Prisionero
entre cuatro paredes, preso de conciencia, mi mundo era ahora muy limitado.
Apenas seis metros cuadrados con un pequeño camastro, un taburete con una mesa
destartalada, un inodoro y un lavabo. Mientras otros gastaban el dinero que
nuestros familiares nos enviaban en cigarrillos y pequeños lujos, yo me decidí
gastarlo en cuartillas y lapiceros.
Con tales
armas y la pobre luz de mi lámpara, me dispuse a dar rienda suelta a la afición
que siempre había preferido, entre otras, la de escribir. Apreté la punta de
grafito sobre la hoja en blanco, no se me ocurría nada.
Sin darme
cuenta, la luz de mi celda fue decreciendo hasta desaparecer. Me asusté por
ello, temiendo me hubiese vuelto ciego, cuando vi una esperanzadora claridad.
Me sorprendió estaba al aire libre y aquella luz, no era sino el sol naciente
en un mar de dunas. Aprecié su calor y el destello de miles de granos de arena deslizándose,
iluminados por aquel renacer.
Una figura se
destacó en la distancia. Alguien a caballo se acercaba hasta mí, tan curioso
como yo de ver a un desconocido. Era una mujer, cuyo cabello parecía acero
pulido y con unos grandes ojos verde esmeralda que me miraban con atención.
Me tendió una
mano, pero cuando iba a aceptar su invitación, un fuerte viento sopló, levantando
una tormenta de arena que hizo la perdiese de vista. El violento torbellino me
atrapó, levantando en el aire y haciéndome perder el sentido de la orientación.
Giro tras giro, sentí caer al suelo y seguir girando, dando suaves volteretas
en el, hasta detenerme.
Ahora estaba
sobre una alfombra de hierba. Cuando me levanté, el desierto había desaparecido
para ser sustituido por una interminable llanura. Una ciudad de altos muros
blancos destacaba en la lejanía. Muros de piedra, poderosos, orgullosos como
sus habitantes. Las piedras blancas empezaron a brillar hasta cegarme,
perdiendo de nuevo toda visión de donde me encontraba. Cuando recobré el
sentido de la vista, el escenario había cambiado de nuevo, siendo reemplazado
por la majestuosidad de unas montañas que me rodeaban.
Un viento
gélido me golpeó, cuando me di cuenta no estaba solo. Una pareja ignoraba mi
presencia y el hombre entonaba una canción, mientras tocaba un instrumento con
gran entrega. Cantaba una balada de amor apasionada, obligando a su pareja a
sentarse en la nieve que nos rodeaba. Al acabar, él le ofreció una flor roja
que la mujer aceptó agradecida. Dio un breve grito, cuando una espina clavó en
uno de sus dedos, haciendo manar una gota de sangre que cayó al suelo.
Me fijé en
aquella gota carmesí, como empezaba a crecer contra toda lógica, inundando la
blanca extensión y fundiendo la nieve, humeando a su contacto. Convirtió en un
denso caudal, en el que comenzaron a emerger cuerpos que la corriente empezó a
trasladar, como si fuese la cuenca de un rio.
Otra vez más,
me encontraba en un nuevo, desconocido lugar. Una ciudad ardía, envueltos sus
edificios en grandes llamas. Escuché el crujir de sus estructuras, la urbe se
desmoronaba mientras miles de cadáveres cruzaban a mi lado, contemplándolos
horrorizado desde una minúscula isla, donde me encontraba a salvo de ese
espectáculo dantesco.
Una explosión,
más deslumbrante que ninguna otra, me obligó a cerrar mis castigados ojos.
Cuando los volví a abrir, una extraña calma me envolvía. Estaba en un bosque,
frente a una laguna bordeada por exuberante vegetación. Una cascada,
proveniente de una montaña que por un lado la rodeaba, caía salvaje y ruidosa
sobre la tranquila superficie. Su sonido llenó mi silencio de una forma inesperada,
haciendo que tapase mis oídos y descubriendo a una mujer que emergió del agua.
Su pelo mojado, rojo como el fuego, tapaba su desnudez, mientras sus ojos de
iris incendiario me atravesaron con fuerza. Sonrió y dio la vuelta, mostrando
su espalda desnuda, donde unas alas empezaron a desplegarse hasta abrirse por
completo. Se lanzó hacia el cielo despejado y fui tras ella, con mis alas,
volando a su estela.
Tras atravesar
extensos valles cultivados, se posó en un gran tronco de un árbol muerto. Yo lo
hice a su lado y ambos contemplamos en silencio la puesta de sol. La oscuridad
me envolvió, apareciendo de pronto en mi celda, donde las cuatro paredes eran
mi único horizonte.
Creí haber
soñado cuanta fantasía había vivido y me dispuse a descansar. Al quitar el
calzado, la arena de aquel desierto ilusorio, cayó ensuciando el suelo. Fascinado
por ese descubrimiento inesperado, afrontaría mañana un nuevo amanecer.
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