jueves, 6 de febrero de 2014

PASEOS POR FRIAS TIERRAS (5ª PARTE)



Un golpe. Otro más, fuerte y furioso. La anilla de la pared también disponía de alguna clase de sortilegio, pero donde se encontraba unida al muro, mezcla de argamasa y dura piedra, era vulnerable.

Volví a coger impulso e impacte con el puño, resquebrajando y desprendiendo trozos que me salpicaron incluso en la cara. No me importaba, debía salir de allí y ya había perdido mucho tiempo como invitada para permanecer ociosa. Aún temblaba de la excitación del juego erótico impuesto por la pérfida vampira, estaba dispuesta a devolverle el favor con un buen beso de mis puños y la caricia de Sonrisas, mi querida espada. No sabía donde estaba, una vez me liberase, nada me impediría salir en su búsqueda.

Me impulsaba ante todo la urgencia de liberar a Torsocorto de su impuesta prisión, si demoraba más tiempo la comida y el fuego con el cual avivaba la oscuridad terminarían agotados. No podía calcular el tiempo en el cual permanecí inconsciente, aunque tenía la certeza absoluta de terminar con varios de aquellos monstruos con quienes me había encontrado. Nunca permitiría esa turbadora tiranía ni el baño de sangre que esos seres se congratulaban en mostrarme, les enseñaría la justicia a veces llega de la mano más inesperada.

A pesar de los encantamientos de las cadenas, notaba como el fuego volvía a mi interior. Era un deseo del cual hubiera carecido si fuera realmente una vasalla de la oscuridad, esa parte que aún seguía viva y me impulsaba a comportarme como si aún lo estuviera de veras. Sentía la primera debilidad caer ante mi voluntad, a cada golpe me veía más vigorosa, dispuesta incluso a romper la pared si era necesario.

Otro nuevo puñetazo quebró un trozo de piedra e hizo evidente en varios intentos más, podría moverme libre por mi estrecho entierro. Me desharía de todos los escombros e intentaría averiguar hacia donde dirigirme, el olor de la sangre podía guiar mis primeros pasos, necesitaba alimentarme y no tendría piedad de aquellos humanos que prestaban ayuda a los sangrantes, para mi eran mucho peor, tenían la voluntad en elegir su camino y obraban contra sus semejantes. Esto me enfureció aún más, de un nuevo golpe revestimiento y cascotes sembraron el suelo. Al fin había liberado uno de mis brazos, el otro seria cuestión de un par de intentos.

Franqueado el obstáculo, tire los restos del muro hacia el interior de la celda que enfrente tenía. Con mi sensible oído no escuche a nadie cerca de allí y agarre aquella puerta maciza por los refuerzos de metal con ambas manos. Nada me costo sacarla de sus bisagras a puro de fuerza y con igual habilidad la introduje a mi salida en su lugar, de tal manera que sin una inspección sigilosa nadie sospecharía había escapado, hasta mirar bien mi prisión. No tenia ventanal y sería necesaria abrirla para ver a quien contenía en su interior, eso jugaba en mi ventaja, por ahora se habían divertido conmigo un rato y dudaba me volviesen a visitar en tan corto tiempo.

Llevaba las cadenas aún atadas a mis brazos. Me servirían de arma provisional si alguien se interponía en mi camino, sabría manejarlas con la destreza suficiente para infringir daño suficiente, la fuerza vampírica me haría ser un temible enemigo.

Escruté el pasillo de las lúgubres mazmorras. Una tenue luz de antorcha lo iluminaba, pude contemplar el suelo mohoso y el descuido general en que se encontraba esa parte, la cual supuse serian los niveles más bajos del torreón. Aquel lugar se utilizaría rara vez y el silencio a mi alrededor me hizo suponer a nadie le interesaba mi presencia.

Incomoda por no llevar nada más que la camisa sucia, deseaba lograr alguna ropa para esconder mi desnudez. Tantos siglos no me habían convertido en una puritana y además tampoco servía para evitarme el frio ambiente de aquel lugar, pero me molestaba mostrar el joven cuerpo con ese descaro, parecía pretendiese cautivar al primero con el cual me encontrase. Pensé seria un rastro de la moral que mi madre inculcó desde mi nacimiento sobre la necesidad de ir vestida y comportarme como una señorita.

El placer de los vampiros es arrebatar la vida, con crueldad si ello es posible y lentamente, para saborear esa muerte en toda su extensión. El mío, mucho más sencillo, era ver alegría en un rostro, cariño en un contacto, aunque fuese sobre esta piel helada mía, eso lo agradecía tanto como si el propio sol me calentase de nuevo. Deseaba conocer a alguien quien no le importase mi estado, aunque sabia no era posible abrazarme a un cuerpo caliente, me obligaría sentir el paso de su hirviente sangre y desear saciar mi sed de una forma que no podía permitir. Debía tener un gran control, la voluntad necesaria para ello me la había otorgado la experiencia de miles de años, de errores y aciertos, una gran carga a soportar.

En cuanto al sexo, no llevaba esa necesidad bajo mi piel. Podría entregarme a un amante, aunque eso nunca fue mi prioridad, con el tiempo había encontrado personas con las cuales me hubiese gustado yacer, pero sus reacciones terminaron haciéndome desistir de ese empeño. Devotaunica me había hecho recordar una sensación olvidada, aunque fuese forzada. Si salía de allí, buscaría a quien pudiera merecerme, era una promesa que incentivo mis sentidos para terminar aquel asunto, cuanto antes.

Al acabar el pasillo, llegue a una sala de guardia. Estaba abandonada, como todo lo demás, al oxido y a la podredumbre, me invadió una gran pena, recordándome la tumba de mi madre, quien no visitaba hacia demasiado tiempo. Fue una idea pasajera, nada quedaba en Tantotongo que me obligase a volver, nada vivo merecedor de tal molestia.

Abrí la puerta situada en el extremo más alejado de esa habitación y la corriente de aire frio golpeo mi cara. La camisa se agito como una banderola, sintiéndose complacida por aquel movimiento y desprendiendo algún trozo de tierra que aún conservaba de mi escapada.

Una escalera ascendía en una oscuridad total hacia un destino incierto. No dude un momento en empezar a subir los escalones, con sigilo y atenta a cualquier sorpresa desagradable. Las cadenas sueltas se mecían con mis movimientos y me hacían parecer un extraño reloj con péndulos a sus extremos. Los peldaños estaban húmedos, fríos y parte de ellos se descascarillaban al contacto de mis pies, no parecían haberse usado en siglos, aquello me hizo desistir seguir por aquel lugar.

“Debe haber otra salida” mientras lo pensaba, descendí hasta la habitación de guardia y empecé a investigar sus paredes con detenimiento. Al poco descubrí para mi alegría, una abertura hábilmente escondida, debía haber algún resorte para abrirla, pero no tenía tiempo de adivinanzas. La empujé, haciéndola saltar de sus resortes y forzándola me introduje por ella.

Todo estaba oscuro, pero el aire tenía calidez, provenía de algún lugar donde el fuego ardía y calentaba cuanto encontraba. Olía a metal caliente, supuse seria alguna forja donde se aprovisionaba de armas y materiales a cuantos allí se congregaban.

Me moví en el mayor de los silencios, aquel pasillo no era muy largo y pronto distinguí el contorno de una salida. El fuego delimitaba su forma y me indujo a creer daría directo a la propia llama de la fundición. Toque ese lugar, estaba ardiendo, era una puerta construida con materiales resistentes a las llamas, podría forzarla pero caer en las llamas no era una opción nada apetecible. Aunque me curaría, si saliese de allí quemada pasarían muchos años hasta tener un aspecto humanamente reconocible. No era el dolor, sino la presencia física lo que me importunaba perder, no soportaría tener el aspecto de un monstruo con carnes abrasadas.

Podía esperar a una nueva visita, tal vez de esta manera se habilitaría una salida menos complicada y podría escapar con mi piel indemne. Una vez más, la visión de Torsocorto me sacudió, no debía perder tiempo.

Para mi suerte, al empujar esa pared, se debió activar algún mecanismo, pues el fuego se redujo lo suficiente para permitirme pasar por esa caldera infernal sin ningún daño. Solo un intenso e inaguantable calor para un humano, nada para quien yo era.

Me alegre al ver en uno de sus rincones, en la estancia de la forja, un montón de armas en diversos estados de fabricación. Estudie todas ellas y cogí una pequeña hachuela y una espada larga casi terminada, solo faltaba arreglar la empuñadura de frio metal, eso se soluciono rasgando un poco la camisa y con tela sobrante utilizándola para envolverla, le daría un mejor agarre, aunque no era lo idóneo para su manejo. 

Mis armas no se encontraban allí, pero la armadura si. Al menos el peto abollado, de seguro pretendían arreglarlo, me lo coloque sin miramientos. Me apenaba aquel desperfecto, ya vería como solucionarlo en el futuro. El resto estaba arrojado como si fuera basura en una de sus esquinas, colocándomelo y sintiéndome más preparada por ello.

Era hora de ser Maljeta, la diezmadora de sangrantes. Hora de dejar atrás los juegos de niña y convertirse en la brutal mujer que llevaba dentro. Debía dejar salir la ira que había atesorado en su cautiverio y mostrar cuan peligrosa era de veras. Movió la espada con el juego de muñecas aprendido de tanto manejarla, la hoja cortaba el aire, resbalaba entre la nada, sesgándola y volviendo a su posición inicial. Probó la hachuela, tenía un excelente equilibrio para tratarse del vulgar trabajo de un herrero local. La examinó con detenimiento, era un arma enana, su dueño ya no la necesitaría y a ella, le serviría para vengarlo con igual eficacia.

Lo peor era la sensación de hambre que intentaba dominarla. Sería fácil ponerle remedio, a la primera ocasión.

Había un grupo de cuatro hombres fuera, en el pasillo que vigilaba aquellos túneles de infinitas posibilidades. Con suma cautela, los observó. Ninguno de ellos era un sangrante, tan solo eran una caterva de sirvientes armados, traidores a la vida, la hez de Tamtasia. Sintió deseos de enseñarles la cara de la verdadera justicia, cuando escuchó los lamentos provenir de unas mazmorras que cerca de aquel grupo se encontraban.

Eran humanas, sin duda gente cautiva para alimentar las despensas de los sangrantes. Su sangre hirvió, no la que debería correr por sus venas, sino la que espiritualmente le alimentaba su odio contra sus adversarios. Estaba cansada de comportarse, la hora de Maljeta.

Rompió la puerta, abalanzándose contra el grupo. El primero murió aplastado por la dura madera despedida del empujón, los huesos del cuerpo crujieron con una espantosa claridad y el cuerpo, quedo inerme al instante. La espada giró, dos cuellos se abrieron y la sangre negra, bramó de ellos incontenible. Ni siquiera tuvieron tiempo de gritar. El último tuvo tiempo de intentar echar mano del pomo de su arma, pero Maljeta se abalanzó sobre él, su terrible fuerza rompió el brazo y sus dientes, alcanzaron feroces el cuello del vendido humano. En un instante, que pareció durar una eternidad, lo desangró, recuperando aún más sus decaídos sentidos.

La sangre caliente activó con premura el instinto de seguir devorando. Solo la férrea voluntad de Maljeta la detuvo de seguir haciendo lo que su cuerpo le exigía satisficiese. Un hambre voraz, incontrolable, que supo le sobrevendría al probar de nuevo la sangre humana. Estaba como una borracha, deseosa de descorchar una nueva botella y verter todo su zumo en su paladar. Embotada, llena de vigor, tuvo la tentación de destrozar las puertas de las celdas y devorar a quienes se encontraban en su interior.

Se dejó arrastrar por esa llamada, acercándose a la primera que a mano tuvo. Podía sentir las decenas de corazones en su interior. Llamándola por su nombre, deseando ser acariciadas y vaciadas por su boca, tamaño placer se le ofrecía que el mayor goce parecía pequeño, comparado con aquella orgia declarada que tan fácil tendría conseguir. Su mente se rebeló, no deseaba seguir con ese juego, ya tenía suficiente de un miserable, no quería dañar a inocentes. No, nunca más.

Abrió las celdas, rompiendo las cerraduras con una mano tan solo. La gente chillaba asustada y les costó convencerles, tuvieran calma y aguardasen. Indicó donde encontrarían armas con que defenderse y salió de allí. Aún le quedaba mucho por hacer.

Sabía porque le tenían miedo. No solo por el hecho de ser otra sangrante, sino por su aspecto físico, con su pelo rojo alborotado, unos ojos claros de mirada luminosa y sugerente y toda ella, empapada de sangre fresca. Debía ser una visión aterradora.

Subió las escaleras, ahora llevaba también un puñado de puñales recogidos de los muertos, una ballesta pesada con bastantes virotes y un mandoble, aunque no era tan bueno como su querido Atizador. Pero daba igual, lo utilizaría con todo su conocimiento.

Se encontró con un grupo en un pasillo. En esta ocasión eran cinco humanos y dos sangrantes, un hombre y una mujer. De inmediato, la reconocieron como una rival, pero Maljeta ya estaba entre ellos. Solo un segundo más tarde, tres de esos hombres estaban muertos y el sangrante, tenía medio cuello desgarrado. El mandoble había hecho bien su trabajo, impulsado por la inusual fuerza de la sangrante pelirroja. 

El sangrante herido cayó al suelo, sujetándose el inestable cuello que manaba una gran cantidad de líquido vital. La mujer se abalanzó sobre Maljeta, quien le dio un pasmoroso codazo que le reventó la nariz, luego la empujó contra los dos humanos supervivientes, quienes entraron en una habitación adyacente, aplastándolos sin caridad alguna contra el saliente de una pequeña chimenea. De nuevo, crujir de huesos y el espantoso quejido, de quien muere en un espasmo doloroso.

Cogió a la sangrante y aplastó su cabeza contra el suelo. Sin parar en su empeño, sacó su hachuela y rebanó limpiamente el cuello, separando ambas partes de una patada. Salió al exterior, al pasillo donde el hombre sangrante se levantaba, había podido contener la brutal hemorragia. Maljeta lo cogió por los cabellos y le arrancó la cabeza, de un solo manotazo, arrojándola contra los otros cuerpos muertos, satisfecha.

Aún quedaba más por hacer.

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