-¡Protegeos! –gritó alguien ante la amenaza que sobre ellos
se cernía.
La piedra oscura brillaba en el aire como un sol negro.
Cruzaba el cielo ennegrecido por el humo de múltiples incendios que asolaban la
rodeada ciudad, dando a las nubes de ceniza el aspecto de inflamarse
en un fuego irreal, tan extraño como el sitio al cual tenían sometida
la ilustre urbe.
Donde caía, caos y la desolación se extendían. Un fuego
imparable lo devoraba todo y los desdichados que no podían huir, sufrían terribles
quemaduras consumiendo su vida de una forma espantosa. No había tratamiento
para tal fatalidad y las sanadoras, apenas podían sino dar un pobre
consuelo a quienes padecían ese tormento.
La parte más poderosa de la muralla, la perteneciente a la
magnífica estructura del castillo ducal, estaba aguantando en aquel momento una
dura lucha. Los bravos mercenarios de las múltiples casas de contratación que
en la ciudad se encontraban, habían decidido combatir sin paga alguna y
empeñado en proteger aquel lugar a costa de sus propias vidas.
No es que de repente, se hubiesen vuelto tan gentiles y
despreocupados como para renunciar a un salario y los placeres de gastarlo en
la cosmopolita ciudad. Sabían que si perdían esa batalla y el enemigo flanqueaba
los límites de las defensas, que durante tantos años habían servido para
ampararla, de nada les serviría cobrarla. Todos morirían sin excepción y no
sería de forma agradable, debían por tanto dar lo mejor de sí mismos y
obligarse a vencer a toda costa.
-¿Dónde está esa maldita hechicera? –aulló el capitán de la
compañía de los Manos Prestas, una de las muchas que luchaban junto a la
guarnición de la ciudad, mientras miraba a su alrededor.
-¿Se refiere a la morena maciza? –el soldado y viejo
conocido del aguerrido mercenario, se rascaba indiferente la oreja disparando
una certera saeta. Un buen tiro, un enemigo cayó al suelo para no levantarse.
-No, bobo. Esa otra estirada de pelo gris, la elfa. Debería
estar aquí, para eso accedió a nuestra hermandad, me prometí no perderla de
vista –levantó su espada y seccionó un miembro sin ningún miramiento- es una
pendona de cuidado. No me fio nada de los elfos.
-Ayer la vi en la taberna del Ciervo Castrado, parecía estar
pasándoselo muy bien. Bebía como seis hombres y no le hacía asco a nada que
pudiera llevarse a la boca –otra saeta encontró su objetivo y el ballestero
sonrió satisfecho.
-Ya te lo he dicho. Un pendón –movió su escudo y golpeó a lo
que intentaba escalar el muro, arrojándolo al vacio.
Tuvo un presentimiento a sus espaldas y se volvió dispuesto
a utilizar su arma con presteza. Una férrea mano la sujeto con firmeza,
impidiéndole cometer una equivocación en su apresurada acción.
-Cuidado, este vulgar hierro sin filo podría hacer daño a
alguien –dijo socarrona la mujer elfa, quien desenvainó su espada y demostró
saber utilizarla contra quienes escalaban en aquel momento las altas almenas
que los separaban del peligro.
-Estúpida elfa, ¿adónde vas con esa ropa de fiesta?
–increpó furioso el capitán. Iba engalanada con un vestido que debía costar una
fortuna, toda de verde con unos elegantes bordados de oro que contrastaban con
la simpleza de los atuendos de los defensores.
-La elegancia no elimina mis artes de luchadora, ni mis
habilidades de magia –recalcó con una insolencia que merecía ser contestada–
además, no trabajo gratis.
-Eres una insensata o una chalada. El castillo ducal corre
un grave peligro, si esta protección cae, la ciudad está perdida.
La elfa ignoró ese comentario y lo arrastró, evitando que
una zarpa enemiga le alcanzase, con gran maestría la mujer de pelo gris partió
al contrincante, tirándolo sin dilación muralla abajo.
-Bueno, tal vez pueda renunciar a una buena paga en oro,
pero me gustaría que ambos compartiésemos esta noche -le guiñó un ojo con insólito
descaro- muy juntos los dos.
-Yo… yo… -el capitán estaba atónito. La elfa era muy bella y
el propósito de su intención estaba claro, pero no lograba sino tartamudear
unas míseras palabras.
-Entonces, no hay nada más que hablar, estamos de acuerdo.
Se acabó el juego –comentó con inusitada calma la elegante mujer, mientras subía
a una de las almenas y desdeñando todos los peligros, miró al frente enemigo.
Sus ojos refulgieron como dos nacientes constelaciones esmeraldas y en aquel
momento, el máximo oficial de los Manos Prestas supo, sin duda alguna, la
jornada acabaría con una victoria a su favor.
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