-¡No hay límites! –gritó
enfurecida Test mientras alzaba su mano derecha y los dedos hacían presa en un
poderoso haz de luz. Lo contuvo al mismo tiempo que en la izquierda forjaba un
escudo envolviéndola, una fina y en apariencia débil pantalla con la cual
pretendía defenderse del ataque de los marchitos rodeándola.
Quien hubiera observado sus ojos
en aquellos momentos, habría visto un fogonazo en sus iris prendiéndolos desde el
interior y unos minúsculos rayos eléctricos atravesando su melena negra,
disolviéndose tan deprisa que hubiera parecido un acelerado sueño. Su bello
rostro adquirió una superior beldad, brillando como si la furia interna que la
dominaba transformase en otro ser muy diferente a la humana maga.
Debía defender a los indefensos
hombres, cuyos cuerpos yacían extenuados en el suelo rodeándola en un intento
vano de protegerla. Todo parecía en su contra, pero la archimaga de Tamtasia
iba a demostrar el porqué de su bien merecido rango.
El tiempo se detuvo, mientras los
haces de luz de su mano cerrada y amenazante, empezaron a desplazarse sinuosos
y erráticos. Simples luminarias, no más intensas que la luz de un pobre candil,
arrastrándose en todas direcciones como múltiples tentáculos intentando rodear
a sus presas y eligiendo las posiciones donde fuesen más efectivos.
Los marchitos actuaron. De sus
bocas vacías murieron palabras huecas, sonidos inexistentes terrores de la
oscuridad, alcanzaron el plano de la realidad y en negra densidad se
abalanzaron sobre la protección de Test. Llevaban la muerte, horrible y
certera, contra toda vida. Eclipse de sol perpetuo, luna nueva sangrienta, la
oscuridad más profunda donde no puede existir luz alguna ni la vida soporta. El
fin de todo y la nada para siempre.
Golpearon la paupérrima carcasa,
el fino hilo tejido en un instante por aquella humana desafiante y altanera que
habían de castigar. El escudo pareció ceder, encogiéndose ante la presión de
algo que no existía y clamaba ser. Pronto quebraría, atrapando en sus redes la
vana llama de la viviente mujer y agotándola en un suspiro. Como cascarón
hueco, nada de ella quedaría y desplomaría al suelo, siendo polvo y nada más.
Pero… la capa de luz, esfera
perfecta que amparaba también a los caídos, no cedió. Los ojos de la mujer
brillaron más intensos, iris oscuros más vivos que nunca con su esclerótica
límpida, clara como la voluntad que tras ella se amparaba.
Sus manos férreas se movieron con
decisión, abriendo la que atrapaba la luz serpenteante y cerrando la forjadora
de su escudo. Una única palabra salió de sus labios, rojos y sugerentes, tan
dichosos de ser contemplados como cualquier otra parte del inmaculado rostro.
En boca de otro individuo nada significaría, en los de la archimaga,
significaban la más brutal destrucción.
Luz, intensa y sin mesura; fuego
ardiente, llama insuperable, resplandor sin fin.
Los marchitos atravesados por los
brazos de la temible explosión se deshicieron, arrasados, pulverizados por la
incontenible energía desatada. No podían comprender la intensidad de la
emociones de la muchacha que se les oponía, confundidos y vencidos, los
restantes decidieron huir, escapar de esa aniquilación segura que la mujer
prometía concederles si la retaban a ello.
Había vencido. Orgullosa como
siempre demostraba, apenas pudo tenerse en pie al momento siguiente. No deseaba
mostrarse débil y desamparada, pero el brazo derecho le ardía con fuerza y
sentía unas nauseas inapropiadas para poderse mantener en pie.
Alguien la sostuvo mientras
vomitaba sin pudor alguno, bilis de colores indefinidos y lo que era el
producto de su última comida. El sabor acido le inundaba la garganta y solo una
de las manos que la amparaba, sujetándola con fuerza en la frente, le evitaba
perder el sentido y con ello, el orgullo que la mantenía alerta.
Esas manos sosteniéndola eran muy
grandes y por cuanto podía observar en su malhadado estado, unos brazos mucho
más poderosos las continuaban. Solo conocía alguien así, la confiada y
bonachona clériga de la Orden Ordenada de Notedigo.
-Debes administrar tu fuerza
–escuchó en su dolorida cabeza, la reprimenda de esa verdadera amiga era
acertada, demostrando su sabiduría callada y nada ostentosa.
-No, mi buena clériga. No hay
límites, no debe haberlos en esta eterna guerra –habló con la tráquea ardiente,
aunque ninguna palabra se escuchó, salvo en la mente de quien era su destino
–no hay límites, cuando se trata de salvar vidas. Es la principal lección que me
enseñaron y la he aprendido bien. Muy bien.
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