lunes, 25 de marzo de 2013

CUENTOS Y CUENTAS (3ªPARTE)



Habían llamado en la puerta trasera de la casa, la sirviente de mis padres Contodosigo, no tuvo ningún reparo en atender al tendero, quien todos los días traía las provisiones frescas acordadas. A final de mes, mi padre Trapolimpio se acercaba a su establecimiento, finiquitando la deuda y vuelta a empezar en un nuevo mes, todo era como un reloj cuidadosamente controlado, sin lugar para sorpresas ni emociones. Rosapiel, mi madre, se ocupaba de mis hermanos menores y mi hermana mayor, la cual estaba en relaciones con el hijo de un conocido mercader, hacia las veces de ama de llaves. Le gustaba el orden y la pulcritud, comprobando por todos lados las cosas estaban a gusto de la familia, eso era decir tanto como a gusto de mi padre, pero mi madre en los asuntos de la casa, siempre tenía la última palabra.

Como era habitual, discutían si debían cambiar las cortinas del salón o no. Era una cuestión de suma trascendencia, pues la vida social se llevaba allí y quienes visitaban mi casa, eran gentes de alta sociedad. las cuales en su vida nada habían hecho para esforzarse en salir de su rutina diaria, complacían en aspectos tan vanos como el color de un paño o la vestimenta de tal persona.

Yo permanecía en la cocina, dispuesto a emprender la jornada laboral de revisar balances y hacer cuentas. Ignoraba cuando iba a hacer su aparición Cantabulla, bastante preocupación tenia con las consecuencias que podría acarrear esa visita y la fiel Contodosigo, advirtió mi nerviosismo.

-Estas muy remolón con tu desayuno, ¿te ocurre algo? –tenía la confianza suficiente para indagar en mi vida. De hecho, servía allí antes de nacer yo y formaba parte de nuestra familia, desde antes de haberse casado mis padres, pues pertenecía al servicio de mi madre y fue cedida como regalo por mi abuelo de su propia casa. A todo decir no era una esclava, sino una persona libre y cobraba por su trabajo, el cual nadie dudaba era siempre bien realizado. Excelente cocinera y mejor persona, era para mi una segunda madre a quien acudir, cuando la primera estaba demasiado ocupada con el resto de los habitantes de esa controlada vivienda.

-No. Solo estaba pensando –dije para calmar mi propia intranquilidad.

-Pues piensas mucho y comes poco. Acaba con la leche y trágate todo lo demás, hay que empezar el día bien alimentado.

-Sí, “mama” –conteste con la sorna de quien juega.

La sirvienta me miro con agrado, asintiendo mi respuesta en una clara negación. Era una mujer mayor, pero fuerte. Venia, según contaban malas lenguas, del norte; de las tierras bárbaras, decían las gentes, como si aquello fuese un insulto. Para mí, era la mejor persona del mundo y nadie me haría cambiar de opinión. Me importaba un rábano de donde procediese. 

El timbre de la puerta principal sonó esta vez. Para sorpresa mía, el sonido fue diferente al de siempre, quien tocaba este disfrutaba de un sentido musical que hacía imposible evitar escuchar esa llamada.

-¿Quién será a estas horas de la mañana? –la criada salió presta para ver quien osaba turbar el cotidiano desenlace de aquel día.

Mi hermana llegó antes. Estaba intrigada por descubrir el responsable de haber dotado a la campana de tamaña elegancia en su toque. La puerta se abrió, con una intensidad que a mi me pareció diferente a la de cualquier otra circunstancia. Dos sombras destacaban contra la luz de la calle, inundado esta el ancho vestíbulo con su destello.

Rosalimpia tardo un instante, el de sus ojos de acomodarse a esta intrusión, en reconocer a quienes se acomodaban en la entrada esperando ser recibidos.

-¡Maestro Cantabulla! Es un gran honor recibiros en mi casa, ¿en qué podemos serviros? –dijo con cuanta desenvoltura pudo reunir. La presencia de aquel bardo en su casa, era como si el propio emperador hubiese emprendido tal acción. Mi familia era respetada, pero por tenderos y comerciantes, no por gente noble ni artistas consagrados.

-Me habéis reconocido, ¡que desilusión! Esperaba presentarme como una persona cualquiera y así deseo me tratéis. Mis títulos nada importan, no estoy aquí en un acto oficial, solo es un asunto particular del cual deseo hablar con urgencia.

Mi hermana no pudo disimular su sorpresa, fue entonces cuando se percato de la presencia de la segunda persona. Una muchacha, vestida con distinción, se encontraba a su lado y miraba fija al interior del vestíbulo.

Era Finasilla y sus turbadores ojos clavaron su daga en mi corazón. Si vestida con sus trajes de saltimbanqui era digna de atención, ahora dudaba cualquiera otra dama de la corte en Gran Capital pudiese disputarle el título a la más bella. O eso al menos, me pareció en aquel instante mágico.

Llevaba el pelo oscuro muy corto por los lados. Un flequillo, en apariencia descuidado, caía sobre su frente, ensalzando aún más aquellos encantadores ojos. Estaban rodeados por una pequeña sombra color verde y los enmarcaba como una obra de arte. Dos coletas se entrecruzaban, sosteniendo el más largo cabello de su espalda y evitando este traspasase el límite de esa hermosa nuca, la cual apenas me habían dejado ocasión de ver.

El bardo presento a aquella mujer como su ayudante y ambos fueron introducidos al salón, donde mis estupefactos padres aguardaban tan insigne visitante.

Finasilla no hizo intención de mirarme más y con gentil cortesía acepto el asiento que mi padre cedió a quien consideraba dama de abolengo. Nada tardo en ensalzar la decoración del lugar y ganarse el aprecio de mi madre con sus lisonjas, se comportaba como alguien de la realeza. Sospechaba aquello no era sino una extensión de su vida de artista, representando un papel del cual ella, no tenía nada que ver.

-Maestro, ya me diréis el asunto de vuestra visita. A decir verdad, estamos perplejos por vuestra inesperada atención -. Mi padre frotaba su mentón, señal inequívoca de que se encontraba fuera de lugar. Siempre lo hacia cuando se sentía inquieto.

-Bien, me gusta ser directo. Un artista ha de serlo, si no perdería todo su misterio –el bardo se acomodo junto a mi padre, dispuesto a entablar un duelo por mi.

-Vuestro hijo merece de mi atención. No he visto tal predisposición en un arte como la de Trapopiel, ni puedo permitir esta se mal pierda, una vez conocida.

-¡Mi hijo, un artista! pero eso no puede ser. En mi familia jamás ha existido un precedente de nadie dotado para ningún arte, permitidme os diga habéis confundido la dirección, de seguro os han tomado el pelo, si me permitís ser tan franco.

Mi madre se removió. Reconocí al instante el deseo de intervenir en la conversación, pero mi padre siguió hablando de las cualidades innatas de su hijo, del dominio sobre la aritmética y la fidelidad al cliente, de unas respetables formas de ganarse la vida, sin la intempestiva vida ambulante ni la incertidumbre de saber si cuanto crea será bien aceptado o no.

Cantabulla rio. Lo hizo sin malicia alguna, aunque mi padre se molesto por aquel comportamiento tan espontaneo. Cuando termino, los ojos le lloraban y tuvo que secárselos con cuidadoso esmero.

-Perdonad. Los asuntos cotidianos siempre me han parecido tan triviales e innecesarios para la vida verdadera, que no puedo evitar reírme por esa insensata consideración.

-Os creía una persona más sensata, maestro Cantabulla. La verdad, no se que pensar de vuestras palabras.

-Mis palabras no importan. Importan los hechos y estos son lo suficientemente elocuentes como para tener la osadía de llevarme a vuestro hijo de aquí, cuanto antes mejor. Respeto vuestro trabajo, no me consideréis insolente por ello. Es esa burda apreciación de la vida, la cual no puedo tolerar.

-¿Os atrevéis a juzgar mi forma de pensar? Mi hijo no se moverá de aquí y llamaré a la guardia si es necesario, me importa un bledo si sois el famoso Cantabulla o no. Si es necesario yo mismo os echare a patadas de aquí –mi padre estaba rojo de enfado, parecía fuese a levantarse y emprenderla a golpes con todo.

-No podría esperar menos de un padre por su hijo, eso os elogia. No pretendo causaros daño alguno, ni ningún mal a vuestra familia. Sois un hombre honrado y de fuertes convicciones, no lo dudo, pero corréis un grave peligro. Muchacho, canta una estrofa de tus libretas –le arrojó estas a su regazo con notable maestría- y cuando te ordene callar, lo haces de inmediato.

Finasilla estaba tensa. Preparada a saltar si era necesario, mirándome con esos ojos poderosos, como el día anterior y preguntándome el secreto guardado tras estos.

-¡Mis libretas! Me las birlasteis, sois un truhan, Cantabulla. Pretendíais acaso apropiaros de mi trabajo.

-Canta hijo mío. Tengo curiosidad por conocer tu habilidad. Canta –mi madre me sorprendió por aquellas palabras. Se había levantado tan rápida como sus piernas le permitieron y ahora me cogía por la mano. Una extraña luz iluminaba sus ojos, como una sospecha la cual veía ahora cumplirse sin remedio.

Me sentí impresionado por el ruego de mi progenitora. Estaba enfadado con el bardo y su acompañante, se habían apropiado de las libretas donde guardaba mis composiciones. Lo consideraba algo personal, como un diario, en el cual recopilaba emociones de todo tipo, que me resultaban imposibles de comentar a viva voz con otra persona. Era como si hubiesen robado mi alma.

Decidido a demostrar mi valia, abrí uno de los cuadernos por cualquier lado. Una estrofa al azar, fue la elegida. Carraspee un momento, aunque no lo necesitaba. Si debía dar empuje a mi actuación, también debía tener al público expectante a mi inicio.

Cante. Una palabra tras otra, cerré los ojos al pronunciarlas, sentí como vibraban mis cuerdas vocales y el poder de estas se expandía por todo el salón. Ahora no necesitaba seguir leyendo, conocía aquella composición y esta se extendía en mi mente, debía dar rienda suelta a este y no ponerle límite alguno.

-¡Calla! –escuche. Había sido Cantabulla, pero ignoré su mandato y seguí cantando. Solo unas palabras más-, ¡calla! –volví a escuchar, esta vez parecía más una súplica-, ¡calla de una vez! –gritó, ahora eran unas palabras dolorosas brotando de una garganta agónica. 

Alguien me tapo la boca con brusquedad. Abrí los ojos y vi a Finasilla abalanzada sobre mi, caímos por su empuje al suelo. Su mano era fuerte, apretaba mi mandíbula para evitar saliesen nuevos sonidos por esta, aunque evitó hacerme demasiado daño. Me miraba con horror y compasión, e incluso una lágrima surcaba su rostro, esta brillaba en su piel tostada, suave y tersa. Tan cerca de mí que su aliento agitado me golpeaba la cara.

-¡Por los cielos, muchacho! La próxima vez, obedece cuando alguien te lo diga o nos mataras a todos –exclamó con dificultad- ni siquiera has llegado a cantar dos líneas y has puesto tu empeño en ello. 

La chica soltó a su presa y lo levantó. Se desprendió de unos tapones en los oídos y respiro aliviada por librarse de ese impedimento auditivo. Vio entonces a sus padres desmayados, su hermana también yacía en el suelo caída, parecía sufrir espasmos y el bardo la atendía como mejor podía. 

-Mi querido Trapopiel, ahora comprenderás el drama de tu voz y el por que me encuentro aquí. Y la necesidad de que vengas conmigo –dijo Cantabulla, quien había confirmado sus temores sobre el joven.

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