lunes, 4 de mayo de 2015

ENTRE LAS SOMBRAS



Destapó el registro y se precipitó por la estrecha tubería sin temer atorarse. Sus muchos años de entrenamiento en la emblemática nave Proa Cortada, la mejor escuela de asesinos, le capacitaban para ello.  No sin merecimiento, había sido elegido para esa misión tan importante y se esperaba la cumpliera con éxito.

Nar Xaxa se relamió de placer pensando en las prácticas, con voluntarios forzados, que durante su larga estancia bajo los auspicios de la temible Hilandera, había matado. Sus proyectiles certeros, cuando las víctimas se creían a salvo, o el mero deslizar de sus cuchillas dentro de aquellos cuerpos, en sus centros de dolor, disfrutando de esos últimos instantes, donde la vida se apagaba en su ojos y la expresión de terror, de la muerte cubriéndoles, les marcaba el rostro.

La propia Hilandera lo eligió. Una mujer de fino cuerpo, cuyo semblante estaba siempre tapado por una tela blanca inscrita con los símbolos de odio y traición. Su sensual voz hablándole sobre cuán afortunado había sido, no le evitaba estremecerse ante su presencia. Todos sabían cuan peligrosa era y el respeto, nacido de un puro terror ante todos sus movimientos, paralizaba mente y cuerpo de quienes la rodeaban.

Sabía que ella disfrutaba de ese poder y del miedo que transmitía a cuantos rodeaba. Daría cuanto le restaba de existir, por haber saboreado ese conocimiento, la satisfactoria sensación de que nadie puede tocarte y que toda vida, puede ser sofocada con la gracia y soltura que su maestra poseía.

“Eso es poder” pensó el sagaz asesino. Él solo podía aspirar a ser una imitación, un burdo aprendiz que con dificultad demostraría sus dones en aquel memorable día. Su presa era alguien muy codiciado. Podría decirse no existía una prueba mayor a que someterse, pero gracias a su aprendizaje, podía darse por muerta.

Había dejado un notable rastro a sus espaldas. Ocho guardias, tres vigilantes de élite y un oficial de la Línea Sacra, aunque este último, probablemente aún seguiría con vida. Los demás fueron fáciles, pero el oficial se negaba a morir y tuvo que precipitarlo por una de las laderas de la gigantesca montaña donde se encontraban. Más por desgracia, los integrantes de la Línea Sacra eran reacios a comportarse como el resto. Eran unos bastardos, duros y desafiantes. Justo el tipo de retos que gustaban a Nar Xaxa, aunque no había podido dedicarle el tiempo que hubiese deseado, tenía una misión que cumplir y no tenía motivos para entretenerse. La Hilandera, no se lo perdonaría.

Se arrastró, sin dificultad, por el angosto tubo de ventilación. Sus huesos se combaron, los órganos de su cuerpo, se acomodaron al escaso margen. Solo un reducido grupo, selecto y secreto, era capaz de tal hazaña, hasta llegar a un pequeño habitáculo, donde se ensanchaba y podría sentarse para una corta espera. 

El tiempo era esencial. Aunque dudaba de que encontrasen los cadáveres, el cuerpo de seguridad no era tan estúpido, como para no sospechar algo pasaba. Pero ese mismo desconcierto, jugaba en su favor. Había dejado pequeñas pistas, pruebas no concluyentes, desviarían su atención y les provocaría errar, lo suficiente para darle ese tiempo que necesitaba. 

“Haz que tus enemigos duden” decía su maestra a sus alumnos. No podía darle más la razón, la duda era una poderosa aliada y sabía aprovecharla en su beneficio.

Empezó a montar su arma. Era un rifle de precisión, unas piezas de exquisita elaboración que costaban una fortuna. Podía atravesar uno de sus proyectiles, una pared del metal empleado en las naves espaciales de guerra, con más de diez metros de espesor, sin perder su potencia, ni su trayectoria. Las balas, eran un secreto su creación y ni el propio Nar Xaxa, lo conocía.

“Da igual, hoy tenéis un nombre marcado” volvió a pensar, mientras miraba por un pequeño orificio el lugar donde su víctima, en escasos momentos, ocuparía su lugar. Una sala abarrotada, donde diversos representantes se congregaban, a la espera que el máximo dirigente imperial, llegara al puesto de honor.

—Ahí estas —dijo, suspendiendo el silencio al que hasta ese momento se había sometido. La bala se introdujo suavemente en la recamara y con calma, producto de un acto reflejo al cual ya estaba condicionado, apuntó.

Iba acompañado de dos mujeres, con esa pobre escolta le seguían unos tamborileros, a la antigua usanza, flanqueándolos. El ilustre hombre se acercó al asiento y de improviso, le miró justo al punto de mira, sintiendo sus escrutadores ojos. Hizo una vigorosa señal y los tambores comenzaron a sonar…

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