Abrió los ojos, los temores de niño se reflejaban
en su rostro, sudoroso y macilento. Había soñado de nuevo, con monstruos
saliendo del interior de la tierra, seres horribles que parecían cuerpos a
medio hacer. Veía como lo perseguían sin darle tregua, encorriéndole a una
velocidad la cual no podía igualar, acechando entre risas maliciosas quienes
retumbaban en sus oídos y al final, atrapándole.
Ese momento era el peor de todos, olía la
podredumbre, aquel rancio aroma de descomposición, se le metía por la nariz sin
poder evitarlo entrando dentro de su cuerpo. Notaba ese gélido contacto, el fin
de su existencia y la presencia de algo mucho más terrible tras de sí. Un mal
completo, de inenarrable sustancia, se adueñaba de su forma imperecedera. No
podía ser visto por unos ojos mortales, pero existía y aquel terror lo
despertaba.
No podía gritar, agarraba la manta como si de un
escudo se tratase, como si esa débil defensa supusiera su salvación. Ya
empezaba a amanecer y en poco tiempo debería de levantarse para ayudar a sus
padres con el mantenimiento de la granja.
Llevaba mucho tiempo soñando cosas parecidas, mas
no decía nada a sus progenitores para no preocuparlos. En aquel pueblo, como en
otros de la comarca, las supersticiones eran algo cotidiano y un niño con
semejantes pesadillas, pondría en peligro la propia supervivencia de su
familia. Comprendía por tanto, era mejor callar. Se dispuso a vestirse, a dejar
de lado su carga, preparándose para la larga jornada.
Esta vez hubo ganado un poco de tiempo, las
sabanas se le solían pegar y le costaba salir de estas, con los cabeza de
familia levantándose aún y aseando sus cuerpos, tenía tiempo por una vez, para
arreglar su cama. Aún eran jóvenes y mantenían esa esperanza de un futuro
mejor, su padre cantaba con fuerza una bonita arenga militar, en sus tiempos de
mocedad fue soldado, pero aquella vida no le atraía y merced a conocer a su
madre, una bonita aldeana, decidieron formar esa estable relación.
Siempre los abuelos les amonestaron por no
haberse casado, eso contradecía toda la tradición del pueblo y eran mirados
como unos bichos raros. Pero eran buenas personas y este hecho les salvaba de
injurias y maledicencias, aunque no evitaba a veces, los cuchicheos.
Su padre, Casipifias, había ganado una
considerable cantidad de dinero con una apuesta de caballos. Con ello pudo
comprar la granja, ganado y tierras, lo suficiente para mantenerlos sin
necesidad de recurrir a nadie. Eran buenas las cosechas, incluso podían
permitirse vender los excedentes y pudieron hacer un capital que les servía de
colchón contra posibles malos tiempos.
Era un hombre fornido, con un amplio pecho como
un toro y el aspecto de poder partir una roca con sus propias manos. Sonreía en
abundancia y estaba siempre cortejando a su madre, Milsetas, como si se viesen
cada día por primera vez. Esta era de caderas anchas y de pechos pequeños, pero
en su conjunto constituía una agradable visión, también risueña y dispuesta a
compartir su alegría constante.
El niño preparó la mesa para el desayuno y
dispuso las viandas, calentó la leche y tomo un sorbo de esta para comprobar su
punto justo, estaba perfecta. Se sentaron todos a dar buena cuenta y coger
fuerzas para el trabajo, cuando acabaron su padre se dirigió a los campos de
labranza, su madre a atender el ganado y él a la escuela donde le enseñarían a
leer y escribir. Pero era un bribonzuelo, siempre escabulléndose de las clases,
para ir con varios amigos a explorar las zonas alrededor de la comarca Solomía.
Siempre le llamó la atención la pequeña congregación de magos aprendices que a
una legua se encontraba del pueblo, estos necesitaban de sirvientes y les
pagaban sus servicios, ayudándoles en sus inusuales tareas.
Ganaban así algunos céntimos de eurillo, lo
suficiente para darse algunos caprichos de golosinas y aprender el oficio de
mago, se sentían fascinados por esa profesión, pero al que más le gustaba y no
ocultaba su entusiasmo, era Pifiasmil.
Pasaron los años, el niño se convirtió en un
joven enorme, más grande que su padre y cualesquiera del pueblo. Anchas
espaldas y brazos fuertes, su madre tenía dificultad para ajustar la ropa de
este. A veces, necesitaba dos piezas para poder hacer una y nadie en la región
vendía una vestimenta adecuada a su tamaño. Por ello, su forma de vestir era un
tanto extravagante, pero quienes lo conocían y veían a diario, se acostumbraban
a esta, sin causarles extrañeza.
Ya había dejado la escuela y ayudaba a su padre
en las tareas del campo. Tan eficaz era su ayuda que estas se terminaban en un
par de días, pudiendo mediante un precio convenido colaborar con otras
haciendas a realizar sus siembras y demás asistencias. Pero Pifiasmil no quería
pasar toda su vida en estos menesteres y dejó bien clara su preferencia. Quería
ser mago, y deseaba serlo a toda costa.
-Pero hijo mío, ¿lo has pensado bien? Lo tuyo no
es los conjuros, ni magia alguna -comentaba preocupada su madre, intentaba
disuadirlo de esa insensata afición, mientras este preparaba su equipaje. Iba a
trasladarse al día siguiente a la comuna de magos y allí llevar a cabo la
realización de su sueño.
-Pero si no sabes… -el padre fue a decir algo,
aunque se contuvo con la feroz mirada de su hijo. –Bueno, no sé como lo vas a
hacer, pero nosotros intentaremos apoyarte en tu decisión. Y si no fuera bien,
siempre puedes volver a casa, tenemos una buena posición y no te faltará nunca
de nada.
-Gracias, es mi mayor deseo. Siento dentro de mí
la llamada de la magia y el impulso de aprender cuanto de ella pueda -lo decía
totalmente convencido, con el embalaje de alimento terminado, nada quedaba más
que esperar transcurriese ese último día en compañía de sus padres.
No iba a estar lejos, diez leguas les separaban,
la comuna hacia tiempo se hubo trasladado un tanto más lejos, si deseaban verse
no lo tendrían difícil. Además, le regalaron sus dos mejores mulas: Esmeralda y
Rubí, con las cuales se aseguraban además de un buen transporte, la seguridad
de que estaría protegido. Aunque familiarmente las llamaban “las gemelas”.
La madre se abrazó al hijo y le dijo algo a su
oído que su padre no escuchó. Sorprendido por tal revelación no hizo mención de
este hecho y espero pasase todo el día para acudir al granero, lugar en el cual
le haría mención de un secreto familiar que pasaba de generación en generación.
Cuando llegó la hora, Casipifias se encontraba al
otro lado de la propiedad, arreglando una valla que su mujer le había dicho
estaba en mal estado. Milsetas acudió a la hora en el sitio indicado, allí se
encontraba también Pifiasmil con cara de inquietud.
-¿Qué es ese secreto, madre? -preguntó este con
aturdida voz.
La mujer sonrió, no existía ninguna malicia en
aquel encuentro, solo debía de hacer lo que constituía su obligación y así se
dispuso acometer su herencia casera. Oculta tras unos gruesos fardos se
encontraba una pequeña portilla, tras ella había un paquete envuelto en unos
lienzos de cara confección y más antiguo abolengo. Llevaban el símbolo del
árbol secreto, un antiguo escudo que los ancestros de su madre habían portado
desde hacía muchos siglos. Lo depositó en los brazos de su hijo, quien perplejo
intentaba averiguar la hechura de tal ofrenda.
-Esto es tuyo. Es hora de responsabilizarse de
este legado, tu legado -dijo al entregárselo.
-Parece pesado, pero no comprendo la razón de
todo esto. ¿Qué es? -lo sostenía entre sus manos, parecía algo largo y
estrecho. No se atrevía a desenvolverlo del paño, solo esperaba una respuesta
de su amada madre.
-Ahora no es el momento, cuando estés en tu nueva
casa, entonces podrás abrir el paquete. Solo entonces, ¿de acuerdo? -le miró
con ojos cariñosos, una de sus manos le acaricio el rostro en un gesto
maternal. –Cuando lo hayas abierto, todo se revelara por si solo.
-No será algo peligroso, algo ilegal -comentó más
preocupado según lo sostenía.
-No, no. Es muy común, pero al mismo tiempo es
muy diferente. Nada más tengo que decirte, ahora es tuya y no hay nada más por
hablar -se dio la vuelta y volviéndose de nuevo dijo: -guárdalo con tus cosas y
ven a cenar. Se hace tarde y necesitaras todas tus energías para mañana.
El padre esperaba en la cocina, tenía preparada
la mesa y aguardaba curioso a su mujer, esta no dijo nada al llegar,
limitándose a sus tareas. Su hijo tardó un poco en acudir, cuando este entró la
mujer hizo un guiño a su pareja. Estaban de acuerdo en traspasar su secreto al
hijo, pero les parecía menos violento si la madre se lo daba como si fuese un
regalo menor.
Todos cenaron con buen humor, como un día
cualquiera y después de descansar cuanto consideraron necesario se fueron a la
cama. Los padres se metieron en esta, estaban rendidos por la emoción que
representaba aquel momento, abrazándose con cariño.
-¿Crees hemos hecho bien? Puede parecer cruel,
cuando esté libre de su envoltorio, no dejará de interrogarle y suele ser
muy perspicaz -dijo el hombre.
-Nos ha aconsejado siempre bien y a mis
ancestros los sirvió mejor aún. Es un tanto pesada, pero es fiel y valerosa
cuando se la requiere. Cuando le dije que sería un gran mago se rio con ganas,
pero me tranquilizó saber prometió cuidar de él. Nada malo le pasará
mientras la conserve, nunca nos ha causado ningún mal. Al contrario, siempre
nos protegió, en todo lugar y a todas horas. -La mujer fue tajante en su
afirmación, conocía esa herencia desde niña, cuando sus padres se la
presentaron y durante muchos años forjo una estrecha amistad, muy extraña, pero
amistad al fin y al cabo. Su hijo podría fracasar en su intento de mago, mas
según las revelaciones de su amiga, el destino le reservaba grandes
acontecimientos.
En los hatos y alforjas preparados se encontraba
un nuevo bulto, envuelto contra miradas ajenas. En este la forma de un
utensilio se escondía, una antiquísima arma con voluntad propia, había servido
en muchas batallas, en combates atroces, pero ahora llevaba una tranquila
existencia, conviviendo en armonía junto a gente a la cual había llegado a
apreciar. Se rió mucho con la ocurrencia de su nuevo señor, ser mago no le
cuadraba en el destino de ese muchacho, por mucho que se empeñase. Era más,
mucho más que eso, y sabía por tiempo y experiencia de todos esos temas.
Era Bebedetoo, la legendaria espada, parlanchina y bebedora; deslenguada e
insufrible; valiente y decidida.
Pifiasmil estaba nervioso, iba a emprender una
nueva vida. El misterioso regalo de su madre le impedía conciliar el sueño, tal
vez era algún artilugio mágico con el cual podría obrar grandes proezas. Se
veía a si mismo ascender en el rango de la magia e incluso, llegar a ser
archimago. Pero aquellas ensoñaciones despiertas dieron lugar a que le fuera
dominando el cansancio y presto a soñar en ellas, olvidadas sus pesadillas, las
cuales de tanto en tanto, aún le atormentaban, cerró sus ojos.
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