lunes, 22 de febrero de 2016

EL LÁPIZ MÁGICO



Prisionero entre cuatro paredes, preso de conciencia, mi mundo era ahora muy limitado. Apenas seis metros cuadrados con un pequeño camastro, un taburete con una mesa destartalada, un inodoro y un lavabo. Mientras otros gastaban el dinero que nuestros familiares nos enviaban en cigarrillos y pequeños lujos, yo me decidí gastarlo en cuartillas y lapiceros.

Con tales armas y la pobre luz de mi lámpara, me dispuse a dar rienda suelta a la afición que siempre había preferido, entre otras, la de escribir. Apreté la punta de grafito sobre la hoja en blanco, no se me ocurría nada. 

Sin darme cuenta, la luz de mi celda fue decreciendo hasta desaparecer. Me asusté por ello, temiendo me hubiese vuelto ciego, cuando vi una esperanzadora claridad. Me sorprendió estaba al aire libre y aquella luz, no era sino el sol naciente en un mar de dunas. Aprecié su calor y el destello de miles de granos de arena deslizándose, iluminados por aquel renacer.

Una figura se destacó en la distancia. Alguien a caballo se acercaba hasta mí, tan curioso como yo de ver a un desconocido. Era una mujer, cuyo cabello parecía acero pulido y con unos grandes ojos verde esmeralda que me miraban con atención. 

Me tendió una mano, pero cuando iba a aceptar su invitación, un fuerte viento sopló, levantando una tormenta de arena que hizo la perdiese de vista. El violento torbellino me atrapó, levantando en el aire y haciéndome perder el sentido de la orientación. Giro tras giro, sentí caer al suelo y seguir girando, dando suaves volteretas en el, hasta detenerme.

Ahora estaba sobre una alfombra de hierba. Cuando me levanté, el desierto había desaparecido para ser sustituido por una interminable llanura. Una ciudad de altos muros blancos destacaba en la lejanía. Muros de piedra, poderosos, orgullosos como sus habitantes. Las piedras blancas empezaron a brillar hasta cegarme, perdiendo de nuevo toda visión de donde me encontraba. Cuando recobré el sentido de la vista, el escenario había cambiado de nuevo, siendo reemplazado por la majestuosidad de unas montañas que me rodeaban.

Un viento gélido me golpeó, cuando me di cuenta no estaba solo. Una pareja ignoraba mi presencia y el hombre entonaba una canción, mientras tocaba un instrumento con gran entrega. Cantaba una balada de amor apasionada, obligando a su pareja a sentarse en la nieve que nos rodeaba. Al acabar, él le ofreció una flor roja que la mujer aceptó agradecida. Dio un breve grito, cuando una espina clavó en uno de sus dedos, haciendo manar una gota de sangre que cayó al suelo.

Me fijé en aquella gota carmesí, como empezaba a crecer contra toda lógica, inundando la blanca extensión y fundiendo la nieve, humeando a su contacto. Convirtió en un denso caudal, en el que comenzaron a emerger cuerpos que la corriente empezó a trasladar, como si fuese la cuenca de un rio.

Otra vez más, me encontraba en un nuevo, desconocido lugar. Una ciudad ardía, envueltos sus edificios en grandes llamas. Escuché el crujir de sus estructuras, la urbe se desmoronaba mientras miles de cadáveres cruzaban a mi lado, contemplándolos horrorizado desde una minúscula isla, donde me encontraba a salvo de ese espectáculo dantesco.

Una explosión, más deslumbrante que ninguna otra, me obligó a cerrar mis castigados ojos. Cuando los volví a abrir, una extraña calma me envolvía. Estaba en un bosque, frente a una laguna bordeada por exuberante vegetación. Una cascada, proveniente de una montaña que por un lado la rodeaba, caía salvaje y ruidosa sobre la tranquila superficie. Su sonido llenó mi silencio de una forma inesperada, haciendo que tapase mis oídos y descubriendo a una mujer que emergió del agua. Su pelo mojado, rojo como el fuego, tapaba su desnudez, mientras sus ojos de iris incendiario me atravesaron con fuerza. Sonrió y dio la vuelta, mostrando su espalda desnuda, donde unas alas empezaron a desplegarse hasta abrirse por completo. Se lanzó hacia el cielo despejado y fui tras ella, con mis alas, volando a su estela.

Tras atravesar extensos valles cultivados, se posó en un gran tronco de un árbol muerto. Yo lo hice a su lado y ambos contemplamos en silencio la puesta de sol. La oscuridad me envolvió, apareciendo de pronto en mi celda, donde las cuatro paredes eran mi único horizonte.

Creí haber soñado cuanta fantasía había vivido y me dispuse a descansar. Al quitar el calzado, la arena de aquel desierto ilusorio, cayó ensuciando el suelo. Fascinado por ese descubrimiento inesperado, afrontaría mañana un nuevo amanecer.

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