Abrió los ojos, el azul del cielo la recibió
acogedor como siempre. Era un color que le agradaba, el recuerdo de una paz, la
cual no había vuelto a conocer desde el principio de su existencia, se hacía
evidente en aquel breve instante.
Los colores tienen magia. Desprenden calor o
frio, sentimientos de toda clase y se siente por ellos una inclinación, por
unos u otros, incluso defendida con palabras o hechos, habiendo incluso quienes
los adoran, como representación de algo muy por encima de cualquier
entendimiento.
El azul la transportaba lejos de allí, a una época
en donde no era sino una niña, ignorante de acontecimientos futuros, en un
mundo duro e implacable donde nunca sería bien recibida. Aún así, sintió un
cariño olvidado y reprimió una de aquellas extrañas lágrimas que muy de vez en
cuando, afloraban en sus ojos inquisitivos.
Los recuerdos gratos también eran dolorosos al
mismo tiempo. Recordaba las olas de un mar olvidado, el contacto con su agua y
la sensación de felicidad que en aquel momento le embargaba. Aquel techo de
cielo, en un día extraño por estar despejado y permitir ver la belleza de esa cúpula,
llamó su atención. Era hermoso y parecía saludarla en su escasa felicidad, complaciéndola
al enseñarle cuan maravilloso sería poder contemplarlo siempre que lo desease.
Ahora podía, e incluso permitía que nubes
surcasen ese azul, con sus blancos y grises enturbiándolo, constituyendo una
visión placentera el verlos marchar, unas veces lentos; otras arrastrados por
los vientos, cambiando de forma y deleitándola en ese baile imprevisible, con
sus múltiples variantes.
Todos los días, con el sol de Tamtasia mostrándose
en el nuevo horizonte, cambiaba para ella. Azules intensos, de muchos matices,
los cuales solo el ojo experto de aquella mujer comprendía sus gamas, siempre en
constante renovación.
Estaba tumbada, cuan larga era, en la tierra.
Cualquier lugar de su patria era bueno para observar ese espectáculo y se enorgullecía
de aquel cielo seria visto por todos sus habitantes. Todos alzarían su vista hacia
arriba, unos preocupados por cosechas, otros por el simple hecho de verlo como
ella; los más, para saber si aquel día era propicio para sus intenciones.
Algunas veces, otros colores invadían ese tejado.
Rojos y amarillos, provocados por la luz del sol, enmarañaban la cubierta y
difuminaban con todas sus variantes, el autentico dominio del azul. Pugnaban
con este en amaneceres y atardeceres, unas veces se alzaban triunfantes, pero
el eterno color volvía seguro al nuevo creciente, imponiéndose como el verdadero
señor de las alturas.
Le encantaban esas disputas, pues enriquecían en
su lucha la bóveda celeste, cubriéndola con un fresco de tonos que de otra
manera pudiera amenazar ser monótono. Ella sabía todo estaba en constante
lucha, no podía evitarlo. Todo se quería imponer a lo contrario, todo cambiaba,
en continua evolución.
El azul le gustaba, era un buen color. Aunque
algunos le discutían como dueño también de los mares, ella lo refutaba. La
primera vez que vio este, era verde; verde esmeralda, no azul. No era el color
de los mares, ellos se lo habían dicho, serian como ella quisiera y si decía eran
verdes, ese color tendrían.
“No, no es color de mar. Te pertenecen los cielos
y en ellos te encuentras” pensó con absoluta determinación. Entonces el sol
empezó apoderándose con el resplandor de cuanto se encontraba junto a este. Le
llamó su atención, aquel día tenía una suave tonalidad amarilla, aunque sabia
en su origen es una inmensa bola ardiente blanca, de luminosa apariencia, el
amarillo la cubría como una capa, como si se avergonzase de mostrarse cual era
y engañase a los sentidos con su caparazón fingido.
El amarillo también le cautivaba, era un color
cálido y menos agresivo que el rojo, el más hiriente de todos. Aquel astro
también tornábase en ocasiones, fogoso e intolerante, rojo en toda su extensión,
guerrero e incapaz de dominar su propia furia. Lo apreciaba más cuando el suave
amarillo lo domaba y lo hacía más sosegado, aunque siguiera disponiendo de todo
su poder, sin renunciar a este jamás.
Sabía no debía intentar cambiarlo. Era así y seguiría
siéndolo hasta el fin, a pesar de que ella no disfrutase de esos momentos en
los que mostraba colérico y pudiera modificarlo, comprendía no era designio
suyo, sino de algo mayor por encima de ella, quien lo había hecho así. Debía
ver pues, ese rojo como propio de su existencia.
Había quien sentía menos predilección por ese
color. Recordaba el fluido vital de la vida y verlo derramarse, la entristecía.
Los seres vivientes procuraban mantenerlo en sus cuerpos, evitar este se
perdiera y empapase a su alrededor con esa funesta marca. Si, el rojo era un
color preocupante, en todos los sentidos y le costaba admitir que este siguiese
existiendo, pero era necesario y como tal, ella debía plegarse a esa necesidad.
El rojo era pasional, arriesgado y atrevido.
Inflamaba la mirada de quien se detuviera a verlo, lo llenaba con las
insinuantes promesas de fuerzas que clamaban fuesen escuchadas. Formaba parte
misma de la naturaleza de los seres y no podía evitar se sintiesen atraídos con
vigor por esa esencia misma, incomprensible para todos, más no para ella.
Dominaba sus instintos con severidad, aunque en ocasiones pareciese se dejaba
llevar por impetuosas intenciones, siempre tenia todo calculado.
En cuanto al amarillo, era el rojo dominado, el símbolo
de la propia tierra. Lo contemplaba en los propios campos de cereales, cuando se alzaban maduros para recogerse; lo veía en infinidad de frutos, que en dicho color, imitación de un dorado opaco se mostraban para ser degustados. Era
la conclusión, el final de una etapa. El color donde las criaturas, más
placenteras sentían el calor. Calor, color amarillo; es energía y fuerza
controlada, lo prefería sin dudar, al indómito rojo.
Entonces fijó la vista en su propia ropa. El
color verde, el que siempre portaba en cualquier lugar y condición, aquel color
de mar quedó dentro de su memoria, como una cuchillada sin filo, para retenerlo
como su mayor aliado en todo momento.
El verde le proporcionaba paz, serenidad. La
hacía más asequible a cuantos encontraba en su camino, lejos del frio azul, el
rojo sangriento o el amarillo solemne. Era un color conciliador, que entraba
por los ojos de quienes lo contemplaban, les hablaba de un mundo lleno de vida,
siempre emergente y duro, al cual no se podía derrotar.
Le tranquilizaba ser su mayor defensora, portaba
el color verde con un orgullo innato, como si fuese una propiedad a la cual
todos mereciesen respetar. De hecho, así lo hacían, cuando llegaba a un lugar
no era necesario preámbulo alguno, sabían quién era y sus intenciones. Había
trabajado durante muchos siglos para que fuese así y se pudiera convertir, aún
sin su intención, en alguna clase de símbolo.
En los Picoshuerfanos, su nombre era
pronunciado con reverencia, e incluso se utilizaba una forma verbal en el
cotidiano hablar, evocando su color. Era sinónimo de algo bueno, de crecimiento
y protección, de un saber antiguo que los protegería.
En ello tenían una gran parte de razón, pero ella
evocó ese verde por un recuerdo de felicidad, al cual sucumbió en un tiempo ya
dejado atrás. En aquella época, todos le parecían iguales y no sentía una
predilección por ninguno de estos. Tal vez, era más equilibrada su mente
entonces y ahora se había dejado dominar por uno solo, respondiendo a este como
compañero de penas.
Le gustaba y no con la pasión inflamada del rojo,
era un cariño más profundo, no sujeto a un ideal ni enturbiado en propuestas
ajenas. Difícil de explicar, era como si este hubiese existido porque ella existía,
se complementaban, ayudando en mutua reflexión en cuantos impedimentos
encontraban en su largo viaje.
Incluso los ojos habían adquirido aquel tinte de
naturaleza viva. Unas veces eran fulgurantes luces pero en contadas ocasiones,
un verde oscuro los teñía, presagiando el fin de algo, seña de advertencia para
sus enemigos, quienes sumaban un número indeterminado.
Si se dejaba llevar por esa tonalidad ocasional,
sabía sería capaz de cualquier hazaña. Pero las plantas de sus pies, a modo de
alarma, le recordaban su sitio y quien era. El verde tampoco debía de ser su
único color, aunque ella lo prefiriese ante el resto. Fue su decisión y comprobándolo
en el tiempo pasado, no fue tan desacertada como pudiera intuirse.
Sí, los colores hablaban y le contaban cosas,
cuentos de cuanto vieron y conocieron, la nutren con experiencias pasadas y
hablan de cuanto pudiera acontecer. Saben de asuntos que están fuera de ser
conocidos por ajenos a quien porta el verde y ella lo sabe. Escucha y calla las
advertencias, las suplicas y los pesares. Oye las canciones, las aprende, las
recuerda; le cantan para su exclusiva dicha, pues saben nadie más puede
escucharles.
Ella debe ser justa con todos los colores,
incluso sabe que el blanco debería ser su principal enseña, pues los reúne en
su conjunto y es justo reconocerle ese valor. Pero en este único aspecto se
muestra tozuda, es parte de su recuerdo y desmerecería ser quien es si lo rechazase.
Los demás colores la comprenden, la respetan y omiten esa predilección. Seguirán
hablándole hasta el fin.
Se levanta y dirige las seguras pisadas hasta su
montura. Bellandante es una hermosa yegua élfica, blanca en toda extensión,
incluso las crines abundantes que le bajan por su precioso cuello, están adornadas
por ese tono.
Ve un objeto envuelto, su atención se deposita
sobre el antiguo paño. Lo recuerda, siempre lo hará, toda su superficie. Es negro, en su forma
final, y siente estremecerse al comprobar esa ausencia de cuanto ella ama. Allí
no hay nada, vacío de toda conversación y sin embargo, existe. No hay
color en ese objeto, ninguno. Nada para amar, pero constituye parte de su
recuerdo.
Desvía su mirada y vuelve a mirar al cielo. El
sol en lo alto, alrededor cielo plagado de pequeñas nubes blancas; a sus pies
un campo de trigo dispuesto a ser recogido y más lejano, campos con frutales
llenos de manzanas rojas, quienes iluminadas resplandecen inflamadas, ansiosas
de ser comidas; en el suelo la hierba acoge a los pasionales arboles, resguardándolos.
Todos y más aún, están presentes, conscientes de
su presencia. Los admira y reverencia, aunque saben siempre será el verde su
color, su bandera. Así lo ha dispuesto e igual la respetan en su elección, pues
saben en el fondo, ama cuanto existe, a todos sin distinción. Fuera de aquella
costra verde, en su interior, conviven e incluso el negro, tiene cabida en
ella.
Consciente es observada, se deja
contemplar y para hacer más propio aquel momento, cierra sus ojos.
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