Habían llamado en la puerta trasera de la casa,
la sirviente de mis padres Contodosigo, no tuvo ningún reparo en atender al
tendero, quien todos los días traía las provisiones frescas acordadas. A final
de mes, mi padre Trapolimpio se acercaba a su establecimiento, finiquitando la
deuda y vuelta a empezar en un nuevo mes, todo era como un reloj cuidadosamente
controlado, sin lugar para sorpresas ni emociones. Rosapiel, mi madre, se
ocupaba de mis hermanos menores y mi hermana mayor, la cual estaba en
relaciones con el hijo de un conocido mercader, hacia las veces de ama de
llaves. Le gustaba el orden y la pulcritud, comprobando por todos lados las
cosas estaban a gusto de la familia, eso era decir tanto como a gusto de mi
padre, pero mi madre en los asuntos de la casa, siempre tenía la última
palabra.
Como era habitual, discutían si debían cambiar
las cortinas del salón o no. Era una cuestión de suma trascendencia, pues la
vida social se llevaba allí y quienes visitaban mi casa, eran gentes de alta
sociedad. las cuales en su vida nada habían hecho para esforzarse en salir de su
rutina diaria, complacían en aspectos tan vanos como el color de un paño o
la vestimenta de tal persona.
Yo permanecía en la cocina, dispuesto a emprender
la jornada laboral de revisar balances y hacer cuentas. Ignoraba cuando iba a
hacer su aparición Cantabulla, bastante preocupación tenia con las
consecuencias que podría acarrear esa visita y la fiel Contodosigo, advirtió mi
nerviosismo.
-Estas muy remolón con tu desayuno, ¿te ocurre
algo? –tenía la confianza suficiente para indagar en mi vida. De hecho, servía
allí antes de nacer yo y formaba parte de nuestra familia, desde antes de
haberse casado mis padres, pues pertenecía al servicio de mi madre y fue cedida
como regalo por mi abuelo de su propia casa. A todo decir no era una esclava,
sino una persona libre y cobraba por su trabajo, el cual nadie dudaba era
siempre bien realizado. Excelente cocinera y mejor persona, era para mi una
segunda madre a quien acudir, cuando la primera estaba demasiado ocupada con el
resto de los habitantes de esa controlada vivienda.
-No. Solo estaba pensando –dije para calmar mi
propia intranquilidad.
-Pues piensas mucho y comes poco. Acaba con la
leche y trágate todo lo demás, hay que empezar el día bien alimentado.
-Sí, “mama” –conteste con la sorna de quien
juega.
La sirvienta me miro con agrado, asintiendo mi
respuesta en una clara negación. Era una mujer mayor, pero fuerte. Venia, según
contaban malas lenguas, del norte; de las tierras bárbaras, decían las gentes,
como si aquello fuese un insulto. Para mí, era la mejor persona del mundo y
nadie me haría cambiar de opinión. Me importaba un rábano de donde procediese.
El timbre de la puerta principal sonó esta vez.
Para sorpresa mía, el sonido fue diferente al de siempre, quien tocaba este
disfrutaba de un sentido musical que hacía imposible evitar escuchar esa llamada.
-¿Quién será a estas horas de la mañana? –la criada
salió presta para ver quien osaba turbar el cotidiano desenlace de aquel día.
Mi hermana llegó antes. Estaba intrigada por
descubrir el responsable de haber dotado a la campana de tamaña elegancia en su
toque. La puerta se abrió, con una intensidad que a mi me pareció diferente a
la de cualquier otra circunstancia. Dos sombras destacaban contra la luz de la
calle, inundado esta el ancho vestíbulo con su destello.
Rosalimpia tardo un instante, el de sus ojos de
acomodarse a esta intrusión, en reconocer a quienes se acomodaban en la entrada
esperando ser recibidos.
-¡Maestro Cantabulla! Es un gran honor recibiros
en mi casa, ¿en qué podemos serviros? –dijo con cuanta desenvoltura pudo reunir.
La presencia de aquel bardo en su casa, era como si el propio emperador hubiese emprendido tal acción. Mi familia era respetada, pero por tenderos y comerciantes,
no por gente noble ni artistas consagrados.
-Me habéis reconocido, ¡que desilusión! Esperaba
presentarme como una persona cualquiera y así deseo me tratéis. Mis títulos nada
importan, no estoy aquí en un acto oficial, solo es un asunto particular del
cual deseo hablar con urgencia.
Mi hermana no pudo disimular su sorpresa, fue
entonces cuando se percato de la presencia de la segunda persona. Una muchacha,
vestida con distinción, se encontraba a su lado y miraba fija al interior del vestíbulo.
Era Finasilla y sus turbadores ojos clavaron su
daga en mi corazón. Si vestida con sus trajes de saltimbanqui era digna de
atención, ahora dudaba cualquiera otra dama de la corte en Gran Capital
pudiese disputarle el título a la más bella. O eso al menos, me pareció en
aquel instante mágico.
Llevaba el pelo oscuro muy corto por los lados. Un
flequillo, en apariencia descuidado, caía sobre su frente, ensalzando aún más
aquellos encantadores ojos. Estaban rodeados por una pequeña sombra color
verde y los enmarcaba como una obra de arte. Dos coletas se entrecruzaban,
sosteniendo el más largo cabello de su espalda y evitando este traspasase el
límite de esa hermosa nuca, la cual apenas me habían dejado ocasión de ver.
El bardo presento a aquella mujer como su
ayudante y ambos fueron introducidos al salón, donde mis estupefactos padres
aguardaban tan insigne visitante.
Finasilla no hizo intención de mirarme más y con
gentil cortesía acepto el asiento que mi padre cedió a quien consideraba dama
de abolengo. Nada tardo en ensalzar la decoración del lugar y ganarse el
aprecio de mi madre con sus lisonjas, se comportaba como alguien de la realeza.
Sospechaba aquello no era sino una extensión de su vida de artista,
representando un papel del cual ella, no tenía nada que ver.
-Maestro, ya me diréis el asunto de vuestra
visita. A decir verdad, estamos perplejos por vuestra inesperada atención -. Mi
padre frotaba su mentón, señal inequívoca de que se encontraba fuera de lugar.
Siempre lo hacia cuando se sentía inquieto.
-Bien, me gusta ser directo. Un artista ha de
serlo, si no perdería todo su misterio –el bardo se acomodo junto a mi padre,
dispuesto a entablar un duelo por mi.
-Vuestro hijo merece de mi atención. No he visto
tal predisposición en un arte como la de Trapopiel, ni puedo permitir esta se
mal pierda, una vez conocida.
-¡Mi hijo, un artista! pero eso no puede ser. En
mi familia jamás ha existido un precedente de nadie dotado para ningún arte,
permitidme os diga habéis confundido la dirección, de seguro os han tomado el
pelo, si me permitís ser tan franco.
Mi madre se removió. Reconocí al instante el
deseo de intervenir en la conversación, pero mi padre siguió hablando de las
cualidades innatas de su hijo, del dominio sobre la aritmética y la fidelidad al
cliente, de unas respetables formas de ganarse la vida, sin la intempestiva
vida ambulante ni la incertidumbre de saber si cuanto crea será bien aceptado o
no.
Cantabulla rio. Lo hizo sin malicia alguna,
aunque mi padre se molesto por aquel comportamiento tan espontaneo. Cuando
termino, los ojos le lloraban y tuvo que secárselos con cuidadoso esmero.
-Perdonad. Los asuntos cotidianos siempre me han parecido
tan triviales e innecesarios para la vida verdadera, que no puedo evitar reírme
por esa insensata consideración.
-Os creía una persona más sensata, maestro
Cantabulla. La verdad, no se que pensar de vuestras palabras.
-Mis palabras no importan. Importan los hechos y
estos son lo suficientemente elocuentes como para tener la osadía de llevarme a
vuestro hijo de aquí, cuanto antes mejor. Respeto vuestro trabajo, no me consideréis
insolente por ello. Es esa burda apreciación de la vida, la cual no puedo
tolerar.
-¿Os atrevéis a juzgar mi forma de pensar? Mi
hijo no se moverá de aquí y llamaré a la guardia si es necesario, me importa un
bledo si sois el famoso Cantabulla o no. Si es necesario yo mismo os echare a
patadas de aquí –mi padre estaba rojo de enfado, parecía fuese a levantarse y
emprenderla a golpes con todo.
-No podría esperar menos de un padre por su hijo,
eso os elogia. No pretendo causaros daño alguno, ni ningún mal a vuestra
familia. Sois un hombre honrado y de fuertes convicciones, no lo dudo, pero corréis
un grave peligro. Muchacho, canta una estrofa de tus libretas –le arrojó estas
a su regazo con notable maestría- y cuando te ordene callar, lo haces de
inmediato.
Finasilla estaba tensa. Preparada a saltar si era
necesario, mirándome con esos ojos poderosos, como el día anterior y preguntándome
el secreto guardado tras estos.
-¡Mis libretas! Me las birlasteis, sois un
truhan, Cantabulla. Pretendíais acaso apropiaros de mi trabajo.
-Canta hijo mío. Tengo curiosidad por conocer tu
habilidad. Canta –mi madre me sorprendió por aquellas palabras. Se había
levantado tan rápida como sus piernas le permitieron y ahora me cogía por la
mano. Una extraña luz iluminaba sus ojos, como una sospecha la cual veía ahora
cumplirse sin remedio.
Me sentí impresionado por el ruego de mi
progenitora. Estaba enfadado con el bardo y su acompañante, se habían apropiado
de las libretas donde guardaba mis composiciones. Lo consideraba algo personal,
como un diario, en el cual recopilaba emociones de todo tipo, que me resultaban
imposibles de comentar a viva voz con otra persona. Era como si hubiesen robado
mi alma.
Decidido a demostrar mi valia, abrí uno de los cuadernos por cualquier lado. Una estrofa al azar, fue la elegida. Carraspee un
momento, aunque no lo necesitaba. Si debía dar empuje a mi actuación, también
debía tener al público expectante a mi inicio.
Cante. Una palabra tras otra, cerré los ojos al
pronunciarlas, sentí como vibraban mis cuerdas vocales y el poder de estas se expandía
por todo el salón. Ahora no necesitaba seguir leyendo, conocía aquella
composición y esta se extendía en mi mente, debía dar rienda suelta a este y no
ponerle límite alguno.
-¡Calla! –escuche. Había sido Cantabulla, pero
ignoré su mandato y seguí cantando. Solo unas palabras más-, ¡calla! –volví a
escuchar, esta vez parecía más una súplica-, ¡calla de una vez! –gritó, ahora
eran unas palabras dolorosas brotando de una garganta agónica.
Alguien me tapo la boca con brusquedad. Abrí los
ojos y vi a Finasilla abalanzada sobre mi, caímos por su empuje al suelo. Su
mano era fuerte, apretaba mi mandíbula para evitar saliesen nuevos sonidos por
esta, aunque evitó hacerme demasiado daño. Me miraba con horror y compasión, e
incluso una lágrima surcaba su rostro, esta brillaba en su piel tostada, suave
y tersa. Tan cerca de mí que su aliento agitado me golpeaba la cara.
-¡Por los cielos, muchacho! La próxima vez,
obedece cuando alguien te lo diga o nos mataras a todos –exclamó con dificultad-
ni siquiera has llegado a cantar dos líneas y has puesto tu empeño en ello.
La chica soltó a su presa y lo levantó. Se desprendió
de unos tapones en los oídos y respiro aliviada por librarse de ese impedimento
auditivo. Vio entonces a sus padres desmayados, su hermana también yacía en el
suelo caída, parecía sufrir espasmos y el bardo la atendía como mejor podía.
-Mi querido Trapopiel, ahora comprenderás el
drama de tu voz y el por que me encuentro aquí. Y la necesidad de que vengas
conmigo –dijo Cantabulla, quien había confirmado sus temores sobre el joven.
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