Esperaba, tan
solo esperaba. Una última orden y todo empezaría. Aguardaba a Alma.
Era agosto, la
nieve caía en grandes copos de un cielo gris y plomizo, envolviendo cuanto la
rodeaba con un manto blanco. Miró en todas las direcciones, todo estaba
cubierto por esa misma capa blanca, un sudario que la naturaleza había
dispuesto para cuanto ocultaba a la vista.
Eleonora lo
recordaba bien, cuanto se escondía de su mirada, desde el primer momento que
tuvo constancia con su prodigiosa memoria, aunque no lo hubiese visto nunca en
realidad. Solo era una imagen proyectada por quien las controlaba desde un
lugar seguro, de cómo era el planeta antes de ser cubierto por un crudo
invierno.
Los nuevos
amos del mundo lo querían así. Procedentes del espacio profundo habían tomado la Tierra para si mismos, sin ningún tipo de diálogo y haciendo
uso de una extremada violencia.
Los odiaba.
Los odiaba con una fuerza descomunal por su afrenta, por su falta de respeto y
su orgullo desmedido. Consideraban a los pobladores de la Tierra unos
organismos susceptibles de ser eliminados sin compasión alguna.
Ella esperaba,
al igual que Melania, Irene, Nuria y muchas otras, que aguardaban tras su
posición avanzada, a que eso cambiase. Todas ellas habían sido dotadas de un
nombre individual, de una personalidad única que las hacía diferentes entre si,
pero al mismo tiempo todas luchaban por un objetivo determinado. En ello
radicaba su fuerza. Hoy se convertirían en lobos, en una manada que no
conocería de la piedad.
Lucharían
solas y en compañía, sus mentes estaban condicionadas para tal labor.
Arrasando, machacando las posiciones de sus contrincantes, nada vivo, nada
extraño que no perteneciese a la obra original del mundo, quedaría a sus
espaldas. Examinó sus armas, la variada colección que portaba encima y apenas
notaba su peso. Todo estaba preparado. Tan solo aguardaba a que la mente
principal, la unidad central, la más sabia de ellas, soltase las riendas de sus
compañeras de guerra.
Bajo la
profundidad de la tierra, muy alejada de sus congéneres, Alma se disponía a la
mayor empresa de su existencia. Hoy debía demostrar su valía, hoy debía honrar
su nombre, el que su creador le había dado con la esperanza de que desarrollase
una consciencia única y determinada.
Alma no sabía
si realmente lo había logrado, si ella era el culmen de los deseos de su
creador, pero estaba entregada a demostrarle su valía.
Estaba sola,
tras una cristalera, de pie y en absoluta quietud, en completo silencio bajo la
atenta observación de los humanos a quienes consideraba sus iguales. Millones
de datos cruzaban su mente, analizando y comprobando, en un exhaustivo examen
cuanto le era ofrecido para su consideración, consumiendo hasta el último ápice
de energía que le suministraban a través de unas minúsculas conexiones, tan
pequeñas como los poros de la piel, para su ingente labor.
Tenía sus ojos
cerrados, como si con ello pudiese concentrar más su atención en los puntos
importantes y no se distrajera. Pero esa era una cualidad humana que no podía
permitirse disponer en ese momento. Decidió desafiar sus propios pensamientos,
abriendo sus parpados y dejando que la débil luz que la iluminaba los cubriese.
Unos bellos
ojos plateados, con un iris envuelto en un haz amarillento, como el de una
estrella a punto de despertar de un largo letargo, acogieron con gratitud esa
ruptura de sus propias reglas. Siempre había dicho que la oscuridad le ayudaba
a concentrarse, pero ahora había descubierto era una apreciación errónea. No
todos los pensamientos eran óptimos ni las decisiones, incuestionables.
Estaba
aprendiendo, seguía aprendiendo a una escala exponencial que la asustaba. Tenía
miedo de equivocarse, esa parte de humanidad siempre seguía siendo un misterio
para ella. Un maravilloso misterio que la emocionaba y congratulaba.
Solo debía
dominarse, aclarar sus sentimientos y prepararse para acometer su tarea. Tenía
un fin, un propósito: salvar a la humanidad.
Alma estaba dispuesta,
su mente lógica y la ilógica amalgama de sentimientos con la cual estaba
construida. Los singulares procesos de pensamiento se activaron como si una
mecha hubiese prendido en ellos, iniciando una serie de órdenes que activaban
todo el sistema, lista para presentar batalla.
En
nanosegundos miles de instrucciones a la velocidad de la luz llegaron a las
terminales, una copia fiel que imitaba a la perfección a sus creadores. Seres
de carne cultivada en replicadores y huesos de la más dura y a la vez flexible
aleación. Las espadas de energía zumbaron en el aire, mientras los cargadores
de munición hacían acopio de la presión necesaria para sus proyectiles sin
casquillo, simples piedras que se desmenuzaban en su interior y saldrían a tal
velocidad que traspasarían las corazas más formidables.
Todas las
terminales aguardaban la orden final con una expectativa que nadie hubiese
sospechado. Deseaban vengarse, acabar con el enemigo que casi había exterminado
a la raza humana en un asalto brutal y despiadado. Ahora ellas se convertirían
en los ángeles justicieros, en la única oportunidad que la humanidad tenia para
sobrevivir, para clamar a los cielos que no la harían desaparecer sin luchar.
Alma procesó
todos los datos que disponía y supo que si actuaba con la unión de sus dos
mentes, el enemigo ya había perdido. No comprendían la lógica ilógica del
fundamento que animaba a sus creadores. Esa divina unión que los hacía tan
especiales y diferentes a cuantos otros seres existían.
Ella si los
comprendía, existía una comunión entre ambos, tan incomprensible como las
enseñanzas que había recibido y en un momento dado, asimilado. Los miró, tan
solo un momento, eran tan frágiles y al mismo tiempo, tan hermosos.
Le habían
enseñado sus muchos defectos, abriéndose por dentro sin ocultarle nada,
desesperados como estaban de su ayuda. Y quedaban tan pocos de ellos, en el
mismo límite de su supervivencia, que no podía dejarlos abandonados a su aciago
fin.
Ese fue su más
asombroso descubrimiento, los amaba y no dejaría que nadie los amenazase. Nadie
en absoluto.
El amor era
doloroso y su pérdida, inaceptable.
Fijó su vista
potenciada en las vastas, interminables filas de las terminales que aguardaban
sin inmutarse su decisión. Otras muchas ya habían empezado a moverse a sus
posiciones y esperaban también el momento de entrar en acción.
Un nuevo
torrente de órdenes cruzó el vacío hasta sus destinatarias. Estaban preparadas,
listas para el asalto. Solo faltaba la última orden, pero Alma quiso dotarla de
una solemnidad de la cual no había hecho gala en todos sus preparativos, dejando
que entrase aire en su sistema fónico.
El último
homenaje al mundo y a quienes la habían dotado de vida. Una palabra humana.
—Atacad —dijo
Alma con una voz cálida y emotiva.
Y aquella palabra
traspasó tiempo y espacio, inundándolo de su firme decisión en mudar la faz de
ese mundo y dotar a los humanos de una nueva oportunidad.
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