Abrió los ojos, no iba a contar nada. Siempre
hasta aquel día, los cuentos, las invenciones fantasiosas fueron su vía de
escape, con ello iba por los caminos y con la ganancia de estos vivía. Eran su
vida y la forma de alimentarse más llevadera a la cual aspiraba. No le agradaban
los trabajos físicos, ni el permanecer encerrado durante largas horas
entretenido en tediosos libros de cuentas. Le gustaba estar al aire libre, que
el viento le azotase el rostro, sentir el sol del verano y tumbarse donde
quisiera y cuando le apeteciese. Era bardo y como tal, había sentido la
existencia desde el primer momento en que tuvo constancia de ello.
Ahora el hilo vital estaba amenazado, las
afiladas formas de acero truncarían sus esperanzas de llegar a algo más que un
caminante aventurero. El no era un buen luchador, manejaba la espada sin
acierto y nunca aprendería a desenvolverse en esas lides. Habían pagado por su
muerte, su osadía al tratar temas velados por oscuras tramas y su afición por
inventarse lo demás, acabarían con él.
Los miró a sus caras, pero estos las ocultaban
con grandes pañuelos negros. Solo sus ojos permanecían libres de cualquier
obstáculo, unas ventanas a la realidad de cómo era el mundo. Despiadados y
resolutos. Sus palabras mudas, solo reveladas por sus siniestros movimientos
era cuanto pudo deducir, el silencio era mucho más temible y este era profundo,
al igual que los ojos de esos hombres, acostumbrados al trabajo de exterminar
sueños, sus sueños.
Años atrás, pues aún era joven cuanto esto
aconteció, su padre decidió debería continuar con el negocio familiar. La
contabilidad y con ello, el manejo de cantidades ingentes de dinero de los
demás, era la forma de ganarse el sustento y la merecida fama de su familia
acreditaba una buena bolsa de clientes.
Ya desde pequeño pasaba largas horas aprendiendo
a equilibrar balances y a realizar diversos problemas de algebra. Se le daban
bien, aunque su mente navegase a veces muy lejos de allí. Le gustaban las
excursiones y las pocas veces que tenían lugar estas, eran para él su mejor
regalo. Agradecía esas salidas al campo, lejos de la ciudad donde vivía, la
ciudad libre de Aguasalsa, la más grande de todas ellas y en su opinión, la más
insufrible.
El clima húmedo favorecía el crecimiento de
verdes pastos y aquel paisaje lleno de exuberancia natural, enardecía sus
sentimientos de ver mundo. En secreto, cuando nadie le veía, acudía a la
biblioteca donde examinaba los mapas de Tamtasia, aún sabiendo estos no le
servirían para hacerse una idea de adonde dirigirse, solo exaltaba el deseo de
querer conocer a aquellas gentes lejanas y sus costumbres. Se imaginaba a si
mismo por las sendas entablando amistad con variadas personas y estas les
narraban las bondades de sus tierras, con sus conocimientos ocultos y él se
maravillaba de esas historias.
Tanto le gustaba idear esos encuentros que los
terminó creando y luego para darle más verosimilitud, los cantaba. Y su canto
era bueno, su voz resonaba con fuerza y encanto, con timbre ajustado y espíritu
en su letra. Más se guardaba de que su familia le escuchase, no fueran a
negarle ese placer y así en breves salidas a los campos circundantes daba
rienda suelta a su necesidad.
Como otros días se encontraba a la sombra de un
viejo olmo solitario, los grandes bosques quedaban al oeste, lejos de estas
praderas y los árboles eran pocos y muy espaciados. La fuerza del sol del
mediodía le aconsejó quedar allí, hasta que fuese la hora de retornar a casa,
un par de horas de intensa caminata, aunque no le importaba, prefería ese
solaz, lejos de la intensa urbe donde transcurrían las lentas y difusas
jornadas de aburrido trabajo.
Se había llevado un buen trozo de hogaza, queso y
un poco de vino. Holgazaneaba sentado apoyando su espalda en el duro tronco,
ramoneando la comida de poco en poco, mientras pensaba como componer su
siguiente canción. Cuando su mandíbula descansaba tatareando el compás de la
estrofa ideada, las ideas le bullían. Venían a su entendimiento cual ruda cascada
y a duras penas podía contener la creatividad aflorada de esta forma.
Le entraron unas incontenibles ganas de cantar y
sintiéndose solo, lo hizo. La voz se envolvió de la ligera brisa del mar, cuya
orilla cercana se encontraba, sintiéndose arrastrada por esta y perdiéndose por
el horizonte, en la dirección caprichosa de los golpes de viento.
Se sintió satisfecho, por ello estuvo
esforzándose durante un rato más. El buen día favorecía su estado de ánimo, le
empujaba a dar rienda suelta a su alma reprimida y constituía una agradable
velada para su entender. Ello le daría fuerzas para otra tediosa semana de
insoportable encierro, entre números y cálculos que no le agradaban.
Cuando acabó las viandas, reconfortó su garganta
luchadora con el último sorbo de buen vino que le quedaba. Era hora de volver a
casa y abandonando su refugio, retomó su paso en dirección a su reprobada subsistencia.
El camino conservaba las rodaderas de las
intensas caravanas que del imperio y otros lugares se llegaban a la conocida
ciudad. Una senda segura, lejos de otras partes donde bandidos y pillastres
aguardaban a los imprudentes para vaciarles de sus posesiones.
Caminaba distraído, apuntando en su libreta de
buen papel, el único lujo además de su comida, con el cual se acompañaba.
Escribía golpeando con su desgastado lapicero, cuanto recordaba de sus nuevas
composiciones y el ritmo de aquellas. Ya disponía de varias de estas libretas
llenas de sus ideas y se creía capaz de incrementar este número, si la magia
creativa seguía llenándole con sus impulsos arrebatados.
Escucho una voz, alguien parecía llamarle. Se
volvió para comprobar como un inmenso carro se abalanzaba hacia donde él se
encontraba. Asustado, decidió apartarse del camino, dejaría pasar esa urgencia
y proseguiría su vuelta.
Este le alcanzó, levantaba una pequeña nube de
polvo que le seguía y al detenerse a su altura les sobrepasó, envolviéndolos y
haciendo en cierta forma imposible, presentarse a quien de forma audaz lo
llevaba. Una vez despejada, con el muchacho contable aún desprendiéndose de la
capa que a su cuerpo se hubo pegado, un hombre decidido bajó de un brinco para
plantarse ante su cara sin miedo alguno.
Los ventanales del carromato se abrieron, cuatro
de ellos en total y por este aparecieron los rostros de unas guapas muchachas
que absortas miraban aquel acontecimiento. La puerta trasera cedió para que un
hombre de aspecto fornido mirase a ambos con ánimos de reprochar aquel trote
inconsciente.
El hombre que tan ágilmente saltó hizo una
reverencia y con el sombrero en la mano se acercó al sorprendido chico.
-¿Habéis oído? ¿Lo habéis percibido? ¿En qué
dirección fue? ¿Lo conocéis? ¿Me diréis su nombre? ¿Por favor, os lo ruego, es
una necesidad de vida o muerte? -En sus alocadas preguntas se adivinaba una
intranquilidad manifiesta y el deseo de continuar la búsqueda en cuanto
obtuviese respuestas.
-Perdonad señor, pero no he oído nada. No sé a
que os referís, creó no puedo ayudaros. -Contesto con la máxima serenidad que pudo.
Se encontraba tan asustado como aquel encuentro
adivinaba, ese hombre parecía bien educado y correcto, pero la troupe que a continuación
llegó tras ellos, era un circo al completo. Siete carros más a toda velocidad
que permitían sus gruesas formas y sus abigarrados ocupantes.
-¿Qué diantre ocurre aquí? Maestro Cantabulla,
tenéis toda mi admiración, pero esta vez os habéis vuelto loco. -Miro al chico
de arriba abajo.- ¿Quién eres, joven? -El hombre bajó del carro, parecía
airado y se le veía descompuesto por cuanto se adivinaba un viaje un tanto
violento.
-Yo… yo no soy nadie, señor. Solo caminaba de
vuelta a casa. A mi casa con mi familia, no creo haber hecho nada malo -estaba
nervioso e intentaba ocultar su libreta de la forma más discreta posible.
-Estáis confundiendo al agradable muchacho -dijo
una guapa morena que sonreía con sus increíbles dientes perlados- Esto es
asunto de mujeres, Maestro Cantabulla y mi señor Bolsadeoros, solo de mujeres -afirmó mientras guiñaba el ojo a sus compañeras y bajaba del carromato a gran
velocidad.
La chica era ágil y contorsionó su cuerpo lo
suficiente para curvarse y caer sin daño alguno al suelo, con un salto mortal y
girando en el aire.
-Oh, Finasilla, algún día vas a romperte el
cuello -reprobó el hombre grande con gesto hosco.
-No será hoy. Pero veamos a este chico de bonitos
ojos que nos tiene que decir. ¿Lo has oído, verdad? -la morena de pelo corto se
acercó con cuidado hasta ponerse a su lado. Lo miraba con atención, como si lo
estudiase y se interpuso ante las demás miradas curiosas de todos sus
compañeros.
-¿Oír, qué? –pregunto indeciso.
La chica lo cogió de la mano y lo arrastro con
ella, llevándolo lejos de aquel nutrido grupo. Lo alejó lo suficiente, entonces
se sentó en el blando lecho e invitó al chico a sentarse junto a ella.
-Las canciones. Has escuchado las canciones -dijo
con total claridad.
-¡Las canciones! Yo he cantado hace un buen rato.
Pero a nadie más he oído, a nadie… -se calló, ahora dudaba si era él quien
había armado aquel revuelo. No le parecía para tanto y temía si se delataba
sería objeto de serias burlas por aquellos entendidos. La gente de los caminos
y esta en particular tenía el don de reconocer el talento, pero él jamás se
estimo tanto como para volverse un profesional.
-Canta para ti. Si no quieres te mire, ignórame.
Mira en dirección del mar, olvídate de mi y de los otros, canta para ti. –Su
voz era muy persuasiva, podría engatusar a un ladrón para que devolviese todo
su botín, se puso a su espalda, no quería intimidarlo y esperó.
La visión de esa joven tan decidida le inspiró un
cantar afortunado, la alegría del encuentro y la pérdida de este. Un inesperado
silencio se cernió a su alrededor, la naturaleza escuchaba y callaba sus
sonidos, este era especial y lo meció con cuidado. Cuando acabó, pues fue
breve, miró a la joven. Ella lloraba, una intensa emoción la había dominado y
se abrazó al muchacho, este estupefacto dejo que aquellos suaves brazos lo
rodeasen, luego un cálido beso selló su destino.
-Jamás he escuchado algo así. El Maestro
Cantabulla tendrá un duro rival contigo, es hora de marcharnos -se levantó y le
ofreció la palma de su mano. Todos los miraban en contenida emoción y rompieron esta con
sonoros aplausos.
Cantabulla se acercó a su altura y saludo efusivo:- ¿Cómo te llamas?
-Trapopiel es mi nombre, señor -contesto con
humildad.
-Trapopiel, yo no soy tu señor, soy tu compañero,
pues me has demostrado tener un don del cual muy pocos pueden alardear. Yo te
enseñare a ser mejor aún, no porque no lo seas, sino porque aún debes aprender
de cuanto te ofrece la vida, eres joven y la juventud de tu cuerpo la perderás,
pero la que nunca se marchitara es aquella que nunca muere. Sobre esa te
instruiré, pues de ella nada sabes.
-Pero mi familia nunca me dejará ser un bardo, ni
viajar por los caminos. La tradición me empuja a ello, me obliga a continuar…
Cantabulla alzó su mano para acallar las
protestas del muchacho.- Cuando yo en persona vaya a ver a tu familia, nadie
podrá retenerte, nadie. Palabra de bardo viejo.
La muchacha guiño el ojo, poniendo colorado al
chico. No dudaba de ninguna manera, Finasilla iba a constituirse en una
interesada compañía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario