lunes, 22 de febrero de 2016

NATURALEZA VERDE



Hacia frio, mucho frio. La joven apretó los brazos alrededor de su cuerpo, intentando que el calor de la piel no escapase, reteniéndolo como si fuese un último hálito de vida que no deseaba malgastar.

Su compañera de desdicha no parecía sufrir de dicho desaliento. Se mantenía calmada, demasiado serena para su juventud. Apenas era un poco mayor que ella, cuyas quince primaveras amenazaban con acabar trágicamente sin ver una nueva estación, donde el manto blanco daría lugar a una explosión multicolor de la naturaleza. 

Lilas, aguileñas, narcisos en los campos; rosas, geranios o claveles, en los jardines de los vecinos y en los propios, como el de su madre, que ya nunca volvería a contemplar. Lo sabía con certeza, pues esas personas que las retenían carecían de compasión, ni conocían en su existencia de bondad alguna.
Abusarían de ellas y luego, para no dejar testigo alguno, las matarían. Sí, ese era el destino que esperaba a quien cayese en sus malvadas manos. 

Tal vez el temblor que sentía en su cuerpo no fuese tan solo frio, sino el miedo que la acompañaba, el puro terror de esperar lo inevitable. No vería un nuevo amanecer.

Sintió el ruido de los vidrios rotos, frotándose entre si en su bolsillo. El espejo, que sus padres le habían regalado en su reciente cumpleaños, estaba desecho. En aquel momento, era lo que mas le dolía de aquella situación. Era un regalo caro, para el que habían ahorrado durante todo un año. Deseaban darle una sorpresa. Un artículo de lujo, que nadie en la aldea poseía hasta ese momento.

Ahora, estaba destrozado como su corazón, desgarrado por la cruda realidad que la envolvía. En el otro bolsillo, la flor seca que siempre le acompañaba. Una bonita amapola que su madre, en un día soleado de verano, le había regalado y enseñado a conservarla envuelta en tela. Y con ella, el recuerdo de aquellos días felices.

Cogió uno de esos vidrios, mirando su cara maltrecha, amoratada por los golpes y la angustia de aquel instante. No pudo percibir, había llegado su hora.

Los pedazos del espejo cayeron al suelo, mientras la arrastraban, entre gritos y pataleos, un grupo de fornidos hombres. La otra muchacha la miraba, mientras la sostenían de igual forma. Le sonrió con calidez en medio de aquella violencia, como si el resto del mundo ya no importase, sin comprender muy bien la razón de ello.

La extraña joven respondió de inmediato, con una sonrisa deslumbrante. Los hombres ya no podían arrastrarlas, como si su peso se hubiera incrementando de repente o algo en el suelo les hubiese enganchado. 

Tiraron de ellas, pero era imposible moverlas. Clavadas a la superficie de hierba, sintieron tiraban de sus cuerpos en dirección contraria, liberando de sus captores y alejándolas de ellos.

Los hombres empezaron a chillar y desesperados, desistieron de recuperar a las dos mujeres. Algo les había traspasado el calzado y horadaba sus piernas, subiendo dentro de sus cuerpos. Apenas tuvieron tiempo de darse cuenta era su fin, cuando unas gruesas ramas salieron por bocas y oídos, hicieron saltar sus ojos y explotar los cráneos, transformando en las copas de unos frondosos árboles, que en un primer momento se mostraron tortuosos y retorcidos, convirtiéndose después en unos más del bosque que las rodeaba.

Los ojos de su compañera estallaron como dos soles, con un fuego verde e inmortal que la sorprendió. Aun así no estaba asustada, ni se sentía amenazada por esa presencia. Poseía la virtud de ofrecerle una calma que nunca había sentido. Una fuerza desconocida, pura y neutral, que había decidido dejar de serlo.

La ayudó a levantarse, acercándose hasta ella, con tímidos pasos. Con una sonrisa perpetua, alzó uno de sus brazos y un largo dedo rozó la frente de la rescatada muchacha.

—Vivirás muchas gratas primaveras y serás muy fértil. Ese es mi mejor regalo —dijo la criatura, cuya piel era tan verde como la mas exuberante naturaleza, con sus cabellos, antaño castaños, volviéndose pequeñas ramitas de las que graciosas hojas, de diminuto tamaño, colgaban de forma aleatoria.

Ya no llevaba ropa alguna, convirtiéndose en una mujer del bosque que la joven aldeana reconoció de inmediato, de entre los mitos que contaban los habitantes de las lindes de aquellas desconocidas espesuras.

La más sabia de las dríadas se dio la vuelta y le señaló una senda que antes no existía, para volver a casa, compartiendo esa sonrisa cómplice que nunca moriría. La de una eterna primavera floreciendo siempre dentro de su corazón.

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