Era un hombre pequeño, tan pequeño, que entre los suyos, ya de por si
escasos de talla, le llamaban “el acortado”. Con dos palmos de altura,
con más frente que piernas, caminaba ladeandose por las calles de
Piernacorta. Piernita va, piernita viene, afanoso iba por ellas,
viviendo de generosas limosnas que los demás le entregaban.
Hasta que un día, otro más pequeño encontró y temeroso de perder sus
pingües beneficios y morir de hambre, decidió cortar sus ya de por si,
escasos miembros. Ahora iba vivaracho por las mismas calles y un nuevo
apodo recibió: “el arrastrado”. Y así quedó.
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