Había niebla,
densa y traslucida, moviendo jirones que adoptaban formas humanas. La niebla tenía
voz, y aquella voz era el sonido del mar rompiendo en la costa. Portaba una
advertencia, en la niebla blanca una figura oscura se trasladaba inquieta,
acechante, dispuesta a cobrarse su presa.
—Malandrín,
dar la cara, que a fe mía os he de sajar, cortar en tantos trozos que ni
vuestra madre, sea o no nacida en buena casa, os reconozca —gritó uno de los
dos hombres que avanzaban entre la espesa neblina.
—¡Cielos,
cielos! —escuchó surgir de aquella nada—, tened cuidado con el pincho, que es
acero toledano y merecida fama tiene.
—Salid donde
os vea. Dad la cara como un hombre —gritó quien empuñaba el arma,
Y en efecto un
hombre apareció. Apacible, aunque con un evidente miedo en los ojos.
—Solo soy
Pedro, mi furibundo amigo, quien guarda las puertas que tras de mí se
encuentran. No esperéis ningún mal de quien no os desea ninguno.
—Pues mi
nombre es Alonso, Alonso Quijano. Y quien me acompaña es mi fiel amigo Sancho
Panza, a quien he jurado defender de todos los peligros. ¿Qué lugar es este?
Pedro los miró
extrañados. Aquello no podía ser, no podía estar pasando.
—Estas son las
puertas del cielo, tras las cuales se encuentra el paraíso que una vez
perdieron nuestros padres. Pero no podéis pasar, no sois reales. No deberíais
estar aquí —habló extrañado de ese incidente.
—Pues yo me
siento —dijo palpándose el caballero con aire solemne—. ¿Y tú mi querido Sancho?
—Yo sentir…
siento hambre —el compañero de más carne tocó su estómago con clara intención.
—Ya veis, mi
incrédulo amigo. Ambos sentimos, diferentes, pero sentimos —dijo con rotundidad
Alonso.
Una mujer, sin
duda la más hermosa que nunca sus ojos contemplaron, surgió de entre la niebla.
Pedro sabía de
quien se trataba.
—¿Qué hacéis
aquí? —preguntó con aire enfadado el guardián del paraíso.
—Admiró a este
hidalgo, y mucho más que a otros grandes hombres, que de hombres tuvieron poco
y cuyas miserias cubrieron a tantos que su grandeza perdieron. Mil veces mil lo
tenté, y otras tantas rechazó mis mentiras. Solo alabanzas puedo decir de él y
mi madre, que también es la vuestra, ha de sentir solo orgullo de tal hijo. Y
aunque en realidad no sea mi hermano como el mundo entiende, es como si lo
fuera y ay de aquel que dañarlo se propusiera, pues mi ira es peor que la de
mi madre, porqué carezco de compasión y en mí no hay juez más duro.
Se acercó
hasta el hombre rechoncho y tímido.
—No conozco de
mejores amigos, ni de mayor entrega que la suya. Son tal para cual, y cuanto he
hablado del caballero, ha de valer para su escudero.
Besó su frente
y los cogió de la mano a ambos.
—Pedro, creo
mi madre los espera con impaciencia. Recoged vuestra espada, el más noble de
los caballeros. Aquí no la vais a necesitar —dijo mirando al hombre enjuto y de
ojos enloquecidos, dando un beso en su mejilla—, ya lidiasteis suficiente en el pasado y es
hora de tener descanso.
—Pero
Dulcinea… he de encontrarla. —Los ojos de Alonso estaban perdidos en su propia
locura.
—Yo seré
vuestra Dulcinea y no creo nadie ponga reparo a ese hecho cierto —habló la
mujer emprendiendo camino con ellos hacía las puertas, abriéndose solas ante el
asombro de Pedro.
La locura de
Alonso sanó, el hambre de Sancho se sació y Lucifer, adversaria declarada de su
madre, traspasó por primera vez desde su expulsión aquel umbral sagrado.
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