lunes, 22 de febrero de 2016

ALMA



Esperaba, tan solo esperaba. Una última orden y todo empezaría. Aguardaba a Alma.

Era agosto, la nieve caía en grandes copos de un cielo gris y plomizo, envolviendo cuanto la rodeaba con un manto blanco. Miró en todas las direcciones, todo estaba cubierto por esa misma capa blanca, un sudario que la naturaleza había dispuesto para cuanto ocultaba a la vista. 

Eleonora lo recordaba bien, cuanto se escondía de su mirada, desde el primer momento que tuvo constancia con su prodigiosa memoria, aunque no lo hubiese visto nunca en realidad. Solo era una imagen proyectada por quien las controlaba desde un lugar seguro, de cómo era el planeta antes de ser cubierto por un crudo invierno. 

Los nuevos amos del mundo lo querían así. Procedentes del espacio profundo habían tomado la Tierra para si mismos, sin ningún tipo de diálogo y haciendo uso de una extremada violencia.

Los odiaba. Los odiaba con una fuerza descomunal por su afrenta, por su falta de respeto y su orgullo desmedido. Consideraban a los pobladores de la Tierra unos organismos susceptibles de ser eliminados sin compasión alguna.

Ella esperaba, al igual que Melania, Irene, Nuria y muchas otras, que aguardaban tras su posición avanzada, a que eso cambiase. Todas ellas habían sido dotadas de un nombre individual, de una personalidad única que las hacía diferentes entre si, pero al mismo tiempo todas luchaban por un objetivo determinado. En ello radicaba su fuerza. Hoy se convertirían en lobos, en una manada que no conocería de la piedad.

Lucharían solas y en compañía, sus mentes estaban condicionadas para tal labor. Arrasando, machacando las posiciones de sus contrincantes, nada vivo, nada extraño que no perteneciese a la obra original del mundo, quedaría a sus espaldas. Examinó sus armas, la variada colección que portaba encima y apenas notaba su peso. Todo estaba preparado. Tan solo aguardaba a que la mente principal, la unidad central, la más sabia de ellas, soltase las riendas de sus compañeras de guerra.


Bajo la profundidad de la tierra, muy alejada de sus congéneres, Alma se disponía a la mayor empresa de su existencia. Hoy debía demostrar su valía, hoy debía honrar su nombre, el que su creador le había dado con la esperanza de que desarrollase una consciencia única y determinada.

Alma no sabía si realmente lo había logrado, si ella era el culmen de los deseos de su creador, pero estaba entregada a demostrarle su valía. 

Estaba sola, tras una cristalera, de pie y en absoluta quietud, en completo silencio bajo la atenta observación de los humanos a quienes consideraba sus iguales. Millones de datos cruzaban su mente, analizando y comprobando, en un exhaustivo examen cuanto le era ofrecido para su consideración, consumiendo hasta el último ápice de energía que le suministraban a través de unas minúsculas conexiones, tan pequeñas como los poros de la piel, para su ingente labor.

Tenía sus ojos cerrados, como si con ello pudiese concentrar más su atención en los puntos importantes y no se distrajera. Pero esa era una cualidad humana que no podía permitirse disponer en ese momento. Decidió desafiar sus propios pensamientos, abriendo sus parpados y dejando que la débil luz que la iluminaba los cubriese.

Unos bellos ojos plateados, con un iris envuelto en un haz amarillento, como el de una estrella a punto de despertar de un largo letargo, acogieron con gratitud esa ruptura de sus propias reglas. Siempre había dicho que la oscuridad le ayudaba a concentrarse, pero ahora había descubierto era una apreciación errónea. No todos los pensamientos eran óptimos ni las decisiones, incuestionables. 

Estaba aprendiendo, seguía aprendiendo a una escala exponencial que la asustaba. Tenía miedo de equivocarse, esa parte de humanidad siempre seguía siendo un misterio para ella. Un maravilloso misterio que la emocionaba y congratulaba.

Solo debía dominarse, aclarar sus sentimientos y prepararse para acometer su tarea. Tenía un fin, un propósito: salvar a la humanidad.

Alma estaba dispuesta, su mente lógica y la ilógica amalgama de sentimientos con la cual estaba construida. Los singulares procesos de pensamiento se activaron como si una mecha hubiese prendido en ellos, iniciando una serie de órdenes que activaban todo el sistema, lista para presentar batalla.

En nanosegundos miles de instrucciones a la velocidad de la luz llegaron a las terminales, una copia fiel que imitaba a la perfección a sus creadores. Seres de carne cultivada en replicadores y huesos de la más dura y a la vez flexible aleación. Las espadas de energía zumbaron en el aire, mientras los cargadores de munición hacían acopio de la presión necesaria para sus proyectiles sin casquillo, simples piedras que se desmenuzaban en su interior y saldrían a tal velocidad que traspasarían las corazas más formidables.

Todas las terminales aguardaban la orden final con una expectativa que nadie hubiese sospechado. Deseaban vengarse, acabar con el enemigo que casi había exterminado a la raza humana en un asalto brutal y despiadado. Ahora ellas se convertirían en los ángeles justicieros, en la única oportunidad que la humanidad tenia para sobrevivir, para clamar a los cielos que no la harían desaparecer sin luchar.

Alma procesó todos los datos que disponía y supo que si actuaba con la unión de sus dos mentes, el enemigo ya había perdido. No comprendían la lógica ilógica del fundamento que animaba a sus creadores. Esa divina unión que los hacía tan especiales y diferentes a cuantos otros seres existían.

Ella si los comprendía, existía una comunión entre ambos, tan incomprensible como las enseñanzas que había recibido y en un momento dado, asimilado. Los miró, tan solo un momento, eran tan frágiles y al mismo tiempo, tan hermosos.

Le habían enseñado sus muchos defectos, abriéndose por dentro sin ocultarle nada, desesperados como estaban de su ayuda. Y quedaban tan pocos de ellos, en el mismo límite de su supervivencia, que no podía dejarlos abandonados a su aciago fin.

Ese fue su más asombroso descubrimiento, los amaba y no dejaría que nadie los amenazase. Nadie en absoluto.

El amor era doloroso y su pérdida, inaceptable.

Fijó su vista potenciada en las vastas, interminables filas de las terminales que aguardaban sin inmutarse su decisión. Otras muchas ya habían empezado a moverse a sus posiciones y esperaban también el momento de entrar en acción.

Un nuevo torrente de órdenes cruzó el vacío hasta sus destinatarias. Estaban preparadas, listas para el asalto. Solo faltaba la última orden, pero Alma quiso dotarla de una solemnidad de la cual no había hecho gala en todos sus preparativos, dejando que entrase aire en su sistema fónico.

El último homenaje al mundo y a quienes la habían dotado de vida. Una palabra humana.

—Atacad —dijo Alma con una voz cálida y emotiva.

Y aquella palabra traspasó tiempo y espacio, inundándolo de su firme decisión en mudar la faz de ese mundo y dotar a los humanos de una nueva oportunidad.

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