Abrió los ojos, estaba oscuro. Había caído cuando
trataba de huir de una banda de asaltadores, hombres del rey de los caminos,
que intentaron robarle sus ganancias de la jornada de mercado en Caldososo. Volvía a
su casa en una pedanía cercana a Gran Capital, debido a que es una zona
bastante boscosa, no vive mucha gente a pesar de su proximidad y el camino, acabado el día permanece desierto de cualquier presencia amigable. Otras veces había hecho
este mismo transito en compañía de otros mercaderes y viajeros, pero un buen
trato retraso su salida, teniendo que volver solo y no queriendo hospedarse
para pasar la ya casi anunciada noche, para ahorrar cuanto pudiera aprovechando
tan buena recaudación.
No era un hombre tacaño, su mujer estaba enferma
en cama y sus hijos aún eran pequeños. Quería la atendieran los mejores sanadores
y estos eran caros, muy caros. Padecía de las fiebres del bosque, una rara
enfermedad quien la postergaba a estar tumbada durante horas e iba debilitando
poco a poco. Los curanderos de la zona no sabían curarla, por lo tanto habría
de acudir a lugares más especializados en la búsqueda de un remedio y había
reunido un pequeño capital con tal esperanza.
Palpó en su mochila, llevaba una tea mágica, la
cual compró a buen precio en un establecimiento autorizado. Nunca pensó la
usaría tan pronto, pero la noche cerrada y aquel agujero por donde cayó le
impedían orientarse con seguridad. No parecía haber sufrido daños mayores que
alguna magulladura y rasponazos, su precipitada escapada no fue muy
inteligente, pero podría estar muerto ahora de no huir sin meditarlo.
Sus dos mulas encontrarían el camino a casa, si
aquellos bandoleros no lograban atraparlas, pero la espesura del bosque obraba
a su favor, sabrían volver sin problemas. No era su caso, siempre se había
visto incapaz de orientarse, era su mujer la originaria de aquellas tierras y
quien le acompañaba en sus viajes por la zona.
Se encontraba desamparado, pero al menos era un
lugar seco, fuera de las humedades de la naturaleza floreciente del exterior,
la cual odiaba. Prefería la urbanizada civilización, lejos de todas aquellas
incomodidades, con una buena chimenea encendida, su pipa y el cariño de la
familia a su alrededor.
Golpeó varias veces la tea, tal como el vendedor
le indicó, más aquella condenada vara no daba muestras de responder a sus
intentos.
-Maldito rufián- expelió enojado –no es más que
un bonito palo, si salgo de esta le arrancaré las orejas con mis manos-.
Busco su yesquero y el juego de teas elaboradas
por su preciada esposa, debería de ser capaz de encender al menos una, lo había
practicado multitud de veces, aunque debía reconocer era un desastre en estos
asuntos. Siempre llevaba el petate bien ajustado a su cuerpo, para ocasiones como
esta disponer de los elementos necesarios para una supervivencia cómoda.
Tras un incontable número de intentos, pues aún
le temblaban las manos de la emoción de los sucesos, pudo encenderla. Esta
iluminó lo que a todas luces se trataba de un antesala de algo mucho mayor,
había baldosas en el suelo con dibujos y representaciones de una época olvidada
en los tiempos. La zona donde él se encontraba era la más afectada por un
pequeño derrumbe que originó su caída, cascotes y tierra ocupaban el lugar donde
aquel rico entramado de mosaicos estaba oculto. No le resultaría difícil salir
de allí, la cuesta no era pronunciada y la salida estaba casi ocultada por unas
espesas raíces, por eso la escasez de heridas era más comprensible.
Entonces cayó en la cuenta de que su idea de
iluminar aquel lugar no era sensata, en la oscuridad del bosque, un foco de luz
podía dar idea del escondite accidental y decidió hacer uso de su linterna
ciega y apagar la tea, tras utilizarla para encender la mecha que alimentada
por un espeso aceite iluminaria hacia donde él solo indicase.
“Esta idea fue mía” pensó con orgullo mientras
recogía la apagada antorcha con sus compañeras, tal vez le serian de utilidad
más adelante.
Empezó a caminar, absorto por la magnificencia de
lo que debieron ser, vestíbulos donde se guardaban arreos y otros enseres para
monturas. Por su tamaño, cientos de ellas podían haber estado acomodadas allí,
pero no quedaban restos de estas, todo parecía extrañamente limpio y recogido.
A la mente le vinieron pensamientos ridículos de seres cadavéricos quienes se
entretendrían en pulir aquel lugar para visitantes inesperados, y él era uno de
ellos. Lo más seguro quedase atrapado para siempre, condenado a vagar por este
sitio desconocido, por toda la eternidad.
“Siempre pensando en fantasías, no existen los
espíritus, ni los cadáveres andantes, ni nada que se lo parezca. Esto esta así
porque estaba cerrado y mi torpe persona lo ha abierto ahora al exterior, toda
esta pulcritud desaparecerá por mi culpa. He de verlo todo antes de que mi
torpeza lo pierda para siempre”
Siguió paso a paso, más salas se revelaron y
estas se hundían en las profundidades de la tierra. Bajó escaleras, atravesó
puentes, por innumerables arcadas y empezó a perder la noción del tiempo.
Aquello era inmenso y majestuoso, el propio palacio imperial, ahora en
construcción, desmerecía ante semejante despliegue.
Al final desembocó en una inmensa abertura
dominada por unas columnas fastuosas, en ellas se adivinaba el final de aquella
aventura. Al fondo una pared tenía una representación de lo que parecía una
antigua batalla, en esta se apreciaba de forma clara a los luchadores humanos
enfrentarse a unas apariencias humanas desdibujadas, sus trazos eran imprecisos
y borrosos, como si el horror de esos seres no prestase a dibujarlos con
claridad.
Ante el significante mural un trono, al cual en
las más imaginativas ideas, no hubiera podido precisar tan relevante presencia.
Sobre este una figura y cruzada en sus piernas una espada desenvainada, la
estatua era de una estampa digna, altiva e imponente. Si alguien así existió, quienes
con él cabalgaran debían sentirse orgullosos, era la representación idealizada
de la justicia y el buen gobierno, su rostro era apacible e invitaba a entablar
una conversación con este, si no fuera porque los labios de piedra jamás podrían
contestar.
-Ya era hora -una voz resonó por el lugar,
asustando al comerciante, quien cayó al suelo al tropezar en sus pasos
confusos.
-¿Quién anda por ahí? Sabed que si pretendéis
hacerme daño, la venganza de los míos será terrible- dijo con voz temblorosa ni
ninguna convicción. Fue lo primero que a la mente le vino.
-Sí, ya veo vuestra “terrible” apariencia. Si un
ratón os retase, apostaría por este sin dudarlo -la sorna de aquel comentario hirió
al hombre en su orgullo.
-Dad la cara y veréis a vuestro retador de
ratones, a ved si sois tan valiente -se levantó, esgrimiendo un pequeño puñal
de afilada punta, con poca gracia y peor escuela.
-Siempre he estado delante de ti. Además de bobo,
sois cegato -escuchó con voz mucho menos conciliadora.
-¡Cómo! No veo a nadie, ¿os estáis burlando de mí?
Sois un cobarde, además de maleducado.
-Acaso no me reconocéis, humano tonto. Tanto ha
bajado el nivel de inteligencia en todo este tiempo, es desesperante.
El mercader miró nervioso en todas direcciones,
pero aquella voz envolvente no delataba su procedencia. Se acercó al estrado
donde la magnífica figura de piedra descansaba, más para guarecer su
desprotegida espalda, que otra intención cualquiera. Se sentía seguro a su lado.
-Bien, por lo menos te has acercado a mí. Espero
en un gesto conciliador.
Se volvió asustado, la figura seguía siendo de
piedra y no denotaba movimiento alguno. Solo la espada parecía estar fuera de
lugar en aquel entorno pétreo, era diferente a cuantas hubiese visto hasta
entonces. Unas vetas rojas la atravesaban, parecía latiesen mientras
desembocaban en un grueso rubí, este se fundía con el metal de esta,
confundiendo empuñadura y hoja en un mismo conjunto. La empuñadura estaba
desgastada, las tiras de cuero con inscripciones en una antigua lengua
denotaban un frecuente uso y animaban a sostenerla en la mano. Acercó esta en
la intención de sentir su tacto.
-Las manitas fuera. Acaso te he dado permiso para
tocarme, “retador de ratones”.
Retrocedió sorprendido, tropezando en el escalón
y cayendo de nuevo al suelo. Estaba paralizado de terror, observando como la
espada se erguía y se mantenía en el aire con su filo apuntado hacia el techo
de aquella cámara singular.
-Soy Bebedetoo, “la cazadora de sombras” o “el
lamento del otro lado”. He servido a distintos amos, pero a nadie tan grande
como a quien aquí he velado. No pronunciaré su nombre para no agraviar su
memoria en tu corto entender, puesto que no eres un ser malvado ni una sombra,
ningún mal te causaré. El ser escaso de mente no ha de provocarme… -hizo un
silencio- …todavía -esta última palabra iba cargada de un humor y descaro que
no pudo evitar una sonrisa en el hombre caído.
-Veo también que no eres un emisario de la rubia
larguirucha, pero me caes bien, a pesar de tus graves carencias. Estoy cansado
de velar esta olvidada tumba, tanto que incluso observo me han olvidado a mi
también.
-Entonces no me vas a hacer daño. ¿Puedo irme? -pregunto un tanto temeroso el mercader, mientras se levantaba y limpiaba sus
ropas de una inexistente suciedad.
-Puedes irte, pero me llevaras contigo. Necesito
volver a ver la luz del sol y probar algún líquido de buena factura. ¿Tienes
vino o algún bebercio de consideración? Estoy harto de tanta abstinencia
involuntaria.
-Llevo agua, mi mujer nunca me ha consentido
alcohol cuando voy de trabajo. Pero en casa tengo buena bebida… -se detuvo un
momento- …estoy hablando con una espada, debó de encontrarme muy mal, he debido
de aspirar hongos u otra cosa en este recóndito lugar perdido -se frotó los
ojos, incrédulo por entablar conversación con un trozo de metal, aunque tuviera
la forma de una espada legendaria.
-Hummm, si. Tonto de remate, ahora no tengo duda
alguna -dijo Bebedetoo al ver al incrédulo personaje. Decidió descender para
que este la cogiese y pusiera a
resguardo, ya tendrían tiempo para discutir los términos de su alianza.
Al verla acercarse hacia él, se temió lo peor y
de nuevo tembloroso, se encogió esperando el golpe fatal que hasta entonces hubo evitado. Más este nunca llegó.
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