Destapó el
registro y se precipitó por la estrecha tubería sin temer atorarse. Sus muchos
años de entrenamiento en la emblemática nave Proa Cortada, la mejor escuela de
asesinos, le capacitaban para ello. No
sin merecimiento, había sido elegido para esa misión tan importante y se
esperaba la cumpliera con éxito.
Nar Xaxa se
relamió de placer pensando en las prácticas, con voluntarios forzados, que
durante su larga estancia bajo los auspicios de la temible Hilandera, había
matado. Sus proyectiles certeros, cuando las víctimas se creían a salvo, o el
mero deslizar de sus cuchillas dentro de aquellos cuerpos, en sus centros de
dolor, disfrutando de esos últimos instantes, donde la vida se apagaba en su
ojos y la expresión de terror, de la muerte cubriéndoles, les marcaba el
rostro.
La propia
Hilandera lo eligió. Una mujer de fino cuerpo, cuyo semblante estaba siempre
tapado por una tela blanca inscrita con los símbolos de odio y traición. Su
sensual voz hablándole sobre cuán afortunado había sido, no le evitaba
estremecerse ante su presencia. Todos sabían cuan peligrosa era y el respeto,
nacido de un puro terror ante todos sus movimientos, paralizaba mente y cuerpo
de quienes la rodeaban.
Sabía que ella
disfrutaba de ese poder y del miedo que transmitía a cuantos rodeaba. Daría
cuanto le restaba de existir, por haber saboreado ese conocimiento, la
satisfactoria sensación de que nadie puede tocarte y que toda vida, puede ser
sofocada con la gracia y soltura que su maestra poseía.
“Eso es poder”
pensó el sagaz asesino. Él solo podía aspirar a ser una imitación, un burdo
aprendiz que con dificultad demostraría sus dones en aquel memorable día. Su
presa era alguien muy codiciado. Podría decirse no existía una prueba mayor a
que someterse, pero gracias a su aprendizaje, podía darse por muerta.
Había dejado
un notable rastro a sus espaldas. Ocho guardias, tres vigilantes de élite y un
oficial de la Línea Sacra, aunque este último, probablemente aún seguiría con
vida. Los demás fueron fáciles, pero el oficial se negaba a morir y tuvo que
precipitarlo por una de las laderas de la gigantesca montaña donde se encontraban. Más
por desgracia, los integrantes de la Línea Sacra eran reacios a comportarse
como el resto. Eran unos bastardos, duros y desafiantes. Justo el tipo de retos
que gustaban a Nar Xaxa, aunque no había podido dedicarle el tiempo que hubiese
deseado, tenía una misión que cumplir y no tenía motivos para entretenerse. La
Hilandera, no se lo perdonaría.
Se arrastró, sin
dificultad, por el angosto tubo de ventilación. Sus huesos se combaron, los
órganos de su cuerpo, se acomodaron al escaso margen. Solo un reducido grupo,
selecto y secreto, era capaz de tal hazaña, hasta llegar a un pequeño habitáculo,
donde se ensanchaba y podría sentarse para una corta espera.
El tiempo era
esencial. Aunque dudaba de que encontrasen los cadáveres, el cuerpo de
seguridad no era tan estúpido, como para no sospechar algo pasaba. Pero ese
mismo desconcierto, jugaba en su favor. Había dejado pequeñas pistas, pruebas
no concluyentes, desviarían su atención y les provocaría errar, lo suficiente
para darle ese tiempo que necesitaba.
“Haz que tus
enemigos duden” decía su maestra a sus alumnos. No podía darle más la razón, la
duda era una poderosa aliada y sabía aprovecharla en su beneficio.
Empezó a
montar su arma. Era un rifle de precisión, unas piezas de exquisita elaboración
que costaban una fortuna. Podía atravesar uno de sus proyectiles, una pared del
metal empleado en las naves espaciales de guerra, con más de diez metros de
espesor, sin perder su potencia, ni su trayectoria. Las balas, eran un secreto
su creación y ni el propio Nar Xaxa, lo conocía.
“Da igual, hoy
tenéis un nombre marcado” volvió a pensar, mientras miraba por un pequeño
orificio el lugar donde su víctima, en escasos momentos, ocuparía su lugar. Una
sala abarrotada, donde diversos representantes se congregaban, a la espera que
el máximo dirigente imperial, llegara al puesto de honor.
—Ahí estas
—dijo, suspendiendo el silencio al que hasta ese momento se había sometido. La
bala se introdujo suavemente en la recamara y con calma, producto de un acto
reflejo al cual ya estaba condicionado, apuntó.
Iba acompañado
de dos mujeres, con esa pobre escolta le seguían unos tamborileros, a la antigua
usanza, flanqueándolos. El ilustre hombre se acercó al asiento y de improviso, le
miró justo al punto de mira, sintiendo sus escrutadores ojos. Hizo una vigorosa
señal y los tambores comenzaron a sonar…
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