Llovía, había
empezado como un débil aguacero y ahora, una cortina de agua cubría cuanto la
vista alcanzaba.
Decidí que era
momento de detenerme, estaba cansada. No físicamente, era hastío emocional, lo
que solía denominar como “día helado”, de los que había conocido demasiados
para mi gusto, que mi memoria, extraordinaria e incansable, siempre tenía
presentes.
Solo quedaba
uno de ellos. Tan solo uno, de cuantos me habían querido cazar como si fuese
una presa. Un animalillo más, que los cazadores se cobran sin ningún esfuerzo.
Pronto se
dieron cuenta de su error. Era como ellos, me parecía a ellos, pero ahí acababa
toda semejanza.
El agua caía
encima de mí, encima de todo, repiqueteando en los charcos con fuerza,
salpicando hacía arriba, como si fuese una lluvia nacida del suelo, empapando
cuanto tocaba. Pequeños arroyos fluían con renovada velocidad, escorrentías
fugaces que morirían al frenarse el aguacero de la tormenta. Y ya lo estaba
haciendo.
Las lágrimas
del mundo, encarnadas en aquella tromba, eran tan poco persistentes como las
humanas. Deseaba que el mundo se cubriera, ahogando a todos y terminando de una
vez para siempre. A veces me detestaba a mí misma por pensar así. En muy pocas
ocasiones, sentía asco de mis propios pensamientos.
Hoy deseaba que
aquel “día helado” lo fuese un poco menos. El suelo era un cochambroso cenagal,
pero estaba harta y me senté sin miramientos. Calada hasta los huesos, mojarme
mas no significaba nada en ese ambiente.
Mi
contrincante, el único superviviente, me miraba atónito, como si no creyese esa
situación posible. Con un suave gesto, recogí mi espada y le invité a sentarse
a una distancia prudencial, sin perder
el contacto de la empuñadura de mi arma.
—Esto debe
terminar —dije con una voz carente de toda cordialidad, mientras el hombre, un
asesino a sueldo, se sentaba enfrente.
No dijo nada, tan
solo me miraba. Me fijé en sus ropas, de buena calidad, así como la armadura
que le cubría y había perdido su lustre en aquel día, cubierta de la sangre de
sus compañeros, del barro y la mugre que nos envolvía.
Yo estaba en
igual condición. La lucha en medio de un barrizal no era nada vistosa, sobre
todo cuando la sangre, unida al agua, se empeñaba en cubrirnos por completo. Debíamos
tener un aspecto fantasmal, miré de reojo al charco que a mi lado se
encontraba. Una superficie lisa como un espejo reflejaba mi rostro en ese día
gris, que empezaba a despejarse.
Pude verme con
claridad, casi no me reconocía, pero estaba allí. La que muchos llamaban la
criatura más bella del mundo y por cuanto sabía de mi misma, la más peligrosa
de todas. Dejé de observarme, tenía mejores cosas que hacer.
Cogí una bolsa
de dinero que llevaba encima y la arrojé a su lado.
—Hay
suficiente para que inicies una nueva vida. Compra una tierra, cultívala o
hazte ganadero. Busca una pareja y ten hijos con ella. Haz algo productivo
—hablé con una entonación monótona y falta de espíritu.
Miró con
desprecio, primero a la bolsa y luego a mí.
—Me encanta la
vida de granjero. Es cuanto siempre he querido —contestó con su voz gruesa,
llena de resentimiento.
Resoplé, dándome
por enterada, arrojando otras cinco bolsas iguales a sus pies.
—Aquí tienes
para un pequeño reino. Cualquier cosa con tal de no ver tu fea cara de nuevo.
Pon un bonito comercio, algo digno que no me haga arrepentirme de mi
generosidad —mis palabras portaban una velada amenaza que hizo entrecerrar los
ojos del hombre.
—Sí, una
miseria para perdonarte la vida, pero suficiente para olvidarme de ti —recogió
las bolsas, de una en una, mientras sopesaba su contenido.
“Ya sé que no
harás nada bueno con mi dinero. Pero estoy cansada de matar. Sospecho que
volveremos a encontrarnos y habré de terminar lo que ahora me niego a concluir”
pensé con desagrado, mientras veía levantar a mi enemigo con sus ojos
encendidos por el más puro odio.
—Hasta nunca
—enfundó su arma y se dio la vuelta, alejándose hasta perderlo de vista.
—Hasta pronto
—dije en un tono casi inaudible, convencida de que ninguna de sus palabras
habían sido sinceras.
Me levanté, el
sol intentaba volver a salir. Los árboles del bosque circundante se cimbreaban
por un leve viento, sacudiendo las pesadas gotas de sus hojas.
Miré los
numerosos cadáveres que me rodeaban, no podía dejarlos a las alimañas. Suspiré
disgustada, tenía mucho trabajo por delante y mucha suciedad, de la cual
desprenderme.
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