Atravesó la llanura como si fuese una centella errante, como
si la propia vida le indujese en aquel empeño, mirando al suelo repleto de la
exuberante vegetación de la primavera que renacía en aquella época y daba color
a lo que antes había cubierto con espesas nieves.
Fuegodeazur animó a su brava
montura a continuar galopando, salvaje y veloz, cual ella se sentía en aquellos
breves momentos donde daba rienda suelta a la pasión que encerraba.
Llevaba su melena suelta, ese
espeso pelo brillante con la infrecuente tonalidad verde que parecía
incendiarse al volar libre tras su cabeza, provocando el extraño efecto de una
hoguera mágica campando a sus anchas y amenazando con extender su fuego a todas
partes.
Sentía deseos de liberarse, de
huir de todo cuanto la rodeaba y seguir trotando con su caballo hasta el fin de
sus días. Quería haber sido otra persona, una vida sencilla alejada de todo
aquel ajetreo y exigencia, de toda responsabilidad, de toda consecuencia.
Lejos, deseaba encontrarse muy lejos de cualquier parte, sin ataduras de
ninguna clase.
Iba rumbo hacía donde el sol se
escondía. Siempre en su dirección, azuzada por la bruma de su interior, esa
tempestad que la asolaba abrumándola con preguntas cuyas respuestas no deseaba
escuchar, provocándole un mayor deseo de desaparecer para siempre y descansar.
Un descanso que creía merecer desde hacía mucho tiempo.
Su caballo trastabilló. Empezó a
comprender debía detenerse y dar ese reposo que tanto quería a su compañero de
huida. Miró hacia atrás, intentando ver si alguien la había seguido y si era
prudente detenerse en aquel sitio con tan pocas probabilidad de escapar a la
vista de un posible rastreador. La llanura poblada de una variada inmensidad de
flores silvestres no era lugar para ocultarse, sino para deleitarse con su
contemplación, pero también estaba agotada y una breve parada serviría a su
propósito.
Tiró de las riendas con desgana,
no deseaba dar esa orden, cuerpo y pensamiento obraban de diferente manera
negándose a corresponder uno con el otro, hasta pararse del todo.
Seguía envarada en su silla de
montar, un bello regalo que su maestra y amiga le había hecho hacia tiempo.
Sentía el duro cuero y el armazón de su estructura como si tuviera vida propia,
aunque sabía no se trataba sino el agitado cuerpo del caballo, recuperando el
aliento tras la prolongada carrera.
Decidió poner pie en el suelo,
resbalando con torpeza y cayendo larga en la blanda superficie formada por una
multitud de viva naturaleza que la acogió con delicadeza.
“No debería de levantarme nunca”
pensó en aquella relajada posición, mientras su caballo la olfateaba preocupado
por el estado de su dueña luego, al comprobar nada serio le pasaba, empezó a
pastar de las ricas hierbas que a su parecer eran un delicioso bocado.
Se abandonó al sueño, cansada por
la excitación de su comportamiento y por hechos pasados que prefería olvidar.
De repente se vio trasladada a
otro lugar, muy lejano de donde se encontraba, pero no podía evitar reconocerlo
y sentirse sobrecogida por su contemplación. En lo alto de una montaña una
visión de cuanto se movía a sus pies la dejaba sin habla. Nunca creyó pudiera
haber tantos y tan variados seres, a pesar de que su viva imaginación podía
muchas veces dominarla y hacerla pensar cosas imposibles, aquello superaba
cualquier expectativa y razonamiento. No podía dar crédito a sus propios ojos,
todo eso era un sueño. El sueño de una niña que se negaba a ser mujer y en su
fantasía, creaba aquella ilusión.
Sintió el peso de su espada como
nunca hasta entonces lo había percibido. La notaba tirante, exigiéndole el pago
de sangre que siempre deseó derramar, el filo preparado para cortar y dar
muerte, aullaba la dejase libre, suelta en sus manos lista para la batalla que
tendría lugar.
Siempre había querido manejar un
arma así. Se la había regalado alguien a quien apreciaba de veras, una
excelente espada de la cual se desprendió su dueña sin ningún pesar, sabiendo
que jamás podría volver a reclamarla.
La duda le dominaba, aún cuando
había demostrado ser una excelente luchadora aquel no era su mundo. Las
palabras y la concentración, símbolos y habilidades innatas como el reunir
suficiente potencial entre sus manos para arrasar ejércitos enteros. Ese era su
real dominio, no el del acero que tanto se empeñaba en controlar y al cual,
tantas horas había dedicado.
Desenfundó su arma, observando el
lema que llevaba grabado en una bella orla a través de toda su hoja: El verde
es mi color. Era una frase con la cual estaba totalmente de acuerdo, ella misma
pertenecía al “Fuego Verde”, verde era su piel y la voluminosa mata de cabello,
una señal innata de que estaba bendecida para el uso de la magia, de que debía
servir a su pueblo hasta la última gota de su sangre. Que por cierto, no era
verde sino roja, y aquello siempre le hizo cuestionarse si además del reverenciado
color que la definía, no tendría que sentir cierto aprecio por esa sustancia
que le pertenecía y constituía parte de su propio ser.
-Todos los colores deben ser
respetados, amiga mía –se volvió para encontrarse a su lado a quien menos
esperaba en aquel momento- es la ausencia de todo color lo que debería ponerte
en alerta. Es tu mayor enemigo –sonrió con aprecio- y por supuesto, también el mío.
-Hurtadillas llegó en silencio como siempre hacia y Fuegodeazur asintió con su
cabeza esa reflexión. Si era necesaria la haría suya también y procuraría
aprender de esa breve enseñanza que tan sencilla parecía, aunque llevarla a la
práctica fuese realmente complicado.
-Tanserena te hizo un excepcional
regalo y no dudo sabrás manejarla con soltura, pero ahora deberías envainarla.
Ningún enemigo hay en las cercanías, tiempo tendrás de utilizarla en su
momento, aunque por desgracia en nuestra tierra soplan malos vientos y toda
buena guerrera será bienvenida.
-¿Crees puedo ser una buena
espadachín? –preguntó con toda la curiosidad del mundo.
Hurtadillas no parecía haber
escuchado estas palabras, se acercó como si quisiera observarla con
detenimiento antes de esbozar ninguna respuesta y solo cuando estuvo segura le
contestó.
-¿Acaso eres una mal hechicera? O
en tan poco te estimas que necesitas de mi aprobación.
-Soy una excelente hechicera. He
tenido una magnifica maestra y unas excepcionales compañeras, las aprecio con
todo mi ser pero una parte de mí, me susurra otros caminos…
Hurtadillas sonrió. Era esa clase
de sonrisa que raras veces se reflejaba en su rostro, últimamente serio y
preocupado, muy alejado de la vivaz elfa que conocían de antaño. Su faz brilló
con la intensidad de una hiriente estrella, cegando a la orca e impidiéndole ver
nada a su alrededor.
-Entonces, debes tomarlo… -sintió
la mano de la Dama Verde empujándola. Fue breve aquel contacto, aunque
suficiente para hacerla caer por la ladera de la montaña, rodando hacia un
monstruoso precipicio que daría fin a todos sus dilemas.
En aquel momento, nada le
importaba salvo intentar agarrarse para evitar su inmediata muerte. Manoteó y
pataleó en todas direcciones, pero seguía cayendo sin remisión y no veía
solución alguna. Su mente le forzó a sacar el arma y en un instante de
desesperación, clavarla fuerte en el suelo, donde nieve y roca compartían su
presencia.
Se detuvo, asida con firmeza en
la empuñadura de su espada. Respiraba con agitación, debido a la tensión que
aquel acontecimiento le había impuesto y sentía su cuerpo estremecerse por
cuanto podía haber pasado. Fue en ese instante, cuando vio claro el error que
había cometido y su torpeza en cuanto a su actuación. Arrancó la espada y se
dejo caer por el insondable abismo.
Sus ojos se abrieron, cual
revelación había comprendido el camino a seguir. Se levantó y haciendo uso de
sus poderes, levitó hasta sentarse en su montura. Daba igual a donde cayese o
que ocurriese, podía hacer uso de su fuerza y magia por igual. Valida en ambas
aptitudes, nada debía de temer si era precavida y los combinaba en la lucha.
Suspiró, convencida de su
decisión y con renacido aplomo, dio la vuelta y emprendió el camino de vuelta
con los suyos. Con toda la gente de Tamtasia.
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