martes, 22 de enero de 2013

LA HORMA DEL ZAPATO



Abrió los ojos, los temores de niño se reflejaban en su rostro, sudoroso y macilento. Había soñado de nuevo, con monstruos saliendo del interior de la tierra, seres horribles que parecían cuerpos a medio hacer. Veía como lo perseguían sin darle tregua, encorriéndole a una velocidad la cual no podía igualar, acechando entre risas maliciosas quienes retumbaban en sus oídos y al final, atrapándole.

Ese momento era el peor de todos, olía la podredumbre, aquel rancio aroma de descomposición, se le metía por la nariz sin poder evitarlo entrando dentro de su cuerpo. Notaba ese gélido contacto, el fin de su existencia y la presencia de algo mucho más terrible tras de sí. Un mal completo, de inenarrable sustancia, se adueñaba de su forma imperecedera. No podía ser visto por unos ojos mortales, pero existía y aquel terror lo despertaba.

No podía gritar, agarraba la manta como si de un escudo se tratase, como si esa débil defensa supusiera su salvación. Ya empezaba a amanecer y en poco tiempo debería de levantarse para ayudar a sus padres con el mantenimiento de la granja. 

Llevaba mucho tiempo soñando cosas parecidas, mas no decía nada a sus progenitores para no preocuparlos. En aquel pueblo, como en otros de la comarca, las supersticiones eran algo cotidiano y un niño con semejantes pesadillas, pondría en peligro la propia supervivencia de su familia. Comprendía por tanto, era mejor callar. Se dispuso a vestirse, a dejar de lado su carga, preparándose para la larga jornada.

Esta vez hubo ganado un poco de tiempo, las sabanas se le solían pegar y le costaba salir de estas, con los cabeza de familia levantándose aún y aseando sus cuerpos, tenía tiempo por una vez, para arreglar su cama. Aún eran jóvenes y mantenían esa esperanza de un futuro mejor, su padre cantaba con fuerza una bonita arenga militar, en sus tiempos de mocedad fue soldado, pero aquella vida no le atraía y merced a conocer a su madre, una bonita aldeana, decidieron formar esa estable relación.

Siempre los abuelos les amonestaron por no haberse casado, eso contradecía toda la tradición del pueblo y eran mirados como unos bichos raros. Pero eran buenas personas y este hecho les salvaba de injurias y maledicencias, aunque no evitaba a veces, los cuchicheos.

Su padre, Casipifias, había ganado una considerable cantidad de dinero con una apuesta de caballos. Con ello pudo comprar la granja, ganado y tierras, lo suficiente para mantenerlos sin necesidad de recurrir a nadie. Eran buenas las cosechas, incluso podían permitirse vender los excedentes y pudieron hacer un capital que les servía de colchón contra posibles malos tiempos.

Era un hombre fornido, con un amplio pecho como un toro y el aspecto de poder partir una roca con sus propias manos. Sonreía en abundancia y estaba siempre cortejando a su madre, Milsetas, como si se viesen cada día por primera vez. Esta era de caderas anchas y de pechos pequeños, pero en su conjunto constituía una agradable visión, también risueña y dispuesta a compartir su alegría constante.

El niño preparó la mesa para el desayuno y dispuso las viandas, calentó la leche y tomo un sorbo de esta para comprobar su punto justo, estaba perfecta. Se sentaron todos a dar buena cuenta y coger fuerzas para el trabajo, cuando acabaron su padre se dirigió a los campos de labranza, su madre a atender el ganado y él a la escuela donde le enseñarían a leer y escribir. Pero era un bribonzuelo, siempre escabulléndose de las clases, para ir con varios amigos a explorar las zonas alrededor de la comarca Solomía. Siempre le llamó la atención la pequeña congregación de magos aprendices que a una legua se encontraba del pueblo, estos necesitaban de sirvientes y les pagaban sus servicios, ayudándoles en sus inusuales tareas.

Ganaban así algunos céntimos de eurillo, lo suficiente para darse algunos caprichos de golosinas y aprender el oficio de mago, se sentían fascinados por esa profesión, pero al que más le gustaba y no ocultaba su entusiasmo, era Pifiasmil.

Pasaron los años, el niño se convirtió en un joven enorme, más grande que su padre y cualesquiera del pueblo. Anchas espaldas y brazos fuertes, su madre tenía dificultad para ajustar la ropa de este. A veces, necesitaba dos piezas para poder hacer una y nadie en la región vendía una vestimenta adecuada a su tamaño. Por ello, su forma de vestir era un tanto extravagante, pero quienes lo conocían y veían a diario, se acostumbraban a esta, sin causarles extrañeza.

Ya había dejado la escuela y ayudaba a su padre en las tareas del campo. Tan eficaz era su ayuda que estas se terminaban en un par de días, pudiendo mediante un precio convenido colaborar con otras haciendas a realizar sus siembras y demás asistencias. Pero Pifiasmil no quería pasar toda su vida en estos menesteres y dejó bien clara su preferencia. Quería ser mago, y deseaba serlo a toda costa.

-Pero hijo mío, ¿lo has pensado bien? Lo tuyo no es los conjuros, ni magia alguna -comentaba preocupada su madre, intentaba disuadirlo de esa insensata afición, mientras este preparaba su equipaje. Iba a trasladarse al día siguiente a la comuna de magos y allí llevar a cabo la realización de su sueño.

-Pero si no sabes… -el padre fue a decir algo, aunque se contuvo con la feroz mirada de su hijo. –Bueno, no sé como lo vas a hacer, pero nosotros intentaremos apoyarte en tu decisión. Y si no fuera bien, siempre puedes volver a casa, tenemos una buena posición y no te faltará nunca de nada.

-Gracias, es mi mayor deseo. Siento dentro de mí la llamada de la magia y el impulso de aprender cuanto de ella pueda -lo decía totalmente convencido, con el embalaje de alimento terminado, nada quedaba más que esperar transcurriese ese último día en compañía de sus padres.

No iba a estar lejos, diez leguas les separaban, la comuna hacia tiempo se hubo trasladado un tanto más lejos, si deseaban verse no lo tendrían difícil. Además, le regalaron sus dos mejores mulas: Esmeralda y Rubí, con las cuales se aseguraban además de un buen transporte, la seguridad de que estaría protegido. Aunque familiarmente las llamaban “las gemelas”.

La madre se abrazó al hijo y le dijo algo a su oído que su padre no escuchó. Sorprendido por tal revelación no hizo mención de este hecho y espero pasase todo el día para acudir al granero, lugar en el cual le haría mención de un secreto familiar que pasaba de generación en generación.

Cuando llegó la hora, Casipifias se encontraba al otro lado de la propiedad, arreglando una valla que su mujer le había dicho estaba en mal estado. Milsetas acudió a la hora en el sitio indicado, allí se encontraba también Pifiasmil con cara de inquietud.

-¿Qué es ese secreto, madre? -preguntó este con aturdida voz.

La mujer sonrió, no existía ninguna malicia en aquel encuentro, solo debía de hacer lo que constituía su obligación y así se dispuso acometer su herencia casera. Oculta tras unos gruesos fardos se encontraba una pequeña portilla, tras ella había un paquete envuelto en unos lienzos de cara confección y más antiguo abolengo. Llevaban el símbolo del árbol secreto, un antiguo escudo que los ancestros de su madre habían portado desde hacía muchos siglos. Lo depositó en los brazos de su hijo, quien perplejo intentaba averiguar la hechura de tal ofrenda.

-Esto es tuyo. Es hora de responsabilizarse de este legado, tu legado -dijo al entregárselo.

-Parece pesado, pero no comprendo la razón de todo esto. ¿Qué es? -lo sostenía entre sus manos, parecía algo largo y estrecho. No se atrevía a desenvolverlo del paño, solo esperaba una respuesta de su amada madre.

-Ahora no es el momento, cuando estés en tu nueva casa, entonces podrás abrir el paquete. Solo entonces, ¿de acuerdo? -le miró con ojos cariñosos, una de sus manos le acaricio el rostro en un gesto maternal. –Cuando lo hayas abierto, todo se revelara por si solo.

-No será algo peligroso, algo ilegal -comentó más preocupado según lo sostenía.

-No, no. Es muy común, pero al mismo tiempo es muy diferente. Nada más tengo que decirte, ahora es tuya y no hay nada más por hablar -se dio la vuelta y volviéndose de nuevo dijo: -guárdalo con tus cosas y ven a cenar. Se hace tarde y necesitaras todas tus energías para mañana.

El padre esperaba en la cocina, tenía preparada la mesa y aguardaba curioso a su mujer, esta no dijo nada al llegar, limitándose a sus tareas. Su hijo tardó un poco en acudir, cuando este entró la mujer hizo un guiño a su pareja. Estaban de acuerdo en traspasar su secreto al hijo, pero les parecía menos violento si la madre se lo daba como si fuese un regalo menor. 

Todos cenaron con buen humor, como un día cualquiera y después de descansar cuanto consideraron necesario se fueron a la cama. Los padres se metieron en esta, estaban rendidos por la emoción que representaba aquel momento, abrazándose con cariño.

-¿Crees hemos hecho bien? Puede parecer cruel, cuando esté libre de su envoltorio, no dejará de interrogarle y suele ser muy perspicaz -dijo el hombre.

-Nos ha aconsejado siempre bien y a mis ancestros los sirvió mejor aún. Es un tanto pesada, pero es fiel y valerosa cuando se la requiere. Cuando le dije que sería un gran mago se rio con ganas, pero me tranquilizó saber prometió cuidar de él. Nada malo le pasará mientras la conserve, nunca nos ha causado ningún mal. Al contrario, siempre nos protegió, en todo lugar y a todas horas. -La mujer fue tajante en su afirmación, conocía esa herencia desde niña, cuando sus padres se la presentaron y durante muchos años forjo una estrecha amistad, muy extraña, pero amistad al fin y al cabo. Su hijo podría fracasar en su intento de mago, mas según las revelaciones de su amiga, el destino le reservaba grandes acontecimientos.

En los hatos y alforjas preparados se encontraba un nuevo bulto, envuelto contra miradas ajenas. En este la forma de un utensilio se escondía, una antiquísima arma con voluntad propia, había servido en muchas batallas, en combates atroces, pero ahora llevaba una tranquila existencia, conviviendo en armonía junto a gente a la cual había llegado a apreciar. Se rió mucho con la ocurrencia de su nuevo señor, ser mago no le cuadraba en el destino de ese muchacho, por mucho que se empeñase. Era más, mucho más que eso, y sabía por tiempo y experiencia de todos esos temas. Era Bebedetoo, la legendaria espada, parlanchina y bebedora; deslenguada e insufrible; valiente y decidida.

Pifiasmil estaba nervioso, iba a emprender una nueva vida. El misterioso regalo de su madre le impedía conciliar el sueño, tal vez era algún artilugio mágico con el cual podría obrar grandes proezas. Se veía a si mismo ascender en el rango de la magia e incluso, llegar a ser archimago. Pero aquellas ensoñaciones despiertas dieron lugar a que le fuera dominando el cansancio y presto a soñar en ellas, olvidadas sus pesadillas, las cuales de tanto en tanto, aún le atormentaban, cerró sus ojos.

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