martes, 5 de febrero de 2013

BEBEDETOO (2ª PARTE Y ÚLTIMA)



Esperó y esperó, hasta no poder evitar ver la causa de su amnistía. La solemne arma se mantenía a su alcance, presta para ser cogida y en ella no adivinaba un aire amenazante. Permanecía sostenida en el aire, pendiente de ser atendida como correspondía, podía esperar cuanto fuera necesario pues llevaba mucho tiempo sin otra atención que sus propias cavilaciones.

-No he conocido persona más temblorosa ni gimiente. Y he conocido a muchos cobardes, pero a nadie como tú -dijo la espada con claridad.

-No… no soy un cobarde. Solo estoy confuso -respondió el mercader.

-Confusión es el estado de quienes dudan demasiado. Cuanto he conversado contigo me induce a creer que nadie puede estar más confundido, en esa situación tu vida pende de un hilo y yo no puedo ayudarte. Debes de creer o no, no es un tiempo para divagaciones ni dilemas, es hora de certezas y empezaras ahora mismo a emprender ese camino.

-¿Qué… qué camino?

-El de los que callan y obedecen. Cógeme y guárdame envolviendo tu capa conmigo. Nadie debe verme, excepto tú… por desgracia, si es posible.

El mercader obedeció al instante, la cogió por su empuñadora y sintió un calor extraño inundar su mano, este se trasladó por su brazo llegando luego al resto de su cuerpo. Su nerviosismo y las dudas desaparecieron, con nuevo ánimo la envolvió con presteza e hizo un bulto que ató a su espalda.

Era hora de salir de aquel lugar, sin saber muy bien la causa, hizo una reverencia ante la imponente figura de piedra y se fue de allí, sabía perfectamente el camino de vuelta y no tardo nada en encontrar la salida. Ya era de día y el sol iluminaba con una débil luz el espeso bosque. De nuevo reconoció el trayecto que debía seguir, encaminándose sin ayuda alguna de vuelta a su hogar.

El amanecer era frío, y a pesar de haber perdido toda la noche sin dormir, no se encontraba cansado. Ni rastro de ladrones ni de sus queridas mulas, esperaba de corazón hubiesen podido huir. No quedaban muchas leguas hasta su casa y deseaba llegar a esta antes que el sol hubiese caído, sin lugar a dudas se encontraría con viajeros y su viaje sería a partir de entonces mucho más tranquilo.

Pasó toda la mañana y nadie se cruzó en su camino, aquello no parecía normal, aunque no sentía miedo, transitaba con pasos largos para acortar la jornada. En otras ocasiones ya se sentiría agotado, descansando a la mejor oportunidad.

Se detuvo, escuchó con atención el sonido del bosque. Un grupo caminaba por entre los árboles en su dirección, iban deprisa, demasiado para ser personas que fuesen tranquilas por aquellos lares. Aparecieron de improviso, un grupo de cinco. Cuatro hombres y una mujer, quienes corrían acelerados hacia él.

-¡Huid! Huid ahora que estáis a tiempo –gritó con voz desconsolada un hombre de edad madura con el rostro congestionado.

-¿Qué ocurre? ¿Quién os ha puesto en fuga? –contestó quien portaba a Bebedetoo, dando un pequeño trote en la misma línea que quienes ahora le acompañaban.

-Bandidos, por lo menos una veintena. Y no quieren solo nuestras bolsas y pertenencias. Quieren sangre, han matado al pobre Melopido de un terrible tajo- dijo el mismo con el rostro desencajado.
 
“Detente y desenfúndame” escuchó en su mente. En aquel instante no pudo concebir de donde provenía aquella rotunda voz.

“Detente y desenfúndame. Vuestros gordos traseros no evitaran os den alcance y entonces, os mataran a todos. Huelo a engaño. Conmigo tenéis una clara oportunidad. Desenfúndame”

-No se luchar. Soy un comerciante, no un mercenario ni un soldado –replicó sin entusiasmo ninguno.

“Detente” dijo la espada afirmando su decisión. La voz le dominó y sin desearlo se detuvo. Los demás también vieron ralentizada su huida y detuvieron su carrera sin comprender la razón de esa parada.

“Desenfúndame. Yo haré el resto, confía en mí” aseveró con una confianza de la cual carecía el comerciante. Pero echo mano de aquel envoltorio y la espada vio la luz.

-¿Qué vais a hacer, estáis loco? Os van a matar, y a todos nosotros también. Corramos, debemos de huir, corramos –quien dijo esto intentaba seguir huyendo, pero los pies le negaban respuesta. Algo los había paralizado en aquel sitio y un temor los dominó.

La mujer se acercó a quien hablaba, abrazándolo.- No mientas más, cariño. No ves que estamos perdidos. Son unos mentirosos y nos mataran como a nuestro buen amigo. Estos hombres son también ladrones… y asesinos. No tendrán piedad con vos, ni con nosotros –en las palabras de esta se demostraba una valentía inusual y una sinceridad rotunda, difícil de encontrar incluso en personas de buen corazón.

Entonces el mercader que asía el arma sin ninguna elegancia, se percató de cómo los otros tres hombres le rodeaban, mientras miraban con ira nada contenida a la pareja que abrazada, observaba este fatal desenlace.

“Prepárate. Déjate llevar, confía en mí” sintió la necesidad de recolocar la espada entre sus manos. Sus pies se movieron, no porque él lo quisiera, sino por la voluntad superior que ahora le comandaba.

Sus espadas salieron, aunque fue inútil su intento. Una brisa fue cuanto percibieron, luego quedaron quietos como si no supieran que pasaba. Un hilillo salió de sus cuellos, para después brotar más sangre, sus cabezas se descolgaron y los cuerpos cayeron inertes, descabezados.

-¡Cielos azules! ¿Qué ha pasado? –los ojos de aquella pareja miraban sin comprender que había acontecido ante ellos.

Ahora aparecieron más bandidos, un número creciente. Al menos una quincena, quienes miraron estupefactos a sus compañeros muertos. 

-Tú. Te vamos a sacar las tripas en vivo y te haremos beber nuestros meados, no se matan a miembros del señor de los caminos sin un castigo. –Un enorme hombre, con cicatrices rituales en su cara, lo miró con unos ojos encendidos por la rabia.

“Déjamelos. Van a ver quién es Bebedetoo, su última visión”. Los pies se levantaron del suelo y sin explicarse como, tajó aquel bandido de arriba abajo. Sus dos mitades cayeron con estrepito.

Los demás no supieron de su muerte hasta que vieron sus cuerpos partidos, desgajados, amputados, desmembrados. Un destello y la muerte se extendió sin piedad, no hubo clemencia alguna y la sentencia mortal no discriminó entre ninguno de aquellos oponentes.

Luego el silencio, la mirada temblorosa de la pareja que realmente era inocente. Estaban satisfechos por haber tenido justicia en la ignominiosa perdida de su compañero y amigo. Aunque temían a aquel hombre de aspecto sencillo y bonachón, con aquella espada extraña, quien palpitaba en su larga hoja con algo parecido a venas y un destello de luz azul.

-Yo… yo, no sé qué ha pasado. Pero es seguro ninguno de estos villanos volverá a molestarnos –temblaba de emoción y espanto, no estaba acostumbrado a semejante horror y menos si lo había producido él mismo.

-Vuestra espada… es admirable. –Dijo el hombre con encendido asombro.- Nos obligaron a correr, querían divertirse un poco. Mi esposa y yo os debemos la vida, nos retuvieron en su campamento, allí hay muchas cosas robadas. Allí quedo tendido nuestro amigo –concluyo con pesar, mirando con emoción como aquel mercader recogía su arma y el ambiente se distendía de esa embrujadora presencia.

-Vayamos a dar reposo a su cadáver. Y recuperemos vuestras cosas, cuando volvamos a mi hogar, daremos noticia a la autoridad y se encargará de devolver a sus legítimos dueños cuanto le corresponda –dijo con firmeza. Se sentía con fuerzas para asumir esa tarea.

Enterraron al pobre Melopido, una profunda tumba. Rezaron oraciones para que su espíritu no vagase perdido, para que hallase la paz auténtica. Encontró a sus monturas, las habían atrapado junto a todo su equipaje y llevado a aquel lugar, eso le dio un poco de consuelo. Ahora solo ansiaba llegar a casa y descansar. Descansar al fin.

Caminaron por la senda tranquilos, durante su caminata hablaron de cosas sencillas: la familia, el trabajo e incluso el tiempo. No deseaban recordar el mal momento y pudo averiguar por esta conversación, la pareja salvada eran vecinos de un pueblo cercano. Solo les pidió un favor, nunca revelasen cuanto habían visto de la espada. Accedieron, más por miedo a una posible venganza de tan despiadada arma, que al deseo innato de contar tan increíble hazaña. Le debían sus vidas y eran gente agradecida.

Llegó a casa, ya era de noche. Su mujer estaba acostada, tenía mal aspecto y unas grandes ojeras. Sus tres hijos estaban durmiendo plácidos en su cama, dio un beso a cada uno y se dirigió a donde su mujer se encontraba.

“Hojas de Malnacido. Hiérvelas y dáselas de beber tres veces al día. Evítale las corrientes frías, sumérgela todos los días en una buena tina con agua caliente y frota su cuerpo con hierbas de Comolobo y Tirasdetodo. El líquido que desprendan entrara en la corriente sanguínea y la sanará. Confía en mí”. 

Escuchó a Bebedetoo hablarle. Apenas si la había visto y ya le daba un remedio contra su mal. No tenía nada que perder, confiaría en ella, le había salvado y protegido. Parecía tener buena fe, aunque era sanguinaria en su justicia e implacable en ella.

-Ahora vuelvo, querida –dejó todas sus cosas en la habitación. Llevó su recién adquirido amigo hasta un agujero secreto, donde guardaba sus ahorros y otras pertenencias de valor. Lo depositó con cuidado.

-Perdona. Aún no he preguntado tu nombre, aunque eso no evitará seas siendo un tanto tontorrón. Ahora estamos unidos y es importante para mí saber el nombre de mi nuevo dueño. -Le habló cuando ya iba a cerrar su escondrijo.

-Maspifias. Mercader Maspifias –contestó con solemnidad.

-Es un buen nombre. Me gusta, amigo Maspifias. Espero me saques a pasear de tanto en tanto, me gusta airearme y dar algún traguito de algo potable. Hasta pronto.

-Hasta pronto, Bebedetoo. Y gracias – bajó la tapa y quedo oculto a miradas ajenas. Fue hasta su cuarto y miró a su amada esposa, si el remedio tenia éxito le contaría quien había sido su sanador, esperaba fuesen buenos amigos. Su vida cambiaria bajo el amparo de tan excepcional servidor y la confianza entre ambos crecería con el tiempo.

Y aunque era malhablada, un tanto déspota y fanfarrona; era leal y muy inteligente. Un fiel compañero en quien depositar sus dudas y sus temores, el más ideal que alguien pudiera aspirar, a pesar de ser un trozo de metal, su viva presencia le infundía tranquilidad. Tanta que el sueño le vencía y para complacerlo, cerró sus ojos.

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