Abrió los ojos, era su última mirada, un hierro
desconocido la atravesaba y el dolor al punzar su interior, le obligaba a ver
la gravedad de su herida. El puñal había atravesado su corazón, de un solo
golpe. Las palabras ya no tenían sentido, la vida misma ya no la tenía, iba a
abandonarla sin haber hecho muchas cosas, pero no importaba, nada importaba.
El cuerpo se desplomó al suelo de tierra,
levantando una leve nube de polvo, hacia muchos días que no llovía y todo
estaba seco. La sangre empapó esta al derramarse de su contenedor humano,
aquello complació al dueño del puñal asesino. Dio la vuelta al cadáver e
introdujo su mano en uno de sus bolsillos, llevaba una moneda, la cogió y la
manchó con el rojo líquido oscuro, esta se seco rápidamente, con la patina de
sangre seca cubriéndola.
Sonrió, era cuanto deseaba. “Una más para mi
colección de monedas manchadas” pensó con satisfacción mientras la recogía con
sumo cuidado en una bolsa junto a otras. Otros dos individuos lo esperaban en
la vereda del camino, fumaban con tranquilidad, sentados en dos bloques de
piedra, como si todo aquello no fuese con ellos.
Habían mancillado a la muchacha y no bastándoles con
ese vil acto, le habían arrebatado toda posibilidad de recuperarse, matándola.
No sentían ningún respeto por la vida de los demás, ni por sus propiedades, ni tenían
moral alguna. Eran parte de la escoria seleccionada por el rey de los caminos,
y le servían bien.
Ya llevaban mucho tiempo a su servicio, cada día
lograban un nuevo hito en su envilecimiento y con ello, ser reconocidos como
fieles sirvientes de su despiadado amo. Jamás le habían visto la cara, solo
escuchado su voz deformada, alterada por la malicie de sus peticiones. Eran
buenos cosechadores en el arte del daño y la crueldad, pero eran precavidos, sabían
andarían tras ellos, aunque no sentían ningún temor de sus perseguidores.
Prosiguieron su camino, abandonando las tierras
altas y llegando a los límites de las ciudades libres. En un tiempo pasado
estas formaron parte del Imperio y en una larga guerra, consiguieron su estatus
particular, no pertenecían ya a este pero tributaban una cantidad justa por
medio de acuerdos comerciales y de defensa. Eran al menos veinticinco ciudades
e innumerables pueblos en la gigantesca llanura que bordeaba la costa del océano.
Al otro lado de este, se encontraban las míticas tierras de Tantotongo, a las
cuales nadie quería llegar ni acercarse.
Pero esos asuntos no les interesaban, no eran
importantes. Tenían una misión encargada por su propio señor y todo lo demás
era prescindible, debían de ir a la más grande y bulliciosa de aquellas
ciudades e introducirse en su vida. Allí habrían de esperar el tiempo necesario
hasta que tuvieran nuevas órdenes.
Los campos de alta hierba los bordeaban,
ocultando sus movimientos por aquel tranquilo paso. Desde el encuentro y rapto
de la muchacha no se habían cruzado con ningún ser vivo en el cual prestar su
atención, aquello les decepcionó, era muy aburrido caminar sin un
entretenimiento.
Decidieron acampar en un recodo donde un alto
acantilado lo bordeaba en su extremo. Prepararon un fuego con diligencia, aprestándose
a dar buena cuenta de los suculentos alimentos que portaban, todos ellos de
dueños anteriores, los cuales ya no los necesitarían.
El dueño de la bolsa la abrió y cogió una de
aquellas desagradables monedas, la suciedad la cubría por completo, aunque este
parecía adivinar el momento y la sensación que le produjo esa muerte asociada a
tan despreciable recuerdo. La sonrisa se destaco en su cara brutal, unos
dientes amarillos por fumar algunas hierbas no recomendables, destacaron con
crudeza. La miró con pasión, acariciando con levedad su superficie, sintiendo
con deleite el placer que le provocó aquel instante. Luego la guardó y cogió otra,
experimentando igual sensación.
Los otros dos no prestaban atención a su
compañero ni al extraño brillo en los ojos de este. Uno comía sin ninguna
educación un pedazo de pollo y el otro se limpiaba los dientes con un hueso el
cual había afilado para entretenerse. Pronto se haría de noche y se encerrarían
en sus sacos de dormir hasta el amanecer, donde emprenderían su marcha al
objetivo deseado.
Unas hierbas crujieron al lado de ellos, se
levantaron precipitados con sus armas preparadas, la bolsa de monedas cayó al
suelo, esparciéndose algunas de ellas por este, entre el blando colchón de
pastos.
Una figura salió de la espesura, iba encapuchada
pero se podía ver con facilidad sus rasgos, una cara arrugada, de un hombre
siempre expuesto a la intemperie, un hombre curtido por la vida.
-Perdonad mi atrevimiento, pero he visto el fuego
desde lejos y me he perdido entre toda esta alta hierba. De noche todos los
caminos me parecen iguales, ¿podría pasar esta noche entre vosotros? Puedo
pagar el alimento, tengo dinero -hizo sonar una pesada bolsa. El tintineo de
las monedas parece distrajo la atención de aquellos tres hombres, haciéndolos más
receptivos al recién llegado.
-Claro, si pagas la comida y la lumbre, no
tenemos ningún reparo en hacerte un sitio. ¿Verdad, hermanos? -los otros
asintieron con gravedad las palabras de quien parecía llevar la voz cantante. Volvieron a sentarse, sin perder de vista al nuevo compañero, guardando sus
armas con tranquilidad.
El hombre era bajo, piernas cortas y fuertes, de constitución robusta. Se quito la capucha para exhibir una sonrisa
complaciente, llevaba una espada al cinto que acomodo a su descansada posición
al sentarse. Daba muestras de sentirse a gusto y deseaba entablar conversación.
-¿A dónde van? Yo soy comerciante y me dirijo a
la ciudad de Partesalsa, allí tengo algunos familiares que hace tiempo no veía.
-Nosotros no llevamos un rumbo fijo. Vamos a
donde nos contratan, nos gusta movernos de ciudad en ciudad, es nuestra forma
de vida -contestó quien hasta ahora se delataba como el líder del grupo.
-Ya veo. Son mercenarios a sueldo, lo he sabido
por sus atuendos, van bien provistos para el camino. Yo he equivocado mi
profesión, debería de haber sido soldado, pero una familia a mantener me obliga
a una vida más sensata -entonces reparó en una moneda entre la maleza. Una
solitaria moneda, que en sus prisas por recoger su saquete, no hubo percibido
quedo allí su dueño.
-Vaya, extraña moneda- la cogió entre sus dedos y
percibió la mirada de sus hasta ahora hospitalarios acompañantes.- Recuerdo algo
que me han contado, los caminos son peligrosos en estos tiempos, los maleantes
campan a sus anchas y se cuentan muchas barbaridades. Hoy he sabido de una
pobre muchacha, asesinada y ultrajada, la pobrecilla fue encontrada por lugareños
de Riosorna. Hace unos días de estos hechos, aún estoy estremecido por el
comportamiento de tales individuos, merecen el peor de los castigos. ¿No es
verdad?
Arrojó la moneda en dirección de su dueño, sabia quien
era. Evitó la espada que intentó decapitarle con inusitada presteza, levantándose
para desenvainar su arma, era un buen acero, demasiado bueno para un simple
comerciante.
Los tres villanos se levantaron sorprendidos por
la agilidad de su contrincante, debajo de su disfraz una buena armadura le cubría
y un símbolo que les produjo un gran desasosiego. Aún así eran tres contra uno
y esa ventaja debería de bastarles.
Intercambiaron golpes con rapidez, para comprobar
su destreza y esta era extraordinaria. No solo los detuvo a todos sino que los
hizo retroceder con sorpresa para ellos. Dio un corte al dueño de las monedas
en su brazo e hirió levemente a los otros dos, la pelea parecía en un punto
muerto. Pero el recién llegado aún tenía una baza a su favor, el símbolo en su
peto parecía arder a la mirada de sus adversarios y les cegaba la intensidad de
este.
Entonces Treshierros recordó el saquete de
monedas, lo cogió y pronunció unas palabras que el rey de los caminos le había
enseñado, la boca le sangró por aquellas perjuras pronunciaciones, pero provocó
el efecto deseado en su infatigable contrincante.
Este se sintió desorientado, acercándose sin
querer hasta el borde del precipicio, su manejo diestro parecía sin acierto
ahora, aturdido como estaba, no lograba preparar su defensa de un modo oportuno
y menos aún, atreverse a atacarlos.
Tresgolpes y Trespiernas aprovecharon la ocasión,
golpeando con saña su guardia baja, el hombre retrocedió aún más, hasta que su
pie no encontró sujeción y cayó por el acantilado. Se acercaron para ver como
este caía, pero nada vieron sino las olas rompiendo abajo contra las rocas, no
podía haber sobrevivido.
Recogieron su campamento, si aquel hombre los
había encontrado, otros podían seguir tras ellos, solo en la seguridad de la
gran urbe de Aguasalsa, podrían encontrase a salvo, ya no se detendrían hasta
traspasar sus blancas murallas. El plan del rey de los caminos era lo
primordial y fiarían sus esfuerzos en ello.
En el precipicio, una oquedad había servido en
último extremo para salvar la vida de Trastoviejo, fiel sirviente de la Orden
Hierrocolado. De no haber sido por aquel ardid conjurado con aquellas
despreciables monedas, les habría dado muerte, uno a uno, para vengar a todos
quienes habían matado. Aquellos miserables huyeron y tardaría mucho tiempo en
volver a encontrar una pista de estos, aunque ahora conocía sus rostros y
pronto lo comunicaría a sus compañeros. Todos sabrían quienes eran esos
asesinos y el círculo se cerraría, aunque tardasen años, les darían su merecido.
Ahora su prioridad era salir de allí, su espada
le sirvió de ancla y evitó se precipitase hasta la fría agua y sus rocas
mortales. Se tocó el peto, allí el símbolo de la flor del montículo le alivio
sus pesares, le daría brío para subir y volver a iniciar su caza. Pero ahora
necesitaba descansar un momento, el sonido del mar le sosegaba, y por ello,
para reponer fuerzas, cerró sus ojos.
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