Abrió los ojos, la ventisca hacía imposible mantener estos abiertos. Los copos helados golpeaban su cara con fuerza, impidiéndole alzar su rostro como quisiera para comprobar si seguía el camino correcto. A su montura le costaba trabajo caminar sobre la voluminosa capa de nieve y se incrementaba a cada paso de esta, haciendo imposible avanzar de una forma coherente en una dirección apropiada.
"Maldita nieve y maldita mi suerte" pensó Torsocorto, había salido de su pueblo en una mañana magnífica que se convirtió en una pesadilla al caer la tarde. Blancas nubes ocuparon la cúpula celeste y la temperatura bajó lo suficiente como para helarle las ideas, luego aquel viento racheado e inclemente era la guinda del pastel de su infortunio.
Su hija estaba enferma, la misma enfermedad que se hubo llevado a su mujer. La miseria era el caldo de cultivo idóneo y las cosechas fueron muy mal aquel año, apenas si les llegó para la mitad de este y eso administrando su sustento con una ración insuficiente, causa de que la pequeña Pecacorta yaciese débil y enfebrecida por la alta fiebre. La había dejado al cuidado de la familia vecina, con la promesa de darles una tercera parte del grano que consiguiese con las escasas pertenencias aún en su poder.
El medallón de mezcla pobre, una aleación con la mitad de oro y el resto de cobre, era su mayor posibilidad de conseguir comida. Luego llevaba una variopinta cantidad de artículos, todos ellos de desigual manufactura con los cuales esperaba conseguir lo suficiente para mantenerse hasta la próxima cosecha. Si la situación fuese apurada, incluso se vería en la obligación de desprenderse de su fiel caballo, el cual era su única garantía para poder labrar las tierras y lograr sobrevivir un poco más.
"Maldita tierra y maldito mundo" pensó con amargura, la pérdida de su querida esposa lo volvió hosco y triste, arrancándole toda la ilusión de continuar con su vida. Solo la mera existencia de su hija lo mantenía aún, en un débil hilo, en la realidad de la cordura. Un hilo que se desvanecería si esta llegaba a morir, no podía permitir aquello ocurriera, era su única esperanza.
Por eso continuaba, en contra de la propia naturaleza, desafiando a las inclemencias que ante él se disponían a evitar sus deseos. En su interior ardía la esperanza de poder lograr un futuro y ello le daba fuerzas, aunque su cuerpo seco por la hambruna estaba al límite de la resistencia física. Algo le permitía continuar, algo inescrutable, un fuego interior que le calentaba en aquella despiadada caminata.
Siguió durante largas horas, pero cada vez más, el agotamiento y el poder de la ventisca minaban su decisión de continuar. Un hombre puede quemar todas sus ilusiones como el combustible para seguir adelante, pero no son eternas sus energías y fue vencido por una implacable resistencia a que tuviera éxito en su propósito.
Cayó al suelo, donde la blanda nieve evitó que se fracturara algún hueso, pero no tenia ánimos para levantarse, desesperado se arrastró por esta mientras su caballo lo miraba debatirse en su triste final. Iba a morir y con él, su hija. Allí quedaría como mudo testigo de lo implacable de la vida, a merced de las bestias hambrientas, quienes le devorarían las escasas entrañas que aún pudieran servirles de entretenimiento.
Cuando ya se adormecía por el frio y el cansancio, escucho pisadas. Pero no tenía fuerzas para levantar su agotada cabeza, "ya vienen a darse el festín conmigo" pensó, desvaneciéndose a cuanto a su alrededor acontecía.
Cierto era, unas pisadas se acercaban hasta él, no eran de una bestia, o por lo menos esa consideración no se tenía quien acudió en auxilio del desventurado hombre. Una muchacha de muy blanca piel e intensos ojos azules, se movía sobre la nieve con soltura, casi ignorándola y en su rostro se reflejó la sorpresa de haber encontrado alguien en su camino. El caballo se asustó, pero la joven pudo calmarlo al coger sus riendas e intentar demostrarle con palabras extrañas que no suponía un peligro para ellos.
Cogió al hombre caído con soltura y sin esfuerzo lo depositó a los lomos de su caballo guiándoles por caminos olvidados en la noche oscura y terrible, los llevó hasta una bien acondicionada cueva, donde un fuego ardía para demostrar que en aquel lugar eran bienvenidos.
Depositó al agotado pueblerino en una confortable manta y le untó con ungüentos para hacerle entrar en calor, satisfecha con su trabajo cerró la entrada de la cueva con una descomunal piedra y espero a que despertase su invitado. Tenían muchas cosas de que hablar y ella siempre había sido curiosa. Se quedo sentada a su lado, mirándolo con atención mientras el caballo se dedicaba a comer el forraje que la extraña chica le hubo llevado como señal de amistad.
Torsocorto despertó, esperaba ver el cielo blanco y recibir el contacto helado de la nieve, pero en vez de eso se sintió caliente, arropado como estaba por varias mantas y admirando un techo de piedra que le sorprendió en primera instancia.
-¿Donde... donde estoy? -su garganta sonaba débil, incapaz de hablar más se limito a observar a su alrededor. Había un buen fuego que agradecía con una irremediable emoción, no había visto una fogata así de intensa desde hacía mucho tiempo. Les prohibían talar madera y tan solo podían conseguir calentarse con arbustos y ramitas que escamoteaban en sus breves incursiones por los extensos bosques. Al pie de esta, una chica joven se atareaba con un puchero humeante, olía a carne y el inconfundible olor de hierbas aromáticas con la cual se adornaba su presentación.
La chica tenía una espesa mata de pelo rojo, salvaje e indisciplinado, que le caía por su espalda como si fuera una capa. Parecía de constitución frágil, pero se movía con delicadeza y habilidad entre los cazos y utensilios de cocina que utilizaba. Lo miró con una expresión alegre, era hermosa con unos implacables y penetrantes ojos azules, hipnóticos, que obligaban a mirarla y prestar atención a cuanto ella dijera.
-Me alegro estés bien. Te recogí en muy mal estado y tuve que emplearme con absoluta dedicación a devolverte al mundo -la voz de la muchacha era dulce y ensoñadora. Parecía de alguien con una exquisita educación y seguridad en si misma. Cogió un tazón donde vertió una espesa sopa que llevó al lado del incapacitado hombre.- Toma, es caldo de carne. Te fortalecerá y mañana ya te encontraras en condiciones de continuar tu camino.
-No puedo pagártelo. No tengo dinero -respondió el hombre indeciso. El caldo de carne era un producto caro y él hacía muchos años que no podía permitírselo.
-Acaso te he pedido algo. Comr, es un regalo y los regalos no necesitan ser pagados -dijo la muchacha con un rostro aún más complaciente.
Se tragó todo el caldo en un momento, el calor de aquella comida le devolvía las ganas de vivir, ya podía sentir los efectos de aquel fuerte alimento en su organismo y este respondía satisfecho. Agradeció con un leve movimiento de su cabeza tan satisfactoria pitanza.
-Ahora descansa. Te prepararé un poco de carne para luego y cuando estés más recuperado, hablaremos porque un hombre se aventura a salir con tal mal tiempo, arriesgando su vida de una forma tan temeraria.
El calló, ahora no se sentía con fuerzas suficientes para dar explicaciones, pero se veía obligado a contar sus desdichas a aquella chica, aunque no pudiera hacer nada para solventarlas, era un consuelo que alguien escuchase estas.
Pasaron más horas, donde la joven mujer atendió con buen hacer al infortunado. Le dio de comer y le aseguró le daría un par de conejos e incluso un ciervo entero para que se lo llevase, ella no los necesitaba, estaba saciada. Estaba encantado con la generosidad de la extraña, tenía más corazón que mucho de sus vecinos y aunque no la conocía de nada, no podía dejar de sentir por ella una señal de alerta. Algo en su interior desconfiaba de tanta amabilidad, estaba seguro le pediría un precio por sus atenciones.
La pelirroja se acercó a donde el se encontraba, ya sentado, comiendo con avidez el suculento plato de carne bien asada que esta le hubo preparado. La ventisca seguía golpeando afuera con fuerza, ya seria mediodia, pero con la roca tapando la salida al exterior, solo el ululante viento se infiltraba a través de los resquicios de la entrada.
Se sentó a su lado, mirándolo con atención, aquellos ojos se clavaron con entusiasmo en su rostro macilento y supo Torsocorto llegada la hora de dar explicaciones. El fuego le calentaba y propiciaba una charla amistosa.
-Me preguntasteis la razón de mi partida con un tiempo tan malo. No hay otra razón que el hambre, mi hija se muere, culpa de la desnutrición y el frio. Las cosechas fueron malas y los impuestos excesivos, nos mantuvimos durante medio año con sobras mezquinas, aquello dio lugar a que mi mujer muriese... -aquí detuvo su relato, dolido por el recuerdo que ahora afloraba- ...y mi hija continua su camino. Soy un hombre desesperado que intenta salvar lo único que tiene y ve cómo se le escapan todas las razones para continuar viviendo. Por ello me aventuré, por conseguir unas migajas, las cuales permitirían pudiésemos seguir sufriendo un poco más, con la esperanza de un mañana mejor-
-Ya entiendo. La ley que estipula no se cobraran impuestos en malas cosechas ha sido ignorada. ¿No es así? -concluyó la muchacha asintiendo con gesto de preocupación.
-Este año y otros muchos, nos han cobrado más que lo convenido. Pero no podemos luchar contra algo así, soy un campesino no un hombre de armas, no tendría ninguna posibilidad si me alzase en rebeldía. Lo perdería todo y aunque casi no tengo nada, estimo mi vida como cualquier otra persona.
-¿Quién os gobierna en esta región? Soy extranjera y vengo de lejos. Desconozco estas tierras al norte del Mojamucho, aunque creó la ley imperial llegará hasta estos lugares.
-El rio Mojamucho está bastante lejos de aquí. Estas son tierras del Imperio, como muy bien decís, pero Gran Capital queda a mucha distancia, demasiadas leguas y los señores feudales imponen su ley sin prestar atención a ninguna otra consideración. Más al norte se encuentran las tierras bárbaras y siempre están temerosos con invasiones de estos pueblos, aunque yo nunca he visto ninguna. Los barbaros se dedican a su mundo y no sienten ningún interés por nosotros, o al menos eso creo.
-Tierras duras las de los barbaros. Muy duras -la joven parecía saber de que estaba hablando, dirigiendo la mirada al fuego como si intentase recordar hechos pasados en su memoria.- Y tenéis razón, los barbaros se ocupan de si mismos y nunca han tenido ganas de presentarse en estos lugares, los consideran débiles y sin ningún aliciente. Creo que vuestros señores abusan de su posición y os matan de hambre y frio, mientras ellos viven regalados y sin preocupaciones algunas. Son unos malos líderes y deben recibir su castigo, ahora me contareis quienes son y donde están,
Torsocorto la miró indeciso, esa joven debía estar trastornada si pretendía entrometerse en los asuntos de los nobles. Pero lo había tratado bien y se veía obligado a corresponderle, en sus alforjas llevaba un mapa de la región, uno de los artículos que deseaba vender, hecho de dura piel y donde se expresaba a la manera de Tamtasia, los lugares donde supuestamente se encontraban sus objetivos.
Todos los mapas de este mundo son inconexos, por alguna extraña razón es imposible seguirlos al pie de la letra, solo mediante intuición y pisando el terreno puede uno hacerse idea de donde se encuentra y a donde se dirige, por ello los mapas no están bien considerados y se pagan mal.
La joven se levantó, guardándose el mapa en su cinturón y se dirigió a un bulto tapado por mantas que deslizo con cuidado. Allí se encontraban una armadura completa y armas de diverso índole, ballestas, arcos, lanzas y mazas, espadas de una y dos manos, más otros utensilios diversos que no pudo identificar.
-Me ayudáis a ponérmela -dijo la pelirroja, aunque no necesitaba de su ayuda le parecía así aquel hombre compartiría su visión de la justicia. Era hora de poner en prueba de nuevo sus habilidades.
-No pensareis enfrentaros a ellos. Sois muy joven y sin experiencia, sois una mujer y ellos son cientos, tal vez miles de hombres armados, No tendrán piedad y por muy loca que estéis os darán muerte... o algo peor -Torsocorto se negaba a animarla con aquella locura, le caía bien la chica, pero no estaba dispuesto a dejar que la mataran.
-Sois un buen hombre y valoro eso más que el oro y otras riquezas. No estoy dispuesta a permitir que os hagan daño a vos ni a vuestra hija, ni siquiera al resto de vuestro pueblo o pueblos circundantes, ni a la región misma. Y no soy tan joven como aparento, ni tan inexperta como podáis creer. Ahora, os lo ruego, ayudadme con esta pesada coraza.
Habló con tal determinación que el labriego se vio inclinado a satisfacerla, ella le ofreció la coraza con una sola mano para que la sostuviera, al cogerla el excesivo peso y la confianza del hombre casi le hicieron caer, obligándose a sostenerla con todas sus fuerzas, entre sus dos manos, pesaba mucho, más de lo que estimaba al ver como la cogía la chica, para ella parecía fuese una pluma y esto le hizo dudar ante quien se encontraba.
-Y que sea una mujer, no supone ninguna diferencia -concluyó mirándolo con gesto amigable.
No sabía poner armaduras, por lo cual tuvo que atender a las explicaciones de la chica sobre como era su correcta disposición. Parecía saberlo todo sobre la lucha y cuando estuvo preparada, bajo aquella estructura de duro metal, se seguía moviendo como si todo ese conjunto fuesen sedas o estuviese desnuda. No le hubo supuesto traba alguna, cogió un gran mandoble al cual miró con confianza y lo depositó en la funda que dispuso a su espalda, luego dos espadas, una curva de extremado filo y otra recta de temible apariencia, cuyas empuñadoras estaban adornadas con unas exquisitas cabezas de dragón.
-Ya estoy dispuesta. Ahora solo queda que el sol caiga y podré empezar mi misión -expuso con total tranquilidad ante el nerviosismo del hombre.
-!El sol! ¿Por qué debéis de esperar? Podríais salir ahora mismo -inquirió con preocupación.
-Desgraciadamente, el sol y yo no nos llevamos demasiado bien. Pero ello no es causa para que me tengáis miedo ahora, os he dado sobradas razones para confiar en mi.
-No... no caigo. ¿A que os referís?
La muchacha se quito el guantelete y puso su mano sobre la del hombre. Era una mano helada, gélida como nunca había experimentado. Aquel varón aún no comprendía en presencia de que se encontraba.
-No se puede matar a lo que ya está muerto -explicó la pelirroja con sus ojos cubiertos por una sombra de tristeza, apartó la mano y volvió a cubrirla. Se dirigió hacia la roca y esperó a que la luz tenue del día desapareciese, apartó la pesada piedra con una mano sin esfuerzo y antes de desaparecer tras ella dijo:- Tenéis suficiente comida y leña para varias noches. Aún sigue haciendo demasiado mal tiempo para que salgáis del refugio, no sois mi prisionero, solo mi invitado. A partir de estas lunas muchas cosas cambiaran en esta zona, os lo prometo. Maljeta de Tantotongo os los jura -y cerró la piedra dejándolo dentro sin posibilidad de huir.
Torsocorto se sentó al fuego para llorar desconsolado por su suerte. "Maldita existencia y malditos vampiros" pensó desesperado y sin más que cavilar se dio descanso, tumbándose para esperar un futuro incierto.
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