos, sobre aquel tema.

La conversación derivó en asuntos pecuniarios, el Conde Brotacieno no les había abonado la última paga por defender sus tierras de una banda de bandidos e iban a tener que advertirle de no hacerlo, serian capaces de unirse a los bandoleros. Ellos nunca harían algo así de verdad, pero el roñoso y temeroso Conde no lo sabía y ante la duda, pagaría su deuda.

En tal conversación la figura del fondo arropada por una estratégica sombra, donde pasaba totalmente desapercibida y cubierta por una capa de buena tela con ancha capucha cubriendo su rostro, dejó de escucharles. No le interesaba nada sobre aquella paga extraviada, se bebió el contenido de la mala cerveza que le sirvieron y dejó el justo dinero de aquel brebaje. Se levantó con total sigilo y sin nadie percibirlo se fue de la posada.

Era de noche, noche cerrada como no había existido desde hacía unos cuantos meses. Las lunas gemelas siempre estaban de guardia e iluminaban, mejor o peor, las largas ausencias del sol en las noches de invierno. Pero hoy debían de estar holgazanas y la oscuridad era total. Aquello sirvió para ocultar aquel personaje hasta el establo y recoger su hermosa montura.

Se montó en ella como si fuese el acto más sencillo del mundo y acariciando con suavidad su cuello se pusieron en marcha. Nadie los vio irse, ni nadie se acordaría de que habían estado allí.

Emprendieron el viaje, lento al principio, veloces como el viento después. Las lejanas montañas no tardaron en quedar cercanas y la ascensión por rutas por muy pocos conocidas, realizarse sin miradas curiosas. Las empinadas cuestas y los abruptos precipicios no eran obstáculos para la montura y su jinete, ambos expertos en tales aventuras. 

Tras llegar a la cima, el jinete dio orden de detenerse a la majestuosa yegua. Se bajó de un salto, arrancándose la capa y descubriendo su figura ocultada. La elfa, cuya belleza si fuese luminosa haría arder la nieve de todas las cimas, desenfundó con maestría su singular espada, de tramo muy delgado y ligero, quien parecía fuese a romperse con el primer golpe que la sacudiera.

-Bien, vamos allá –dijo a Bellandante, mientras la inteligente yegua miraba con ojos sagaces, como si comprendiese cuanto dijese su amazona y procedió apartándose a una distancia segura.

Colocó sus pies en una buena posición de defensa, moviendo su espada a derecha e izquierda, pesando su equilibrio y midiendo sus fuerzas. Empezó a bailar una danza de muerte, imaginando a múltiples enemigos rodeándola, estos intentaban rodearla y su número crecía en torno suyo. Giró sobre sus pies, saltó sobre la nieve y su arma sesgaba, cortaba y se hundía entre sus adversarios. Un torbellino de golpes precisos, calculados, acababan con cuanto se interponía entre ella y su propósito. La montaña vibraba de emoción por aquel poder desatado y libre, la propia naturaleza temblaba ante tamaña demostración de destreza.

Se detuvo de repente, bastaba con ese pequeño entrenamiento o amenazaba con hundir la propia cordillera donde se encontraba y provocar un alud de proporciones cataclismicas. Ella no deseaba tal cosa, tan solo demostrarse a si misma que el “movimiento perfecto” era posible y el pobre Portebajo no andaba tan desencaminado. Le hubiese gustado intervenir en la conversación y haber hablado a favor de aquel hombre tan delgado, a quien por cierto esa coraza solo le serviría para molestarle en la lucha, sería mejor se la vendiese a alguien con más cuerpo y llevase algo liviano permitiéndole los buenos movimientos que no dudaba, por una simple apreciación, aquel diestro mercenario podría acometer.

No obstante, en una irreverente osadía dejó sin nadie apercibirlo una nota en su mesa. Sabía que aquel mercenario la apreciaría en su medida, en la cual afirmaba si era posible, daba unas novedosas indicaciones para aproximarse a esa técnica y la esperanzada recomendación de que se desprendiese de esa armadura nada apropiada. No podía hacer menos para pagarle su fe en aquellos comentarios que a su favor hizo.

El “movimiento perfecto” era una creación suya y nadie más, en toda Tamtasia, podría nunca  llevarlo a cabo. Si es cierto, algunos podrían aproximarse bastante, pero jamás tendrían la esencia pura ni la determinación, ni el golpe suficiente para acometerlo en su plenitud. Solo ella, nadie más, podía hacerlo. Eso era un motivo de orgullo y al mismo tiempo de desdicha, pues si le ocurría algo, ¿quién defendería a su amada Tamtasia?

-Nadie –dijo al viento, aunque este no podía escucharle en aquel momento. Aquella palabra murió en el vacío y se precipitó por los bordes de la montaña para perderse en el olvido.

Estaba sola. Una soledad eterna y amenazante, se dirigió a Bellandante y la abrazó con gran cariño, de vez en cuando necesitaba hacerlo, necesitaba sentirse aferrada en algo vivo. Sentir otro corazón y el calor de ese cuerpo. No pedía más, todas las riquezas del mundo por un simple abrazo, por una simple caricia.

Era hora de irse, guardó su arma montando de nuevo. Empezaba a despuntar un nuevo día por las altas montañas e iluminar con la esperanza de futuros encuentros. Tal vez habría un mejor mañana para todos, donde la esperanza de una lucha sin fin no permaneciese. Sin pensar más, se perdió entre la espesura de los bosques, rumbo a lo desconocido.

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