miércoles, 26 de diciembre de 2012

LA NIÑA EXTRAÑA



Abrió los ojos, la noche pasada le había costado dormirse, sus pensamientos le atormentaban al pensar en las posibles soluciones al dilema que se les planteaba desde el anterior día.

Alguien hubo depositado a las puertas de la Orden Ordenada de Notedigo un singular paquete. El hermano Puracasta lo encontró en el suelo, en un cestillo artesanal de buena confección, envuelto en ropas caras y abrigado con esmero. Un niño, que luego resulto ser una niña, de cara regordeta, bien alimentada y sonriente. Tenía un tamaño considerable y auguraba de mayor, sería de grandes proporciones.

Los clérigos estaban desconcertados, su dogma siempre era ayudar al necesitado en toda condición y momento, pero ellos no eran un orfanato y a excepción del ya mayor Quemevengo, los demás no habían tenido familias ni hijos a los cuales cuidar. Este parecía el indicado para iluminar a los demás en el destino de aquella pequeña desprotegida.

El Primer Hermano Mascamucho, máximo responsable de la orden, tenía ojeras y el aspecto de no haber pasado una buena noche. De él dependía la suerte de la niña, era quien decidiría su futuro y no se sentía a gusto con esta cavilación. Podía disponer sobre la vida y la muerte sin pensárselo, cuando esto era necesario; luchar hasta el fin contra un enemigo feroz o atravesar las propias tinieblas, si era aconsejable por el bien de la comunidad. No dudaba en sostener su arma para proteger cualquier vida, pero se veía indefenso a la hora de discutir sobre la niña. Necesitaba ayuda, todos la necesitaban y el hermano Quemevengo era el único al cual podían pedir consejo.

-¿Qué opináis? Me veo incapaz de adoptar una solución -el jefe de los clérigos miraba a la niña con sus duros ojos centrados en ella, pero se podían apreciar en estos una compasión y tristeza de la que raras veces era acreedor.

-Yo tuve tres hijos y una hija -dijo Quemevengo con nostalgia- uno de ellos murió por las fiebres siendo muy pequeño, otro en la guerra de las ciudades libres y el tercer varón en un desafortunado accidente. Solo vive mi hija, es una mujer fuerte como su madre y esta criando siete hijos sin problemas, sanos y valientes. El espíritu de mi amada esposa vive en ella, no dudo pueda ayudarnos. Vive aquí en Notedigo y puedo contactar para conocer su opinión esta misma mañana. Si el Maestre está de acuerdo con mi decisión.

El encargado de la orden asintió. En cierta forma era una liberación que ese compañero tuviera una hija, hubo grandes discusiones si debían admitirlo entre ellos, ya tenía una edad cuando solicitó su ingreso y uno de los requisitos era no tener familia. Solo la incuestionable honradez de aquel hombre, unida a una indiscutible vida de servicio a sus vecinos, le valió para pertenecer a la Ordenada, serian unos hipócritas si rechazasen a alguien que había seguido sus enseñanzas al pie de la letra, aun fuera de su congregación. Y quien más defendió esa petición fue el propio Primer Hermano.

Así se hizo cargo de aquella pequeña la hija superviviente, Vengodefuera. Buscaron un ama de cría que la Orden pago de sus propios fondos y procedió a cuidarla como si fuera de la propia familia. Los años pasaron evidenciando en esta diferencias que la delataban entre sus hermanos de adopción. Era ancha, robusta, con huesos duros y poderosos, con una fuerza mucho mayor de la que un niño de su edad podría aspirar e incluso adultos tendrían en su plenitud. La gente murmuraba, multitud de historias corrían por entre los habitantes de la localidad, la inmensa mayoría de ellas sin fundamento. Era educada junto con todos los demás por el maestro Boteyvota, refunfuñon y exigente, la mente de la niña era sublime en asuntos de la tierra y un desastre en las demás disciplinas, por más que se esforzara.

Un día caminaba por los campos, disgustada de su último examen. Llevaba un palo en su mano y golpeaba con fuerza en el suelo a cada paso que daba, levantando con ello piedras y espeso polvo, quien tras varios impactos la cubría por completo. Se había separado del camino ordinario hasta su casa, donde la generosa mujer la cuidaba sin distinguirla de sus otros hijos ya más mayores. Tenía diez años y poseía la estatura de un hombre formado y la constitución de este, aún cuando era a todas luces una chica. Superaba a todos sus hermanos y era la más alta de cuantos en Notedigo vivían. 

No era agraciada, un rostro cuadrado, duro la conformaba, más de un herrero curtido que de una jovencita y sus manos eran de gruesos contornos, fuertes y en extremo hábiles. Conocía la tierra, amaba verse envuelta por ella y empezaba a descubrir curiosas aptitudes a la hora de reconocer los tipos y clase de esta. Era como si lo supiera innato sin necesidad de aprender sobre tal materia, sorprendiéndose a si misma con su vasto entendimiento. Incluso pensaba que si profundizase en ella podría descubrir las vetas de minerales sin esfuerzo, cuando fuese mayor se dedicaría a la minería, estaba segura tendría un gran éxito.

No recordaba aquella senda, el bosque guardaba su derecha con los sonidos de la viva naturaleza, a su izquierda campos sembrados se perdían en el horizonte hasta llegar al extremo del valle. Fijó su mirada en cuantos detalle pudo apreciar, ahora estaba segura había pasado otras veces por allí, cuando estaban a punto de recogerse las cosechas y el alto trigo le impedía ver nada más que una muralla de espigas. Hacía años de eso, la memoria guardaba grato recuerdo de aquel primer paseo junto a sus hermanos, iba en brazos de su madre y esta le enseñaba de un modo casi anecdótico los contornos de su pequeño mundo.

Otros recuerdos más difusos le llegaban, veía estelas grabadas en paredes inmensas mientras ruidos lejanos repiqueteaban constantes e insistentes. Había dura piedra a su alrededor, sonidos de voces y luego silencio. Eso le inquietaba, no lograba asociar esa visión con el entorno de Notedigo ni nada que conociese.

Siguió caminando, la nube de polvo acompañaba a sus pasos, haciéndola visible a distancia. Algo destello en el interior del bosque con la suficiente viveza como para hacerla salir de sus cavilaciones. Un brillo intenso, dorado; acompañado de un viento extraño, caliente y eléctrico, este siguió repitiéndose con menguante intensidad en sus ojos, haciendo real su descubrimiento. La curiosidad pudo más que el temor, por un hecho que consideraba extraordinario e inusual, adentrándose para descubrir la causa de tal efecto en el bosque profundo.

Aquel fenómeno no hubo apaciguado el bosque, sino había reforzado en intensidad. Los cantos de pájaros resonaban con fuerza, mientras sonidos de animales se escuchaban por todo su alrededor, con pisadas y saltos en torno suyo siguiéndola.

Todo parecía más vivo, como si en vez de demostrar su temor se alegrará de aquel acontecimiento. Sus pisadas fueron acortándose, el deseo de conocer no implicaba el riesgo de ser imprudentes, así llego hasta una hondonada donde pudo ver algo en el suelo, aún resplandecía pero el vigor de su luz se atenuaba cada instante hasta desaparecer por completo.
Era una mujer, o por lo menos lo parecía, desfallecida entre el follaje que misteriosamente la acunaba, se acercó más hasta estar a su altura para observarla mejor. Esta permanecía quieta, tumbada en el amoroso follaje como si fuese un lecho a su disposición, la miró con detenimiento, era el ser más hermoso que jamás hubo contemplado.

Los cabellos parecían hilos de oro y como una capa la cubrían en su reposo, poseía un rostro de belleza intangible, al cual solo se podía admirar en callada visión. Los ojos cerrados parecían entregarse a una quietud forzada, pues su cuerpo delataba un sufrimiento ajeno a tamaña revelación. Entonces percibió el suelo empapado de un líquido, sus pisadas sonaban acuosas, como los días de lluvia cuando se metía en un charco por pura diversión, aunque el agua siempre le impuso respeto, solo era un desafío infantil a su miedo.

Entonces percibió como aquello no era reflejo del elemento que esperaba, sino espeso y oscuro. Sus grandes pies mojados por la infame sustancia intentaron desprenderse de esta, pero la había calado hasta la altura de los tobillos, succionando sus movimientos como si fuese fango. Desesperada, levanto estos con tan poca gracia que acabo cayendo de bruces en el, manchando su traje y a toda ella de ese viscoso rojo oscuro.

Sintió las heridas en sus manos, pequeños cortes al empuñar el palo con fuerza que los nudos hicieron, escocerle. Sin querer, su boca abierta degusto el sabor metálico e inusual, por puro instinto escupió esta con desagrado, pero no pudo evitar tragar un poco. Le ardía su contacto y la mareaba, era como una bebida fuerte en exceso, aún incluso para alguien de su constitución, una gigante recia que se tambaleo al incorporarse como si estuviese ebria. La vista se le nublo, apenas podía coordinar los pasos, cayendo al suelo seco como un tronco derribado por experto leñador. Sus sentidos se desvanecieron.

Cuando despertó, intento levantarse precipitada y temerosa, más algo la retenía tumbada sin posibilidad de no poder hacer nada salvo levantar su cabeza, miró sus manos y la ropa, estaban limpias de cualquier suciedad. Y entonces la vio, ante ella, de rodillas con una amplia sonrisa, dientes que pertenecieron a pequeños soles, relumbrando intensos en una propuesta de conciliación calmándola mas que cualquier palabra. Tenía sus ojos tapados con un inusual yelmo, el cual los ocultaba aunque permitía ver cualquier otra parte de su increíble rostro.

-Me complace estés bien. Me estabas preocupando -los sonidos emanaron dulces, con un cariño maternal. Su propia madre no las hubiera pronunciado de igual forma.

-¿Qué ha pasado? Debo volver a casa, estarán preocupados por mí -respondió la niña preocupada.

-Si esperas unos momentos, te llevare a tu hogar. No temas, sufriste un pequeño accidente, pero ya estás recuperada.

-¿Quién eres? -la pregunta sonó curiosa, fruto de una mente de niño sin malicia alguna.

La mujer no necesitaba a nadie para decirle que la figura enorme de chica, no era sino una niña, los ojos de esta se revelaban ingenuos, a salvo de los infortunios del mundo.

-Soy una amiga tuya, ahora y siempre, “pequeña”. Mi nombre es Hurtadillas, para servirte.

La niña miró las orejas, estas sobresalían gráciles de entre el esplendoroso cabello rubio y musitó una nueva pregunta para satisfacer sus dudas.

-¿Eres una elfa? -dijo con sus ojos muy abiertos.

Hurtadillas sonrió con delicadeza, tocándose sus largas orejas puntiagudas. En ella ensalzaban aún más su maravilloso semblante, parecía como si aquellas palabras le hiciesen recordar hechos que había olvidado.

-Lo soy, un tanto singular, pero lo soy -contestó mientras alargaba su mano para ofrecérsela y ayudarla a levantarse.

La alzó como si nada pesase, entonces se apercibió de cuan alta era, de sus esbeltas piernas interminables y su apariencia frágil. Comprendió en su mente de cría, esa supuesta debilidad era un engaño y sonrió a tal argucia.

-Vamos, cierra los ojos. Vas a hacer un viaje rápido -esperó a esta obedeciese esa sutil orden y descubrió el yelmo que ocultaba su mirada. Los ojos verdes relampaguearon, intensos, vibrantes e imposibles de contenerse.

La niña sintió un golpe de viento, notó por unos momentos el suelo temblar bajo ella y desaparecer, pero fue tan breve que cuando abrió sus ojos se vio ante las puertas de su casa. Todo parecía en calma, observó el sol aún alto, no recordaba más que su salida del recinto donde su maestro la había regañado por su mal examen. Sin pensarlo, entró en casa, olía muy bien y su madre la acogió con el cariño de siempre.

Afuera, en la linde del bosque, alguien observaba la entrada de la niña grande sin problemas en su hogar. La elfa Hurtadillas tenía un semblante serio, había tragado de su sangre y esta se mezcló en su interior, tuvo que actuar con rapidez para evitar una terrible muerte. No obstante, una ínfima porción quedaba dentro de esta, no sería posible eliminarla y en un futuro cercano, la haría tener premoniciones y visiones de muy variado índole. Sabía sus caminos se cruzarían de nuevo.

-Hasta pronto, Castalinda -dijo mientras desaparecía en el bosque, los animales de este la saludaron por su presencia, como siempre hacían. Luego callaron y la tarde empezó a declinar.

La niña estaba comiendo con su familia, de repente, sin pensarlo exclamó:- Me gustaría ingresar en la Orden Ordenada, me gustaría mucho -y dicho esto, imaginándose futuras aventuras, cerró sus ojos.

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