domingo, 6 de enero de 2013

BEBEDETOO (1ª PARTE)



Abrió los ojos, estaba oscuro. Había caído cuando trataba de huir de una banda de asaltadores, hombres del rey de los caminos, que intentaron robarle sus ganancias de la jornada de mercado en Caldososo. Volvía a su casa en una pedanía cercana a Gran Capital, debido a que es una zona bastante boscosa, no vive mucha gente a pesar de su proximidad y el camino, acabado el día permanece desierto de cualquier presencia amigable. Otras veces había hecho este mismo transito en compañía de otros mercaderes y viajeros, pero un buen trato retraso su salida, teniendo que volver solo y no queriendo hospedarse para pasar la ya casi anunciada noche, para ahorrar cuanto pudiera aprovechando tan buena recaudación.

No era un hombre tacaño, su mujer estaba enferma en cama y sus hijos aún eran pequeños. Quería la atendieran los mejores sanadores y estos eran caros, muy caros. Padecía de las fiebres del bosque, una rara enfermedad quien la postergaba a estar tumbada durante horas e iba debilitando poco a poco. Los curanderos de la zona no sabían curarla, por lo tanto habría de acudir a lugares más especializados en la búsqueda de un remedio y había reunido un pequeño capital con tal esperanza.

Palpó en su mochila, llevaba una tea mágica, la cual compró a buen precio en un establecimiento autorizado. Nunca pensó la usaría tan pronto, pero la noche cerrada y aquel agujero por donde cayó le impedían orientarse con seguridad. No parecía haber sufrido daños mayores que alguna magulladura y rasponazos, su precipitada escapada no fue muy inteligente, pero podría estar muerto ahora de no huir sin meditarlo.

Sus dos mulas encontrarían el camino a casa, si aquellos bandoleros no lograban atraparlas, pero la espesura del bosque obraba a su favor, sabrían volver sin problemas. No era su caso, siempre se había visto incapaz de orientarse, era su mujer la originaria de aquellas tierras y quien le acompañaba en sus viajes por la zona.

Se encontraba desamparado, pero al menos era un lugar seco, fuera de las humedades de la naturaleza floreciente del exterior, la cual odiaba. Prefería la urbanizada civilización, lejos de todas aquellas incomodidades, con una buena chimenea encendida, su pipa y el cariño de la familia a su alrededor.

Golpeó varias veces la tea, tal como el vendedor le indicó, más aquella condenada vara no daba muestras de responder a sus intentos.

-Maldito rufián- expelió enojado –no es más que un bonito palo, si salgo de esta le arrancaré las orejas con mis manos-.

Busco su yesquero y el juego de teas elaboradas por su preciada esposa, debería de ser capaz de encender al menos una, lo había practicado multitud de veces, aunque debía reconocer era un desastre en estos asuntos. Siempre llevaba el petate bien ajustado a su cuerpo, para ocasiones como esta disponer de los elementos necesarios para una supervivencia cómoda.

Tras un incontable número de intentos, pues aún le temblaban las manos de la emoción de los sucesos, pudo encenderla. Esta iluminó lo que a todas luces se trataba de un antesala de algo mucho mayor, había baldosas en el suelo con dibujos y representaciones de una época olvidada en los tiempos. La zona donde él se encontraba era la más afectada por un pequeño derrumbe que originó su caída, cascotes y tierra ocupaban el lugar donde aquel rico entramado de mosaicos estaba oculto. No le resultaría difícil salir de allí, la cuesta no era pronunciada y la salida estaba casi ocultada por unas espesas raíces, por eso la escasez de heridas era más comprensible.

Entonces cayó en la cuenta de que su idea de iluminar aquel lugar no era sensata, en la oscuridad del bosque, un foco de luz podía dar idea del escondite accidental y decidió hacer uso de su linterna ciega y apagar la tea, tras utilizarla para encender la mecha que alimentada por un espeso aceite iluminaria hacia donde él solo indicase.

“Esta idea fue mía” pensó con orgullo mientras recogía la apagada antorcha con sus compañeras, tal vez le serian de utilidad más adelante.

Empezó a caminar, absorto por la magnificencia de lo que debieron ser, vestíbulos donde se guardaban arreos y otros enseres para monturas. Por su tamaño, cientos de ellas podían haber estado acomodadas allí, pero no quedaban restos de estas, todo parecía extrañamente limpio y recogido. A la mente le vinieron pensamientos ridículos de seres cadavéricos quienes se entretendrían en pulir aquel lugar para visitantes inesperados, y él era uno de ellos. Lo más seguro quedase atrapado para siempre, condenado a vagar por este sitio desconocido, por toda la eternidad.

“Siempre pensando en fantasías, no existen los espíritus, ni los cadáveres andantes, ni nada que se lo parezca. Esto esta así porque estaba cerrado y mi torpe persona lo ha abierto ahora al exterior, toda esta pulcritud desaparecerá por mi culpa. He de verlo todo antes de que mi torpeza lo pierda para siempre” 

Siguió paso a paso, más salas se revelaron y estas se hundían en las profundidades de la tierra. Bajó escaleras, atravesó puentes, por innumerables arcadas y empezó a perder la noción del tiempo. Aquello era inmenso y majestuoso, el propio palacio imperial, ahora en construcción, desmerecía ante semejante despliegue.

Al final desembocó en una inmensa abertura dominada por unas columnas fastuosas, en ellas se adivinaba el final de aquella aventura. Al fondo una pared tenía una representación de lo que parecía una antigua batalla, en esta se apreciaba de forma clara a los luchadores humanos enfrentarse a unas apariencias humanas desdibujadas, sus trazos eran imprecisos y borrosos, como si el horror de esos seres no prestase a dibujarlos con claridad.

Ante el significante mural un trono, al cual en las más imaginativas ideas, no hubiera podido precisar tan relevante presencia. Sobre este una figura y cruzada en sus piernas una espada desenvainada, la estatua era de una estampa digna, altiva e imponente. Si alguien así existió, quienes con él cabalgaran debían sentirse orgullosos, era la representación idealizada de la justicia y el buen gobierno, su rostro era apacible e invitaba a entablar una conversación con este, si no fuera porque los labios de piedra jamás podrían contestar.

-Ya era hora -una voz resonó por el lugar, asustando al comerciante, quien cayó al suelo al tropezar en sus pasos confusos.

-¿Quién anda por ahí? Sabed que si pretendéis hacerme daño, la venganza de los míos será terrible- dijo con voz temblorosa ni ninguna convicción. Fue lo primero que a la mente le vino.

-Sí, ya veo vuestra “terrible” apariencia. Si un ratón os retase, apostaría por este sin dudarlo -la sorna de aquel comentario hirió al hombre en su orgullo.

-Dad la cara y veréis a vuestro retador de ratones, a ved si sois tan valiente -se levantó, esgrimiendo un pequeño puñal de afilada punta, con poca gracia y peor escuela.

-Siempre he estado delante de ti. Además de bobo, sois cegato -escuchó con voz mucho menos conciliadora.

-¡Cómo! No veo a nadie, ¿os estáis burlando de mí? Sois un cobarde, además de maleducado.

-Acaso no me reconocéis, humano tonto. Tanto ha bajado el nivel de inteligencia en todo este tiempo, es desesperante.

El mercader miró nervioso en todas direcciones, pero aquella voz envolvente no delataba su procedencia. Se acercó al estrado donde la magnífica figura de piedra descansaba, más para guarecer su desprotegida espalda, que otra intención cualquiera. Se sentía seguro a su lado.

-Bien, por lo menos te has acercado a mí. Espero en un gesto conciliador.

Se volvió asustado, la figura seguía siendo de piedra y no denotaba movimiento alguno. Solo la espada parecía estar fuera de lugar en aquel entorno pétreo, era diferente a cuantas hubiese visto hasta entonces. Unas vetas rojas la atravesaban, parecía latiesen mientras desembocaban en un grueso rubí, este se fundía con el metal de esta, confundiendo empuñadura y hoja en un mismo conjunto. La empuñadura estaba desgastada, las tiras de cuero con inscripciones en una antigua lengua denotaban un frecuente uso y animaban a sostenerla en la mano. Acercó esta en la intención de sentir su tacto.

-Las manitas fuera. Acaso te he dado permiso para tocarme, “retador de ratones”.

Retrocedió sorprendido, tropezando en el escalón y cayendo de nuevo al suelo. Estaba paralizado de terror, observando como la espada se erguía y se mantenía en el aire con su filo apuntado hacia el techo de aquella cámara singular.

-Soy Bebedetoo, “la cazadora de sombras” o “el lamento del otro lado”. He servido a distintos amos, pero a nadie tan grande como a quien aquí he velado. No pronunciaré su nombre para no agraviar su memoria en tu corto entender, puesto que no eres un ser malvado ni una sombra, ningún mal te causaré. El ser escaso de mente no ha de provocarme… -hizo un silencio- …todavía -esta última palabra iba cargada de un humor y descaro que no pudo evitar una sonrisa en el hombre caído.

-Veo también que no eres un emisario de la rubia larguirucha, pero me caes bien, a pesar de tus graves carencias. Estoy cansado de velar esta olvidada tumba, tanto que incluso observo me han olvidado a mi también.

-Entonces no me vas a hacer daño. ¿Puedo irme? -pregunto un tanto temeroso el mercader, mientras se levantaba y limpiaba sus ropas de una inexistente suciedad.

-Puedes irte, pero me llevaras contigo. Necesito volver a ver la luz del sol y probar algún líquido de buena factura. ¿Tienes vino o algún bebercio de consideración? Estoy harto de tanta abstinencia involuntaria.

-Llevo agua, mi mujer nunca me ha consentido alcohol cuando voy de trabajo. Pero en casa tengo buena bebida… -se detuvo un momento- …estoy hablando con una espada, debó de encontrarme muy mal, he debido de aspirar hongos u otra cosa en este recóndito lugar perdido -se frotó los ojos, incrédulo por entablar conversación con un trozo de metal, aunque tuviera la forma de una espada legendaria.

-Hummm, si. Tonto de remate, ahora no tengo duda alguna -dijo Bebedetoo al ver al incrédulo personaje. Decidió descender para que este la cogiese y pusiera a resguardo, ya tendrían tiempo para discutir los términos de su alianza.

Al verla acercarse hacia él, se temió lo peor y de nuevo tembloroso, se encogió esperando el golpe fatal que hasta entonces hubo evitado. Más este nunca llegó.

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