“Se lanzó hacia el otro balcón,
arrojando sus manos en el único deseo de lograr alcanzar su salvación en ese
momento desesperado. Los dedos se afianzaron en el pesado hierro forjado que
formaba la balaustrada, forzando todos sus músculos y exigiendo ignorase el
dolor que ese supremo esfuerzo le obligaba a realizar.
En la oscuridad de la noche, en
esa perpetua sombra que formaban las calles sin iluminación escondiendo los
terribles peligros, acechantes y malvados que le perseguían, solo la luz de la
pequeña linterna que llevaba sujeta en su frente le permitía ver. Un pequeño
rayo de esperanza que evitaba fuera una víctima más de aquellos que ambicionaban
su fin.
Había sido un insensato. Su
estúpida curiosidad estaba a punto de condenarle a un destino que no deseaba.
Solo la inestimable fuerza de su corazón y la testarudez que siempre le
acompañaba le habían evitado haber desaparecido, como el resto de los
habitantes de esa infortunada ciudad, y del resto del mundo, por cuanto él sabía.
Las piernas le pesaban, incapaces
de lograr alcanzar la repisa donde podría descansar y ayudarse a subir hacia el
interior del balcón. Se estaba resbalando y las manos le dolían por sostener el
peso de todo su cuerpo, suspendido en el aire a una gran altura. Sabía que ese
edificio era alto, cuando lo habían cercado había dispuesto de tiempo
suficiente para comprobar el nivel donde se encontraba. Y estaba demasiado alto,
demasiado para dejarse caer intencionadamente.
Intentó mirar hacia abajo, a
pesar de que ello le producía una desagradable sensación. Nunca le habían
gustado las alturas y su refugio, en la profundidad de la tierra, entre los
túneles del metro en un lugar seguro, lo constataba. Prefería ser una rata de
alcantarilla a un águila de los cielos. Los cielos estaban demasiado lejanos y
su vértigo lo condenaba a las entrañas del mundo.
En aquel momento sonrió, fue una
sonrisa nerviosa, siempre había preferido vivir en un entresuelo o como mucho,
en un primer piso. Su trabajo estaba a ras de la calle, en una humilde
lavandería, donde desempeñaba sus labores diarias sin otras preocupaciones que
las de distinguir los días laborales de los que no lo eran.
Él no era un héroe. Y el destino,
un cruel destino, le había exigido que lo fuera.
Y estaba solo, irremediablemente
perdido en un mar de edificios sombríos, con el Sol ausente en aquel gigantesco
cementerio, lleno de monstruosidades, de horrores que no comprendía como podían
haberse engendrado. Todo aquello era una locura, solo el amanecer podía
salvarle. Volvió a sonreír nerviosamente, él no era ese Van Helsing, cazador de
monstruos que había visto en varias películas, luchando contra el poder de los infiernos.
—Dios, debería de haber prestado
más atención en esas tontas películas —se dijo a si mismo, mientras sus manos
resbalaban un tanto más de su escaso asidero.
Escuchó un sonido sobre él, no
dudaba de que estaban a punto de alcanzarlo. Una sombra se movió en el balcón
donde se encontraba. Allí había algo, y había sido muy afortunado de no
encaramarse en lo que creía su cierta salvación.
En la breve pesquisa de su mirada
hacia el suelo, había podido observar en el piso de abajo un poderoso toldo se
encontraba aún abierto. Su aspecto daba la seguridad de ser una tela fuerte,
preparada para inclemencias y de buena calidad. Conocía los tejidos, era su
especialidad en la lavandería donde había estado tantos años y aguantaría.
Debía de aguantar su peso.
Se soltó, justo cuando una garra
estuvo a punto de prender sus indefensas manos. Dejó que el vacío hiciese su
trabajo. Notó la tela aguantar su peso, pero en contra de cuanto esperaba se
rasgó. Desesperado, se cogió a un trozo desgarrado en un intento de sostenerse.
Algo le perseguía, podía apreciarlo con la triste luz que portaba. Una sombra
que no estaba dispuesta a renunciar a su presa.
Se sujetó con fuerza al trozo de
toldo. Caía y a pesar de ello, aquello estaba a punto de darle alcance”.
Un pitido sonó, una cancioncilla
anunciaba unas galletas para el desayuno. Raúl esbozó un gesto de fastidio, esos
idiotas siempre lo interrumpían en lo mejor.
—Raúl, coge la mochila del
colegio. El autobús ya va a llegar —dijo su madre bajando la radio e insistió
con una sonrisa maliciosa— o habré de llevarte de las orejas, malandrín.
Raúl asintió, sabía dos cosas
seguras: su madre grabaría el resto y escucharían juntos; y de mayor,
trabajaría en una lavandería.
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