Abrió los ojos, acostumbrada a mantenerlos
siempre abiertos, los había cerrado obligada a protegerlos por puro instinto,
la nieve azotaba con fuerza inusitada y aunque esto no suponía una amenaza, por
su condición inhumana, una voz muy interior la aconsejaba resguardarlos de la
inclemente ventisca.
Corría sobre la capa de nieve como si no pesase
nada, saltando distancias imposibles, atravesando gargantas y valles,
sobrevolándolos con una agilidad sorprendente. Todo aquello no le impresionaba,
estaba acostumbrada a ello, sus poderes sobrenaturales la inducían a realizar
tales proezas. Un siglo tras otro de continuas experiencias, habían perfilado
sus fuerzas, las conocía y sabía aprovecharlas del mejor modo.
No obstante, sufría un hastio interior, siempre
se había sentido parte de la humanidad y esta siempre la rechazo con firmeza.
Aún así, continuaba empeñada en demostrar no había caído en la oscuridad, fiel
a los principios de respeto y protección de cuantos necesitasen su amparo. No
era una bestia, era y seguía siendo dentro de sí, miembro de quienes la
repudiaban.
Había prometido a Torsocorto su ayuda,
aunque comprobó su decepción al ver en ella la figura de un vampiro, un monstruo
a los ojos de cuantos la viesen. Sabía que aunque obtuviese éxito en su misión, no se convertiría en su amiga y dudaba tuviera alguna muestra de respeto de
este. La soledad siempre la perseguía, en muy contadas ocasiones alguien podía
demostrarle una porción de ese cariño que siempre anhelaba, pero el tiempo
acababa con todo, su inmortalidad le propiciaba ver como morían a quienes
llegaba a apreciar y su corazón muerto, sufría.
Pero no era hora para esos pensamientos, debía
llegar hasta la ciudad de Puntafría, el lugar desde donde se dirigían los
destinos de toda la región. Era una recién llegada y los terrenos por los
cuales traspasaba, eran desconocidos para su portentosa memoria. Las tierras de
Tamtasia son amplias y diversas, había caminado sobre muchos lugares y muy diferentes
entre ellos, pero por diversas circunstancias nunca por donde ahora exploraba,
en busca de la vía más corta hacia el dominio de aquel desolado páramo helado.
Su instinto la acompañaba, ese sexto sentido que había aprendido a desarrollar y con el cual se aconsejaba en la mayoría de sus batidas, aún cuando no debía confiar del todo en el. A veces, seguirlo la puso en apuros, por tanto, sería precavida con sus frecuentes presentimientos. La parte malvada deseaba precipitarla por una vereda que no aceptaba y la parte humana se rebelaba, este conflicto la había acompañado desde su inicio en esta no existencia. Solo su voluntad la mantenía muchas veces a salvo, en el delgado hilo de arrastrarse por una desaforada sed de sangre y destrucción sin sentido.
Prestó atención al camino, el bosque la envolvía, ocultando las montañas por donde encontró al humano intentando atravesarlas. Los altos picos estaban cubiertos en una densa capa de nubes blancas que las coronaban, ello impedía percibir su altura, pero Maljeta había caminado sobre estos en un día despejado y conocía de sus impresionantes cimas. El hombre era un insensato pretendiendo cruzar tan destacable muro en unas condiciones tan adversas. Pero sabía de la desesperación y cómo esta empuja en direcciones equivocadas, no era quien para juzgar su atrevimiento.
Prestó atención al camino, el bosque la envolvía, ocultando las montañas por donde encontró al humano intentando atravesarlas. Los altos picos estaban cubiertos en una densa capa de nubes blancas que las coronaban, ello impedía percibir su altura, pero Maljeta había caminado sobre estos en un día despejado y conocía de sus impresionantes cimas. El hombre era un insensato pretendiendo cruzar tan destacable muro en unas condiciones tan adversas. Pero sabía de la desesperación y cómo esta empuja en direcciones equivocadas, no era quien para juzgar su atrevimiento.
Había llegado a la vía principal de comunicación,
la senda que la llevaría directa hasta su objetivo. Ahora debía tener cuidado,
la afluencia de caminantes era continua y debía ser precavida, no abandonaría
la visión del camino pero no se dejaría ver. Una mujer vestida con armadura y
sobre todo, tan llena de detalles como era la suya, llamarían la atención en cualquier
lugar y momento. Esta era negra como la noche, de una confección exquisita, un
maestro armero a quien hubo salvado hacía incontables lunas, se la hizo como
regalo. Fue un buen hombre, de las muy contadas ocasiones en las que sentía el
paso del tiempo y la pérdida de seres queridos. De regordeta constitución y
fuertes manos, traslado todo su cariño en la realización de las piezas a
medida, no recordaba haber visto trabajar el metal con tanta firmeza y
habilidad. De él también eran las espadas, Sonrisas y Lágrimas, fueron los
nombres con los cuales las bautizo, muy apropiados para esas dos obras de arte.
Puso sus dedos en las empuñadoras de sus espadas,
deseaba sentir los pomos de dragón y con ella guardar un mejor recuerdo de
aquel querido hombre, fue el padre que nunca tuvo y lo más que se acercaba a un
cariño paternal auténtico. Sonrisas era una espada curva de increíble filo,
podía jurar cuando la manejaba, el propio viento era cortado por ella. Lágrimas
era más contundente, recta y larga en su medida justa, poderosa en sus golpes e
implacable en sus manos.
En cuanto al mandoble que llevaba, Atizador, fue
el trofeo que consiguió en una dura lucha, de la cual tenía amargos recuerdos.
Siempre que la blandía, una parte de resentimiento afloraba en ella, sus
pensamientos embargados por un deseo imposible en evitar un destino que ya
estaba marcado.
Otra vez sufría de melancolía. Ello la distraía,
no podía permitirse esa clase de pensamientos, la hacían débil e incapaz de
responder con la contundencia adecuada a la multitud de indeseables con quienes
se cruzaba. Prestó de nuevo atención a su marcha, esta continuaba a un ritmo
envidiable, podía escuchar el ruido de una ciudad, sus sentidos la alertaban de
una gran presencia de individuos e incluso le llegaba el hedor de aquella
comunidad.
“Podrían limpiarse, de vez en cuando” pensó la
mujer pelirroja, si algo detestaba era la suciedad y en muchas ocasiones debía
enfrentarse a sus enemigos, entre la mugre y la pestilencia. Ella no tenía
ningún olor corporal, solo emanaba un frío cadavérico a quien la llegase a
rozar, ya no recordaba cual era su aroma propio cuando aún estaba viva, todo cuanto pertenecía a esa época se le confundía,
habían pasado muchos siglos desde entonces y eran recuerdos dolorosos.
Sus fosas nasales fueron agredidas instantes
antes de tener una visión clara de la ciudad, ni siquiera las bajas
temperaturas, lograban deshacer el influjo negativo de unas alcantarillas mal
ventiladas y peor limpiadas. Puntafría se alzo desafiante, era más grande de
cuanto esperaba, mucho mayor de cuanto creyó se asentaría en aquel lugar tan
alejado. Sus altos muros indicaban que en su interior se encontraban a recaudo
quienes decretaban los designios de esas tierras colindantes. Era hora de
encontrarlos y darles una lección, miró al cielo y sonrió satisfecha, fue una
sonrisa que habría helado, más que la ventisca azotando esa zona, a quien
hubiese podido contemplarla, los largos colmillos afloraron de su boca hasta
entonces cerrada, en un gesto incontrolado de su irreprimible humanidad. Ella
era diferente a otros habitantes de la noche y deseaba seguir siéndolo.
Solo había transcurrido media hora desde su
salida de la cueva en las montañas, su velocidad la sirvió bien una vez más.
Quedaban muchas horas de oscuridad hasta que el sol despuntase, sería una luz
muy débil, pero suficiente para causarle daño e incluso si se descuidaba, una
muerte atroz. Aunque se le suponía inmortal, algunas cosas le dañaban, como
armas bendecidas, el sol y otros peligros que en aquel momento no quería recordar.
Los había aprendido con duras experiencias y era una buena alumna.
Debía sortear las murallas defensivas, no sería
problema para una excelente trepadora con su fortaleza. Estudio todos los puntos
por donde podría entrar, eligiendo uno donde la guardia no parecía cubrirlo y
evidenciaba un punto ciego. Se acercó con cautela, empezando a ascender con
rapidez y sigilo, pronto corono la altura, observando si alguien podía haberla
visto, pero no hubo alarma ni gritos de sospecha y con vía libre salto sobre un
tejado que aún estando alejado, no supuso dificultad alguna.
Decidió lo mejor sería alcanzar el punto más
alto, desde allí podría ver la dirección idónea hacía donde dirigirse. Sería
rápida en sus exigencias y más rápida en su salida de aquel sitio, no quería
problemas secundarios. Vio un alto torreón, quien pertenecería a una de las órdenes
religiosas que imperaban en los distintos lugares de Tamtasia, sabía de aquellas
por la continua persecución de alguna de estas a personas como ella. Era
irónico ahora utilizase sus instalaciones para su propio beneficio.
Escaló hasta arriba, en el amparo de la fría
noche, para colocarse cual gárgola y contemplar la escala real de aquel
emplazamiento humano. Destacaba en el horizonte, tras un mar inmenso de tejados
y torres de variadas formas, un edificio de corte militar, una fortaleza de
grandes dimensiones que parecía conformar otra ciudad interior y alrededor de
la cual había crecido el resto de la urbe.
Descomunal en sus proporciones, estaba fuera de
lugar en aquel sitio. A Maljeta no se le escapaban las implicaciones que ello
pudiera acarrear, como si su doble intención fuese controlar y contener algo en
su interior. Sentía un peso en su estomago al observarla, una variopinta
sensación de peligro y advertencia. Bajó la visera de su casco de cabeza de mujer,
su fiel representación metálica, en la esperanza vana de protegerse de aquella
intuición. Eso no la calmó, seguía sintiéndolo.
Estaba indecisa, el instinto de conservación le aconsejaba
dejar todo e irse, sin mirar hacia atrás, lo más lejos posible. Su parte oscura
clamaba por ir allí y descubrir la causa de ese desasosiego. Ambas partes en
conflicto, como siempre, la aturdían e incomodaban. La parte inconsciente, la
brutal sed de vampiro, le pedía dar rienda suelta a su vigor y arrasar con
todo. Su humanidad pedía por su supervivencia, aconsejándola alejarse de los
peligros, acobardada ante las incertidumbres.
-A veces, es necesario arriesgarse -clamó en voz
baja, queriendo callar su parte más vulnerable y preciosa. Tenía la seguridad
de que debía intervenir, no podía echarse atrás, llegando hasta Torsocorto y
decirle dejase morir a su hija por su cobardía. Ella deseaba también vivir,
aunque sus pulmones no respiraban y su corazón yacía inmóvil en su pecho
congelado. La parte humana era demasiado protectora, eso también la ponía en
peligro, no era una cobarde, jamás lo sería. Tomó su decisión y queriendo recoger
sus fuerzas para cuanto viniese a acontecer, cerró sus ojos.
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