martes, 8 de abril de 2014

LAS VIEJAS RAICES





La copa resbaló de su mano al suelo, saliendo el poco contenido que aún quedaba y manchando la envejecida madera, la cual cubría la estancia y servía de apoyo a los escasos muebles de rancio abolengo, tristes recuerdos de épocas pasadas.

Aquello sirvió para sacarla del sopor en el cual yacía adormecida. Sus ojos se entreabrieron para la buscar la causa que había turbado su descanso y malhumorada, dio una fuerte patada al recipiente, golpeando con fuerza la pared de la habitación y deshaciéndose en variados trozos, que resonaron en su cabeza con la furia de un yunque atacado por un febril herrero.

Se llevó las manos a la cara en un intento de despejarse, calmar su resaca o ahogar los sonidos de las voces que escuchaba, muy de vez en cuando, llamando reclamar su atención.

—Maldito vino, es de la peor cosecha imaginable —quedó reflexionando al tener un pensamiento que le pareció gracioso de comentar— y yo… tengo mucha sed de algo tan penoso o así debería ser, si no fuera por el deplorable estado de mi ánimo, más cercano a la melancolía y el aturdimiento que al pensamiento claro, el cual fue en un tiempo mi mayor prioridad.

Tuvo acceso a recuerdos, recuerdos que no deseaba tener. Unos por ser tristes, de cuanto había amado yaciendo ya muerto y olvidado; otros por su excesiva violencia, por la destrucción, por quienes habían caído y conocido en su camino. No anhelaba repetir esas escenas en su mente, por ello bebía, por ello se había retirado del mundo y no deseaba participar más en el. Y por esa misma causa, encontraba una profunda tristeza que no podía ni siquiera ahogar en todo el vino del territorio.

Se levantó, tambaleándose y haciendo perder el equilibrio a la silla donde había reposado su duermevela. Intentó hacer el mínimo ruido posible, pero no hacía sino ir de mueble en mueble, tropezando con todos y rompiendo de nuevo el silencio que la copa rota había provocado.

Decidió salir afuera. El sol apenas iluminaba, era una mañana de invierno fría y gris, con un viento helado, afilado, que aullaba entre los árboles, agitándolos con violencia.

Se arrodilló, después de caminar unos breves pasos. La nieve le cubría hasta media pierna y siempre había presumido de sus largas piernas, no dudo en especular por ello la nevada hubo de ser intensa durante la noche, pero no le importaba. Hundió su cara en el manto esponjoso y levantó la cabeza cubierta con una máscara blanca que le daba el aspecto de un elemental del agua, ser de cuentos y leyendas al cual atribuían cualidades humanas, capaz de cobrar vida al amparo de su portadora.

Notó el gélido contacto y no hizo nada para evitarlo. Lo soportaría por el tiempo necesario, nada debía temer, pues nada existía capaz de dañarla. Y eso mismo era causa de su malestar, del arraigado desamparo que siempre portaba.

“Todos mueren… todos sufren… excepto yo. Siempre prevalezco, siempre sobrevivo y aunque todo debe morir, yo rompo esa regla, la infrinjo descaradamente. Desearía morir, tener un descanso, conocer la paz que los demás tienen y a mí, me es negada”.

Sintió el deseo de volver a beber. A llenar la garganta con aquel vino dulzón y lamentable que había comprado a un vendedor ambulante, un vivaracho hombrecillo que le cayó simpático al instante de conocerle y no pudo evitar comprarle todo su cargamento. Deseaba complacer a alguien, para evitar caer en una desesperación que llevaba atormentándola varias semanas y la hicieron cobrarse ese retiro, olvidarse de cuanto la rodeaba, ahogarse en ese brebaje y desear no despertar nunca más.

Quería sentir como un humano más, como ser vivo, como un caminante cualquiera de esas sendas por las cuales se aventuraba incansable, intentando recomponer lo que podía y enterrar a cuantos no hubiera podido salvar. Ya había sufrido crisis iguales en otros tiempos, temporadas largas donde desatendió lo que consideraba una inderogable misión. Y siempre, siempre había sido para peor.

Se sacudió la nieve de la cara, enfadada consigo y con el mundo. Un incierto sentimiento pretendía anegarla, una furia que acabaría con todo y en esencia, con su eterno problema. Sería fácil abandonarse a esa ira desproporcionada, arrasar cuanto a su alcance tuviera, sin perdonar ni retroceder. Acallar las voces, los lamentos y las risas, nada escaparía de su impuesto final, ni nadie podría oponérsele.

Se vio, en una imagen idealizada, alzándose sobre el propio mundo. Riendo enloquecida por tan gran victoria y la concesión de su mayor deseo, esa aspiración que siempre permanecía oculta, negada y constante en su afirmación.

“Un pensamiento, un simple pensamiento” pensó frunciendo sus cejas. Pero algo en su interior negaba otorgarle tan simple decisión. Un fuego que siempre se imponía, una lucha permanente en la cual no existía razonamiento posible, solo pasión, una inconfundible pasión por la vida que no podía evitar reconocer.

Tocó la corteza de un gran árbol que a su lado se encontraba. Ella ya existía cuando ni siquiera había allí un bosque, a pesar de su gordo tronco declarando una larga existencia de miles de años.  

“Tienes gruesas raíces, hondas y profundas, mi buen amigo. Te pareces a mí, aun cuando yo puedo caminar, no somos tan diferentes. Mis raíces se extienden por la extensión de Tamtasia, hasta el final de sus límites. Atada a la tierra, en esencia igual que tú”, en aquel momento, el sentimiento malicioso murió. Al igual de otras ocasiones, siempre prevalecía la vida, yendo hacia adelante y no deseando volver su mirada atrás, aunque se manifestase incierta y pesarosa, llena de terribles premoniciones y avisos que no podría ignorar.


Se irguió, desapareciendo la resaca en aquel instante y desprendiéndose de esa parte de humanidad que de vez en cuando necesitaba aflorar. También la nieve cayó de donde había prendido en su cuerpo, dejándola sin ni siquiera humedecer su ropa.

“Ya he descansado bastante y no me puedo permitir pensar de esa forma. Pensamientos positivos, siempre positivos” reflexionó, llevando una tenue sonrisa a su cara. 

Aún cuando en aquella parte de Támtasia era pleno invierno, el corazón de Hurtadillas volvía a ser la eterna primavera.


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