Esperó y esperó, hasta no poder evitar ver la
causa de su amnistía. La solemne arma se mantenía a su alcance, presta para ser
cogida y en ella no adivinaba un aire amenazante. Permanecía sostenida en el
aire, pendiente de ser atendida como correspondía, podía esperar cuanto fuera
necesario pues llevaba mucho tiempo sin otra atención que sus propias
cavilaciones.
-No he conocido persona más temblorosa ni
gimiente. Y he conocido a muchos cobardes, pero a nadie como tú -dijo la espada
con claridad.
-No… no soy un cobarde. Solo estoy confuso -respondió
el mercader.
-Confusión es el estado de quienes dudan
demasiado. Cuanto he conversado contigo me induce a creer que nadie puede estar
más confundido, en esa situación tu vida pende de un hilo y yo no puedo
ayudarte. Debes de creer o no, no es un tiempo para divagaciones ni dilemas, es
hora de certezas y empezaras ahora mismo a emprender ese camino.
-¿Qué… qué camino?
-El de los que callan y obedecen. Cógeme y guárdame
envolviendo tu capa conmigo. Nadie debe verme, excepto tú… por desgracia, si es posible.
El mercader obedeció al instante, la cogió por su
empuñadora y sintió un calor extraño inundar su mano, este se trasladó por su
brazo llegando luego al resto de su cuerpo. Su nerviosismo y las dudas desaparecieron,
con nuevo ánimo la envolvió con presteza e hizo un bulto que ató a su
espalda.
Era hora de salir de aquel lugar, sin saber muy
bien la causa, hizo una reverencia ante la imponente figura de piedra y se fue
de allí, sabía perfectamente el camino de vuelta y no tardo nada en encontrar
la salida. Ya era de día y el sol iluminaba con una débil luz el espeso bosque.
De nuevo reconoció el trayecto que debía seguir, encaminándose sin ayuda
alguna de vuelta a su hogar.
El amanecer era frío, y a pesar de haber perdido
toda la noche sin dormir, no se encontraba cansado. Ni rastro de ladrones ni de
sus queridas mulas, esperaba de corazón hubiesen podido huir. No quedaban
muchas leguas hasta su casa y deseaba llegar a esta antes que el sol hubiese
caído, sin lugar a dudas se encontraría con viajeros y su viaje sería a partir
de entonces mucho más tranquilo.
Pasó toda la mañana y nadie se cruzó en su
camino, aquello no parecía normal, aunque no sentía miedo, transitaba con
pasos largos para acortar la jornada. En otras ocasiones ya se sentiría
agotado, descansando a la mejor oportunidad.
Se detuvo, escuchó con atención el sonido del
bosque. Un grupo caminaba por entre los árboles en su dirección, iban deprisa,
demasiado para ser personas que fuesen tranquilas por aquellos lares. Aparecieron
de improviso, un grupo de cinco. Cuatro hombres y una mujer, quienes corrían
acelerados hacia él.
-¡Huid! Huid ahora que estáis a tiempo –gritó con
voz desconsolada un hombre de edad madura con el rostro congestionado.
-¿Qué ocurre? ¿Quién os ha puesto en fuga? –contestó
quien portaba a Bebedetoo, dando un pequeño trote en la misma línea que quienes
ahora le acompañaban.
-Bandidos, por lo menos una veintena. Y no
quieren solo nuestras bolsas y pertenencias. Quieren sangre, han matado al
pobre Melopido de un terrible tajo- dijo el mismo con el rostro desencajado.
“Detente y desenfúndame” escuchó en su mente. En
aquel instante no pudo concebir de donde provenía aquella rotunda voz.
“Detente y desenfúndame. Vuestros gordos traseros
no evitaran os den alcance y entonces, os mataran a todos. Huelo a engaño. Conmigo
tenéis una clara oportunidad. Desenfúndame”
-No se luchar. Soy un comerciante, no un
mercenario ni un soldado –replicó sin entusiasmo ninguno.
“Detente” dijo la espada afirmando su decisión. La
voz le dominó y sin desearlo se detuvo. Los demás también vieron ralentizada su
huida y detuvieron su carrera sin comprender la razón de esa parada.
“Desenfúndame. Yo haré el resto, confía en mí”
aseveró con una confianza de la cual carecía el comerciante. Pero echo mano de
aquel envoltorio y la espada vio la luz.
-¿Qué vais a hacer, estáis loco? Os van a matar,
y a todos nosotros también. Corramos, debemos de huir, corramos –quien dijo
esto intentaba seguir huyendo, pero los pies le negaban respuesta. Algo los había
paralizado en aquel sitio y un temor los dominó.
La mujer se acercó a quien hablaba, abrazándolo.-
No mientas más, cariño. No ves que estamos perdidos. Son unos mentirosos y nos
mataran como a nuestro buen amigo. Estos hombres son también ladrones… y
asesinos. No tendrán piedad con vos, ni con nosotros –en las palabras de esta
se demostraba una valentía inusual y una sinceridad rotunda, difícil de
encontrar incluso en personas de buen corazón.
Entonces el mercader que asía el arma sin ninguna
elegancia, se percató de cómo los otros tres hombres le rodeaban, mientras
miraban con ira nada contenida a la pareja que abrazada, observaba este fatal
desenlace.
“Prepárate. Déjate llevar, confía en mí” sintió
la necesidad de recolocar la espada entre sus manos. Sus pies se movieron, no
porque él lo quisiera, sino por la voluntad superior que ahora le comandaba.
Sus espadas salieron, aunque fue inútil su
intento. Una brisa fue cuanto percibieron, luego quedaron quietos como si no
supieran que pasaba. Un hilillo salió de sus cuellos, para después brotar más
sangre, sus cabezas se descolgaron y los cuerpos cayeron inertes, descabezados.
-¡Cielos azules! ¿Qué ha pasado? –los ojos de
aquella pareja miraban sin comprender que había acontecido ante ellos.
Ahora aparecieron más bandidos, un número
creciente. Al menos una quincena, quienes miraron estupefactos a sus compañeros
muertos.
-Tú. Te vamos a sacar las tripas en vivo y te
haremos beber nuestros meados, no se matan a miembros del señor de los caminos
sin un castigo. –Un enorme hombre, con cicatrices rituales en su cara, lo miró
con unos ojos encendidos por la rabia.
“Déjamelos. Van a ver quién es Bebedetoo, su
última visión”. Los pies se levantaron del suelo y sin explicarse como, tajó
aquel bandido de arriba abajo. Sus dos mitades cayeron con estrepito.
Los demás no supieron de su muerte hasta que
vieron sus cuerpos partidos, desgajados, amputados, desmembrados. Un destello y
la muerte se extendió sin piedad, no hubo clemencia alguna y la sentencia
mortal no discriminó entre ninguno de aquellos oponentes.
Luego el silencio, la mirada temblorosa de la
pareja que realmente era inocente. Estaban satisfechos por haber tenido
justicia en la ignominiosa perdida de su compañero y amigo. Aunque temían a
aquel hombre de aspecto sencillo y bonachón, con aquella espada extraña, quien
palpitaba en su larga hoja con algo parecido a venas y un destello de luz azul.
-Yo… yo, no sé qué ha pasado. Pero es seguro
ninguno de estos villanos volverá a molestarnos –temblaba de emoción y espanto,
no estaba acostumbrado a semejante horror y menos si lo había producido él
mismo.
-Vuestra espada… es admirable. –Dijo el hombre
con encendido asombro.- Nos obligaron a correr, querían divertirse un poco. Mi
esposa y yo os debemos la vida, nos retuvieron en su campamento, allí hay
muchas cosas robadas. Allí quedo tendido nuestro amigo –concluyo con pesar,
mirando con emoción como aquel mercader recogía su arma y el ambiente se distendía
de esa embrujadora presencia.
-Vayamos a dar reposo a su cadáver. Y recuperemos
vuestras cosas, cuando volvamos a mi hogar, daremos noticia a la autoridad y se
encargará de devolver a sus legítimos dueños cuanto le corresponda –dijo con firmeza. Se sentía con fuerzas para asumir esa tarea.
Enterraron al pobre Melopido, una profunda tumba. Rezaron oraciones para que su espíritu no vagase perdido, para que hallase
la paz auténtica. Encontró a sus monturas, las habían atrapado junto a todo su
equipaje y llevado a aquel lugar, eso le dio un poco de consuelo. Ahora solo
ansiaba llegar a casa y descansar. Descansar al fin.
Caminaron por la senda tranquilos, durante su
caminata hablaron de cosas sencillas: la familia, el trabajo e incluso el
tiempo. No deseaban recordar el mal momento y pudo averiguar por esta
conversación, la pareja salvada eran vecinos de un pueblo cercano. Solo les pidió un
favor, nunca revelasen cuanto habían visto de la espada. Accedieron, más por
miedo a una posible venganza de tan despiadada arma, que al deseo innato de
contar tan increíble hazaña. Le debían sus vidas y eran gente agradecida.
Llegó a casa, ya era de noche. Su mujer estaba
acostada, tenía mal aspecto y unas grandes ojeras. Sus tres hijos estaban
durmiendo plácidos en su cama, dio un beso a cada uno y se dirigió a donde
su mujer se encontraba.
“Hojas de Malnacido. Hiérvelas y dáselas de beber
tres veces al día. Evítale las corrientes frías, sumérgela todos los días en
una buena tina con agua caliente y frota su cuerpo con hierbas de Comolobo y
Tirasdetodo. El líquido que desprendan entrara en la corriente sanguínea y la
sanará. Confía en mí”.
Escuchó a Bebedetoo hablarle. Apenas si la había
visto y ya le daba un remedio contra su mal. No tenía nada que perder, confiaría
en ella, le había salvado y protegido. Parecía tener buena fe, aunque era
sanguinaria en su justicia e implacable en ella.
-Ahora vuelvo, querida –dejó todas sus cosas en
la habitación. Llevó su recién adquirido amigo hasta un agujero secreto, donde
guardaba sus ahorros y otras pertenencias de valor. Lo depositó con cuidado.
-Perdona. Aún no he preguntado tu nombre, aunque
eso no evitará seas siendo un tanto tontorrón. Ahora estamos unidos y es
importante para mí saber el nombre de mi nuevo dueño. -Le habló cuando ya iba a
cerrar su escondrijo.
-Maspifias. Mercader Maspifias –contestó con
solemnidad.
-Es un buen nombre. Me gusta, amigo Maspifias.
Espero me saques a pasear de tanto en tanto, me gusta airearme y dar algún traguito
de algo potable. Hasta pronto.
-Hasta pronto, Bebedetoo. Y gracias – bajó la
tapa y quedo oculto a miradas ajenas. Fue hasta su cuarto y miró a su amada
esposa, si el remedio tenia éxito le contaría quien había sido su sanador,
esperaba fuesen buenos amigos. Su vida cambiaria bajo el amparo de tan
excepcional servidor y la confianza entre ambos crecería con el tiempo.
Y aunque era malhablada, un tanto déspota y
fanfarrona; era leal y muy inteligente. Un fiel compañero en quien depositar
sus dudas y sus temores, el más ideal que alguien pudiera aspirar, a pesar de
ser un trozo de metal, su viva presencia le infundía tranquilidad. Tanta que el
sueño le vencía y para complacerlo, cerró sus ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario