Hacia frio,
mucho frio. La joven apretó los brazos alrededor de su cuerpo, intentando que
el calor de la piel no escapase, reteniéndolo como si fuese un último hálito de
vida que no deseaba malgastar.
Su compañera
de desdicha no parecía sufrir de dicho desaliento. Se mantenía calmada,
demasiado serena para su juventud. Apenas era un poco mayor que ella, cuyas
quince primaveras amenazaban con acabar trágicamente sin ver una nueva estación,
donde el manto blanco daría lugar a una explosión multicolor de la naturaleza.
Lilas, aguileñas,
narcisos en los campos; rosas, geranios o claveles, en los jardines de los
vecinos y en los propios, como el de su madre, que ya nunca volvería a contemplar.
Lo sabía con certeza, pues esas personas que las retenían carecían de compasión,
ni conocían en su existencia de bondad alguna.
Abusarían de
ellas y luego, para no dejar testigo alguno, las matarían. Sí, ese era el
destino que esperaba a quien cayese en sus malvadas manos.
Tal vez el
temblor que sentía en su cuerpo no fuese tan solo frio, sino el miedo que la
acompañaba, el puro terror de esperar lo inevitable. No vería un nuevo
amanecer.
Sintió el
ruido de los vidrios rotos, frotándose entre si en su bolsillo. El espejo, que
sus padres le habían regalado en su reciente cumpleaños, estaba desecho. En
aquel momento, era lo que mas le dolía de aquella situación. Era un regalo
caro, para el que habían ahorrado durante todo un año. Deseaban darle una
sorpresa. Un artículo de lujo, que nadie en la aldea poseía hasta ese momento.
Ahora, estaba destrozado
como su corazón, desgarrado por la cruda realidad que la envolvía. En el otro
bolsillo, la flor seca que siempre le acompañaba. Una bonita amapola que su
madre, en un día soleado de verano, le había regalado y enseñado a conservarla
envuelta en tela. Y con ella, el recuerdo de aquellos días felices.
Cogió uno de
esos vidrios, mirando su cara maltrecha, amoratada por los golpes y la angustia
de aquel instante. No pudo percibir, había llegado su hora.
Los pedazos
del espejo cayeron al suelo, mientras la arrastraban, entre gritos y pataleos, un
grupo de fornidos hombres. La otra muchacha la miraba, mientras la sostenían de
igual forma. Le sonrió con calidez en medio de aquella violencia, como si el
resto del mundo ya no importase, sin comprender muy bien la razón de ello.
La extraña joven
respondió de inmediato, con una sonrisa deslumbrante. Los hombres ya no podían
arrastrarlas, como si su peso se hubiera incrementando de repente o algo en el
suelo les hubiese enganchado.
Tiraron de
ellas, pero era imposible moverlas. Clavadas a la superficie de hierba,
sintieron tiraban de sus cuerpos en dirección contraria, liberando de sus
captores y alejándolas de ellos.
Los hombres
empezaron a chillar y desesperados, desistieron de recuperar a las dos mujeres.
Algo les había traspasado el calzado y horadaba sus piernas, subiendo dentro de
sus cuerpos. Apenas tuvieron tiempo de darse cuenta era su fin, cuando unas
gruesas ramas salieron por bocas y oídos, hicieron saltar sus ojos y explotar los
cráneos, transformando en las copas de unos frondosos árboles, que en un primer
momento se mostraron tortuosos y retorcidos, convirtiéndose después en unos más
del bosque que las rodeaba.
Los ojos de su
compañera estallaron como dos soles, con un fuego verde e inmortal que la sorprendió.
Aun así no estaba asustada, ni se sentía amenazada por esa presencia. Poseía la
virtud de ofrecerle una calma que nunca había sentido. Una fuerza desconocida,
pura y neutral, que había decidido dejar de serlo.
La ayudó a
levantarse, acercándose hasta ella, con tímidos pasos. Con una sonrisa perpetua,
alzó uno de sus brazos y un largo dedo rozó la frente de la rescatada muchacha.
—Vivirás
muchas gratas primaveras y serás muy fértil. Ese es mi mejor regalo —dijo la
criatura, cuya piel era tan verde como la mas exuberante naturaleza, con sus
cabellos, antaño castaños, volviéndose pequeñas ramitas de las que graciosas
hojas, de diminuto tamaño, colgaban de forma aleatoria.
Ya no llevaba
ropa alguna, convirtiéndose en una mujer del bosque que la joven aldeana
reconoció de inmediato, de entre los mitos que contaban los habitantes de las
lindes de aquellas desconocidas espesuras.
La más sabia
de las dríadas se dio la vuelta y le señaló una senda que antes no existía,
para volver a casa, compartiendo esa sonrisa cómplice que nunca moriría. La de
una eterna primavera floreciendo siempre dentro de su corazón.
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