martes, 5 de mayo de 2015

EL BARQUERO Y HURTADILLAS



No recordaba cómo había llegado hasta allí, aunque no le importaba. Era una sensación ajena que algo no le importase, incomodaba a su interior, negándole la supuesta paz que debería disfrutar en ese tranquilo viaje.

Iba en una gran embarcación, cruzando una mansa agua negra, de pesada consistencia cual si fuera brea. Dejó caer su mano a la líquida superficie, no estaba fría ni caliente, solo notaba su roce, abriéndose al choque del impedimento que constituía su carne y fluyendo, dejando que la hundiese en esa tenebrosa masa, sin impedirle continuar.

Sabía no estaba sola, a pesar de que en aquel sitio, nadie parecía acompañarla. Una forma oscura se podía apreciar en la parte final de la enorme barca, parecía manejar un timón sin inquietarse por cuanto le rodeaba.

Estaba aburrida y necesitaba hablar con alguien, levantó de la tarima donde se encontraba, dispuesta a entablar conversación. Un paso tras otro, lento pero decidido, acercó hasta quien suponía el barquero de la extraña embarcación.

La forma oscura transformó en un individuo con una túnica negra, que se cubría la cabeza con una capucha de igual color. Se fijó en las manos de aquel extraño personaje, eran esqueléticas, constituidas por las falanges desnudas de los huesos, por los carpianos y metacarpianos, que por razón desconocida seguían manteniéndose juntos sin la unión de carne ni músculos algunos.

Aquello siguió sin importarle.

—¡Hola, que tal! —habló con una sonrisa de oreja a oreja. Quería agradar, mostrarse cordial con ese único acompañante.

El barquero movió su cuerpo. La faz oculta por la capucha se hizo claramente visible. Era una calavera, más no una normal. Poseía vida en sus ojos, el brillo de una inteligencia y del conocimiento de existir.

Tampoco le importó su aspecto.

—¡Hola, encantada de verte! —dijo con renovada alegría.

El ser pareció removerse inquieto. Ladeó su cabeza, demostrando una sorpresa y la incógnita de si debía ignorar a esa mujer o atender el creciente interés que manifestaba por su persona.

—¡Hola! ¿Se te ha comido la lengua un gato? —preguntó la persistente viajera. No dejaba de mirarle y estaba resultando incómoda esa situación.

—No tengo lengua. Nunca he tenido —contestó con severidad.

—¡Oh, es una lástima! —exclamó la mujer. Debía ser cierto, porque su aspecto demacrado no dejaba lugar a dudas, carecía de cualquier carne y le hubiera sorprendido, hubiese mostrado una, aunque ese hecho tampoco mereciera importarle.

—Me llamo Hurtadillas. ¿Y tú? —siguió insistiendo, acercándose hasta poner a su lado. Con ello disfrutaba de una mejor vista de su entorno, al ser la parte más elevada de la enorme barca. Un paraje triste y monótono, al que no le hubiera venido mal un poco más de color.

—Caronte. Soy el barquero. —hizo ademán de ignorarla. Con la revelación de quien era creía ya se habría satisfecho esa curiosidad y le dejaría tranquilo.

Eran igual de altos, pasajera y navegante, pudiendo verle con claridad los ojos a esa mujer. Nunca había visto nada igual, una tormenta de fuerza, un poder sosegado que podía estallar en cualquier momento. El descubrimiento de una desmedida belleza que se ocultaba en aquellas cuencas, un dominio como el suyo, imponderable y eterno.

—Encantada de conocerte. ¿Llevas mucho tiempo en este trabajo? —lo miró directamente, como si conocieran de toda la vida.

Era la pregunta más estúpida que le habían hecho jamás. Y había conocido de todo. Incluso desde intentos de flirteo hasta quien quiso mirar que escondía tras su negra túnica.

—Una eternidad —contestó secamente.

—¡Ah, qué bien! Como yo, también una eternidad, de aquí para allá. ¿Y está bien pagado?

Admiraba a esa mujer. Dos preguntas estúpidas y seguidas, era todo un acontecimiento que nunca más creía nadie superara.

—Todo el mundo paga. Incluso tú —dejó por un momento el timón. No hacía falta lo siguiera gobernando, su barca conocía el camino y no necesitaba de su ayuda, pero era un buen sitio donde apoyarse y lo aprovechaba.

La elfa se mostró cavilante. No recordaba cuando había subido, ni que le había dado para que la dejase subir—. ¿Y era mucho, lo que te he pagado? —dijo indecisa, mientras palpaba una bolsa que a su hermoso cinto iba agarrada.

—Lo estipulado. Dos monedas.

Hurtadillas quedó expectante. Dos monedas no era gran cosa, dependiendo del material que fuesen y el lugar que la acuñase—. ¿Eran ruines imperiales, o la moneda local de algún reino?  —la curiosidad de esa mujer no tenía límites.

—Dos monedas —Caronte volvió a coger el timón, ignorando a la mujer.

—Espero no te haya timado. A veces, pierdo la memoria y no recuerdo algunos detalles. Me pasa en pocas ocasiones, pero me pasa. Y temo, puedo ser un tanto picara en esos olvidos, pues comportó como un viviente cualquiera. Y según me han dicho, despliego un saber nada común, más propio de ladronzuela avezada que de quien representó en realidad. ¿Qué clase de monedas te di? —insistió de nuevo.

—Dos monedas —repitió. Y estaba dispuesto a repetir las dos palabras, hasta que los propios cielos desplomasen.

Hurtadillas lo miró con expresión turbada— ¡Bueno, si insistes! Si dices que dos monedas, serán dos monedas y no hay más que hablar.

Calló por un breve rato, en el que no hacía sino mirarlo. Una veces a la cara, otras a las manos huesudas. Caronte sabía para su desgracia, la mujer volvería a insistirle— ¿Y donde llevas la bolsa del dinero?

—¿Quieres robarme? —los ojos de Caronte se inflamaron. Su ira podía ser apocalíptica, si pretendía llevarse el dinero de cuantos había trasladado, de una orilla a otra.

—¡No! ¡Claro que no! —confesó la elfa con decisión inquebrantable— solo es simple curiosidad. Como vas tan de negro, no logró ver donde lo guardas.

—El negro me gusta. ¿Te causa algún problema mi color de ropa? —sonó su voz amenazante. Nadie nunca le había discutido la razón del color de su vestimenta.

—Por supuesto que no. El negro es elegante y refinado. Y sabes llevarlo con gusto, he de reconocerlo. Te sienta muy bien.

Eso también era nuevo. Nunca nadie lo alababa por esa cuestión, esa mujer era un pozo de sorpresas continuas.

—¿Siempre vas de verde? —decidió llevar por una vez la iniciativa. Su viajera parecía dispuesta a no abandonarlo, y si quería hablar de colores, la pregunta era evidente.

—El verde es mi color —aseguró orgullosa, dando una coqueta vuelta para que apreciase que la cubría por completo—. Aunque los demás colores no me desagradan, el verde es mi favorito.

—Te sienta muy bien —no supo porque lo dijo, aquellas palabras salieron sin que siquiera las pensase.

La elfa se detuvo, mirándolo con una expresión agradecida— gracias. Es un bonito cumplido.

Sintió el poder de los ojos de la viajera, dándose cuenta era mucho más poderosa que él. No tendría nada que hacer en un enfrentamiento directo. Pero eran unos ojos calmados, curiosos y satisfechos. Los más hermosos que nunca había visto.

—Un par de cumplidos más. Y pensaré que estas intentando conquistarme —contestó sonriendo Hurtadillas. Una sonrisa que no tenía igual. La mujer miró de nuevo hacia el horizonte, una línea que no acaba nunca de definirse— ¿Y adonde vamos?

—A la otra orilla —habló con voz mucho más cordial.

—¿Y esa orilla? ¿Está muy lejos? —se dio cuenta, no le importaba si estaba lejos o no, pero le gustaba la compañía de Caronte. En un primer vistazo, parecía huidizo y cascarrabias. No dudaba, un rato más y acabarían siendo grandes amigos.

—Depende. Unas veces más y otras, menos —no creyó fuese sensato dar cualquier otra explicación.

—Eso me gusta. El misterio de no saber, donde se encuentra el final de este viaje —Hurtadillas se recostó sobre la borda, mirando al infinito y suspirando.

—Eres un personaje singular. A mi me inquieta ese misterio que tan grato te parece —aseguró Caronte, aferrando el timón con más fuerza, aunque no lo necesitaba. Su barca navegaba firme y directa a su destino.

—Es interesante, saber que tienes sentimientos —volvió a mirarlo con sus punzantes ojos de verde resplandor.

—Es interesante, saber que no me tienes miedo —dijo el barquero cuando le devolvió su mirada. Las cuencas vacías resplandecían, de un fuego interior, de una llama que no podría consumirse. Estuvieron manteniendo las miradas durante lo que pareció toda una existencia.

—¿Debería tenerte miedo? —la mujer de verde vestidura colocó sus manos sobre su rostro de un débil gris azulado, al igual que si fuera una caprichosa niña, mientras sus codos apoyaban en la barandilla que bordeaba la barca y su largo cabello, caía salvaje por ambos lados. La baranda estaba formada por huesos, suaves y tallados con delicadeza. A otros hubiera sobrecogido, a ella no le importó.

—Nunca —fue toda su contestación. Y la elfa sonrió satisfecha, no creyendo oportuno insistir en aquel asunto. A los demás, el barquero impresionaba, recordaba la propia fragilidad de la vida. A Hurtadillas, solo le despertaba una infantil curiosidad.

Había un silencio absoluto, solo roto por sus palabras al hablar. Las pisadas de la elfa, crujieron sobre la tablazón de la embarcación, sonando como lastimeros quejidos, por tener que soportar a un pasajero diferente a cuantos trasportaban.

—¡Estas viva! —exclamó confuso Caronte. Hasta ese momento, no había apreciado esa diferencia. Nunca admitía a vivos en su transporte, era una ley no escrita que todo el mundo conocía.

—¡Es evidente lo estoy! —contestó encarándole.

Caronte solo recordaba cuando la vio ya en la embarcación, sentada en la tarima, admirando el lento viaje sin decir nada. Miró su puño izquierdo, dos monedas de oro, mil ruines buenos imperiales. Había pagado el trayecto y se veía obligado a llevarla hasta la otra orilla.

—No deberías estar aquí —soltó el timón, acercándose hasta ella. La elfa lo miraba, directamente al rostro cadavérico, sin mostrar ningún temor—. ¿Qué te propones?

—Como bien me has dicho, llegar a la otra orilla —Hurtadillas no mentía a su nuevo amigo, ni tenía deseos de hacerlo.

—Tú no lo necesitas. Perteneces a las dos.

—Y al mismo tiempo, no pertenezco a ninguna —le contestó con amargura—. La única verdad que nunca cuestiono, es que todo debe morir.

—Eres eterna, no es tu destino.

—Yo hago mi destino y esa eternidad, tiene un límite. Y cuando llegue el momento, espero me lleves en tu confortable barca. Tengo muchos amigos en esa orilla a quienes deseo ver de nuevo.

—Me has pagado con dos monedas de mucho valor —abrió su mano, enseñándoselas— creo, tu último viaje ya esta costeado con creces.

—¿Y si te hubiese dado dos monedas de la más baja acuñación? —preguntó con un rostro más severo.

El barquero negó con la cabeza. Dos monedas era cuanto pedía, nada más. No le importaba el valor de las mismas, ni ahora, ni nunca—. Ahora sé, siempre has sido la dueña de esta barca y yo, no soy más que un sirviente tuyo. No puedo pretender cobrar a mi señora, por un servicio que ya me ha pagado antaño.

—Y yo sé, mi buen Caronte, pues ahora recuerdo con claridad, siempre has trasladado a todo el mundo, sin pedir nada más a cambio, que el pago justo de tus dos monedas. Te puse en este lugar, para hacer un trabajo ingrato. Muchos vinieron a tu barca sin las monedas, y eso no te importó. Siempre había alguien que pagaba la diferencia de quienes no tenían, y la balanza se equilibraba. Has visto pasar por aquí mucho dolor y rabia, esperanza y alegría. Es hora te de algo más acorde a tu gran servicio prestado.

Su rostro iluminó. Los ojos estallaron, convirtieron en un amanecer verde, resplandeciente, que abarcaba hasta el horizonte más lejano. El mar de aguas negras, cambió. Y todo cuanto les rodeaba, lo hizo de igual manera.

                                                                            

Un hombre. Una embarcación. Un rio cuyo nombre, las dos mujeres que pretendían pasarlo, no mencionaban.

—Pues creo que no estás haciendo un buen negocio. Esta barcaza es muy agradable y la sabes manejar con estilo. Si cruzases el Miajomoja, en dos días, serias famoso y ganarías una considerable cantidad de dinero —la elfa midió la longitud de la embarcación, calculando peso y anchura—. No dudo, aquí al menos caben más de quince carretas y trescientas personas a la vez. Y si las aprietas un poco sin agobios, tal vez llegues hasta veinte vehículos y las trescientas cincuenta.

—Soy recién llegado a este lugar, mi señora. Recuerdo compré una licencia para transportar personas y enseres, pero sufrí un accidente y perdí la memoria. No sé de dónde vengo, ni si tenía familia. Únicamente, tengo la constancia de que esta embarcación me pertenece. Y tengo los papeles que los demuestran —habló aquel tranquilo y servicial hombre, mientras sufría la escrutadora mirada de Test, la recelosa maga, que no le quitaba ojo en ningún momento.

—Os lo digo con total sinceridad. En el Miajomoja tenéis vuestro futuro. Y este rio es afluente del mismo que os nombro, no tenéis más que dejaros arrastrar por la corriente y llegareis a su confluencia. Una vez allí, será asunto vuestro buscar una buena ubicación. Con vuestra licencia en regla nadie os pondrá problemas —dijo Hurtadillas, quien bajo su encantamiento de la capa, mostrandose como un mercader cualquiera, no suscitaba sospechas al hombre que prestaba interesada atención en cuanto decía.

Test, bajo su disfraz de viejo huraño, se acercó a la elfa, mientras dejaban hacer al barquero su trabajo— ese hombre es raro. Hay algo en él extraño… —comentó en voz baja, sin dejar de observarlo—. Además, juraría que os conocéis de algo, os habláis como si fueseis viejos amigos.

—¿Por qué eres tan suspicaz, morenaza? Acaso no puedo tratar a la gente, con sincero agrado y con cortesia —amonestó a la intolerante archimaga, quien no cesaba en su empeño en controlar los movimientos del dueño de la barcaza.

—A tu lado es lo mejor que he aprendido, orejuda. Ser desconfiada con cuanto te envuelve.

—Cada día, me siento más halagada con tu preocupación por mí —dijo devolviéndole su férrea mirada.

—Vete al cuerno, orejas largas —increpó la furiosa morena, quien atendía ahora su montura, preparándose para desembarcar en la orilla acordada.

Las dos descendieron con calma de la barcaza. Hurtadillas se fijó en el nombre de la embarcación, esbozando una cálida sonrisa.

—Un bonito nombre. Tendrás mucho éxito con el. Hasta pronto, buen hombre —el barquero se acercó hasta ellas, inclinando su cabeza con agradecimiento y deseándoles buen viaje. La elfa le entregó el dinero acordado en su mano, cerrándosela para que la maga no viese el pago del paso por el tumultuoso rio.

Test miró el costado de la barcaza. Con dificultad lo pudo leer, le pareció un nombre corriente, aunque parecía sugerirle mayor viaje, comodidad segura y descanso sin fin. Sacó esas ideas de su cabeza. Todo eso era una tontería, empezando a  llevar su caballo por el camino de tierra que ascendía hasta la llanura.

Hurtadillas se detuvo un momento. Saludó con su brazo al hombre, quien le respondió con gratitud. Había descubierto que le había pagado con dos monedas, tal como había solicitado, pero eran de mil ruines buenos de oro. Una verdadera fortuna.

“Hasta pronto, Caromonte. A quien todos conoceran como Caronte".  Y el conocimiento de que la buena fortuna rondaría a ese sencillo hombre, aquello, si le importó.
               

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