jueves, 10 de enero de 2013

TRES



Abrió los ojos, era su última mirada, un hierro desconocido la atravesaba y el dolor al punzar su interior, le obligaba a ver la gravedad de su herida. El puñal había atravesado su corazón, de un solo golpe. Las palabras ya no tenían sentido, la vida misma ya no la tenía, iba a abandonarla sin haber hecho muchas cosas, pero no importaba, nada importaba.

El cuerpo se desplomó al suelo de tierra, levantando una leve nube de polvo, hacia muchos días que no llovía y todo estaba seco. La sangre empapó esta al derramarse de su contenedor humano, aquello complació al dueño del puñal asesino. Dio la vuelta al cadáver e introdujo su mano en uno de sus bolsillos, llevaba una moneda, la cogió y la manchó con el rojo líquido oscuro, esta se seco rápidamente, con la patina de sangre seca cubriéndola. 

Sonrió, era cuanto deseaba. “Una más para mi colección de monedas manchadas” pensó con satisfacción mientras la recogía con sumo cuidado en una bolsa junto a otras. Otros dos individuos lo esperaban en la vereda del camino, fumaban con tranquilidad, sentados en dos bloques de piedra, como si todo aquello no fuese con ellos.

Habían mancillado a la muchacha y no bastándoles con ese vil acto, le habían arrebatado toda posibilidad de recuperarse, matándola. No sentían ningún respeto por la vida de los demás, ni por sus propiedades, ni tenían moral alguna. Eran parte de la escoria seleccionada por el rey de los caminos, y le servían bien.

Ya llevaban mucho tiempo a su servicio, cada día lograban un nuevo hito en su envilecimiento y con ello, ser reconocidos como fieles sirvientes de su despiadado amo. Jamás le habían visto la cara, solo escuchado su voz deformada, alterada por la malicie de sus peticiones. Eran buenos cosechadores en el arte del daño y la crueldad, pero eran precavidos, sabían andarían tras ellos, aunque no sentían ningún temor de sus perseguidores.

Prosiguieron su camino, abandonando las tierras altas y llegando a los límites de las ciudades libres. En un tiempo pasado estas formaron parte del Imperio y en una larga guerra, consiguieron su estatus particular, no pertenecían ya a este pero tributaban una cantidad justa por medio de acuerdos comerciales y de defensa. Eran al menos veinticinco ciudades e innumerables pueblos en la gigantesca llanura que bordeaba la costa del océano. Al otro lado de este, se encontraban las míticas tierras de Tantotongo, a las cuales nadie quería llegar ni acercarse.

Pero esos asuntos no les interesaban, no eran importantes. Tenían una misión encargada por su propio señor y todo lo demás era prescindible, debían de ir a la más grande y bulliciosa de aquellas ciudades e introducirse en su vida. Allí habrían de esperar el tiempo necesario hasta que tuvieran nuevas órdenes.

Los campos de alta hierba los bordeaban, ocultando sus movimientos por aquel tranquilo paso. Desde el encuentro y rapto de la muchacha no se habían cruzado con ningún ser vivo en el cual prestar su atención, aquello les decepcionó, era muy aburrido caminar sin un entretenimiento.

Decidieron acampar en un recodo donde un alto acantilado lo bordeaba en su extremo. Prepararon un fuego con diligencia, aprestándose a dar buena cuenta de los suculentos alimentos que portaban, todos ellos de dueños anteriores, los cuales ya no los necesitarían.

El dueño de la bolsa la abrió y cogió una de aquellas desagradables monedas, la suciedad la cubría por completo, aunque este parecía adivinar el momento y la sensación que le produjo esa muerte asociada a tan despreciable recuerdo. La sonrisa se destaco en su cara brutal, unos dientes amarillos por fumar algunas hierbas no recomendables, destacaron con crudeza. La miró con pasión, acariciando con levedad su superficie, sintiendo con deleite el placer que le provocó aquel instante. Luego la guardó y cogió otra, experimentando igual sensación.

Los otros dos no prestaban atención a su compañero ni al extraño brillo en los ojos de este. Uno comía sin ninguna educación un pedazo de pollo y el otro se limpiaba los dientes con un hueso el cual había afilado para entretenerse. Pronto se haría de noche y se encerrarían en sus sacos de dormir hasta el amanecer, donde emprenderían su marcha al objetivo deseado.

Unas hierbas crujieron al lado de ellos, se levantaron precipitados con sus armas preparadas, la bolsa de monedas cayó al suelo, esparciéndose algunas de ellas por este, entre el blando colchón de pastos.
 
Una figura salió de la espesura, iba encapuchada pero se podía ver con facilidad sus rasgos, una cara arrugada, de un hombre siempre expuesto a la intemperie, un hombre curtido por la vida.

-Perdonad mi atrevimiento, pero he visto el fuego desde lejos y me he perdido entre toda esta alta hierba. De noche todos los caminos me parecen iguales, ¿podría pasar esta noche entre vosotros? Puedo pagar el alimento, tengo dinero -hizo sonar una pesada bolsa. El tintineo de las monedas parece distrajo la atención de aquellos tres hombres, haciéndolos más receptivos al recién llegado.

-Claro, si pagas la comida y la lumbre, no tenemos ningún reparo en hacerte un sitio. ¿Verdad, hermanos? -los otros asintieron con gravedad las palabras de quien parecía llevar la voz cantante. Volvieron a sentarse, sin perder de vista al nuevo compañero, guardando sus armas con tranquilidad.

El hombre era bajo, piernas cortas y fuertes, de constitución robusta. Se quito la capucha para exhibir una sonrisa complaciente, llevaba una espada al cinto que acomodo a su descansada posición al sentarse. Daba muestras de sentirse a gusto y deseaba entablar conversación.

-¿A dónde van? Yo soy comerciante y me dirijo a la ciudad de Partesalsa, allí tengo algunos familiares que hace tiempo no veía.

-Nosotros no llevamos un rumbo fijo. Vamos a donde nos contratan, nos gusta movernos de ciudad en ciudad, es nuestra forma de vida -contestó quien hasta ahora se delataba como el líder del grupo.

-Ya veo. Son mercenarios a sueldo, lo he sabido por sus atuendos, van bien provistos para el camino. Yo he equivocado mi profesión, debería de haber sido soldado, pero una familia a mantener me obliga a una vida más sensata -entonces reparó en una moneda entre la maleza. Una solitaria moneda, que en sus prisas por recoger su saquete, no hubo percibido quedo allí su dueño.

-Vaya, extraña moneda- la cogió entre sus dedos y percibió la mirada de sus hasta ahora hospitalarios acompañantes.- Recuerdo algo que me han contado, los caminos son peligrosos en estos tiempos, los maleantes campan a sus anchas y se cuentan muchas barbaridades. Hoy he sabido de una pobre muchacha, asesinada y ultrajada, la pobrecilla fue encontrada por lugareños de Riosorna. Hace unos días de estos hechos, aún estoy estremecido por el comportamiento de tales individuos, merecen el peor de los castigos. ¿No es verdad?

Arrojó la moneda en dirección de su dueño, sabia quien era. Evitó la espada que intentó decapitarle con inusitada presteza, levantándose para desenvainar su arma, era un buen acero, demasiado bueno para un simple comerciante.

Los tres villanos se levantaron sorprendidos por la agilidad de su contrincante, debajo de su disfraz una buena armadura le cubría y un símbolo que les produjo un gran desasosiego. Aún así eran tres contra uno y esa ventaja debería de bastarles. 

Intercambiaron golpes con rapidez, para comprobar su destreza y esta era extraordinaria. No solo los detuvo a todos sino que los hizo retroceder con sorpresa para ellos. Dio un corte al dueño de las monedas en su brazo e hirió levemente a los otros dos, la pelea parecía en un punto muerto. Pero el recién llegado aún tenía una baza a su favor, el símbolo en su peto parecía arder a la mirada de sus adversarios y les cegaba la intensidad de este.

Entonces Treshierros recordó el saquete de monedas, lo cogió y pronunció unas palabras que el rey de los caminos le había enseñado, la boca le sangró por aquellas perjuras pronunciaciones, pero provocó el efecto deseado en su infatigable contrincante.

Este se sintió desorientado, acercándose sin querer hasta el borde del precipicio, su manejo diestro parecía sin acierto ahora, aturdido como estaba, no lograba preparar su defensa de un modo oportuno y menos aún, atreverse a atacarlos. 

Tresgolpes y Trespiernas aprovecharon la ocasión, golpeando con saña su guardia baja, el hombre retrocedió aún más, hasta que su pie no encontró sujeción y cayó por el acantilado. Se acercaron para ver como este caía, pero nada vieron sino las olas rompiendo abajo contra las rocas, no podía haber sobrevivido.

Recogieron su campamento, si aquel hombre los había encontrado, otros podían seguir tras ellos, solo en la seguridad de la gran urbe de Aguasalsa, podrían encontrase a salvo, ya no se detendrían hasta traspasar sus blancas murallas. El plan del rey de los caminos era lo primordial y fiarían sus esfuerzos en ello.

En el precipicio, una oquedad había servido en último extremo para salvar la vida de Trastoviejo, fiel sirviente de la Orden Hierrocolado. De no haber sido por aquel ardid conjurado con aquellas despreciables monedas, les habría dado muerte, uno a uno, para vengar a todos quienes habían matado. Aquellos miserables huyeron y tardaría mucho tiempo en volver a encontrar una pista de estos, aunque ahora conocía sus rostros y pronto lo comunicaría a sus compañeros. Todos sabrían quienes eran esos asesinos y el círculo se cerraría, aunque tardasen años, les darían su merecido.

Ahora su prioridad era salir de allí, su espada le sirvió de ancla y evitó se precipitase hasta la fría agua y sus rocas mortales. Se tocó el peto, allí el símbolo de la flor del montículo le alivio sus pesares, le daría brío para subir y volver a iniciar su caza. Pero ahora necesitaba descansar un momento, el sonido del mar le sosegaba, y por ello, para reponer fuerzas, cerró sus ojos.

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