lunes, 22 de febrero de 2016

UN DÍA HELADO



Llovía, había empezado como un débil aguacero y ahora, una cortina de agua cubría cuanto la vista alcanzaba. 

Decidí que era momento de detenerme, estaba cansada. No físicamente, era hastío emocional, lo que solía denominar como “día helado”, de los que había conocido demasiados para mi gusto, que mi memoria, extraordinaria e incansable, siempre tenía presentes.

Solo quedaba uno de ellos. Tan solo uno, de cuantos me habían querido cazar como si fuese una presa. Un animalillo más, que los cazadores se cobran sin ningún esfuerzo.

Pronto se dieron cuenta de su error. Era como ellos, me parecía a ellos, pero ahí acababa toda semejanza.

El agua caía encima de mí, encima de todo, repiqueteando en los charcos con fuerza, salpicando hacía arriba, como si fuese una lluvia nacida del suelo, empapando cuanto tocaba. Pequeños arroyos fluían con renovada velocidad, escorrentías fugaces que morirían al frenarse el aguacero de la tormenta. Y ya lo estaba haciendo.

Las lágrimas del mundo, encarnadas en aquella tromba, eran tan poco persistentes como las humanas. Deseaba que el mundo se cubriera, ahogando a todos y terminando de una vez para siempre. A veces me detestaba a mí misma por pensar así. En muy pocas ocasiones, sentía asco de mis propios pensamientos.

Hoy deseaba que aquel “día helado” lo fuese un poco menos. El suelo era un cochambroso cenagal, pero estaba harta y me senté sin miramientos. Calada hasta los huesos, mojarme mas no significaba nada en ese ambiente.

Mi contrincante, el único superviviente, me miraba atónito, como si no creyese esa situación posible. Con un suave gesto, recogí mi espada y le invité a sentarse a una distancia prudencial,  sin perder el contacto de la empuñadura de mi arma.

—Esto debe terminar —dije con una voz carente de toda cordialidad, mientras el hombre, un asesino a sueldo, se sentaba enfrente.

No dijo nada, tan solo me miraba. Me fijé en sus ropas, de buena calidad, así como la armadura que le cubría y había perdido su lustre en aquel día, cubierta de la sangre de sus compañeros, del barro y la mugre que nos envolvía.

Yo estaba en igual condición. La lucha en medio de un barrizal no era nada vistosa, sobre todo cuando la sangre, unida al agua, se empeñaba en cubrirnos por completo. Debíamos tener un aspecto fantasmal, miré de reojo al charco que a mi lado se encontraba. Una superficie lisa como un espejo reflejaba mi rostro en ese día gris, que empezaba a despejarse.

Pude verme con claridad, casi no me reconocía, pero estaba allí. La que muchos llamaban la criatura más bella del mundo y por cuanto sabía de mi misma, la más peligrosa de todas. Dejé de observarme, tenía mejores cosas que hacer.

Cogí una bolsa de dinero que llevaba encima y la arrojé a su lado.

—Hay suficiente para que inicies una nueva vida. Compra una tierra, cultívala o hazte ganadero. Busca una pareja y ten hijos con ella. Haz algo productivo —hablé con una entonación monótona y falta de espíritu.

Miró con desprecio, primero a la bolsa y luego a mí.

—Me encanta la vida de granjero. Es cuanto siempre he querido —contestó con su voz gruesa, llena de resentimiento.

Resoplé, dándome por enterada, arrojando otras cinco bolsas iguales a sus pies.

—Aquí tienes para un pequeño reino. Cualquier cosa con tal de no ver tu fea cara de nuevo. Pon un bonito comercio, algo digno que no me haga arrepentirme de mi generosidad —mis palabras portaban una velada amenaza que hizo entrecerrar los ojos del hombre.

—Sí, una miseria para perdonarte la vida, pero suficiente para olvidarme de ti —recogió las bolsas, de una en una, mientras sopesaba su contenido.

“Ya sé que no harás nada bueno con mi dinero. Pero estoy cansada de matar. Sospecho que volveremos a encontrarnos y habré de terminar lo que ahora me niego a concluir” pensé con desagrado, mientras veía levantar a mi enemigo con sus ojos encendidos por el más puro odio.

—Hasta nunca —enfundó su arma y se dio la vuelta, alejándose hasta perderlo de vista.

—Hasta pronto —dije en un tono casi inaudible, convencida de que ninguna de sus palabras habían sido sinceras.

Me levanté, el sol intentaba volver a salir. Los árboles del bosque circundante se cimbreaban por un leve viento, sacudiendo las pesadas gotas de sus hojas.

Miré los numerosos cadáveres que me rodeaban, no podía dejarlos a las alimañas. Suspiré disgustada, tenía mucho trabajo por delante y mucha suciedad, de la cual desprenderme.

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